Durante muchos años el cine venezolano ha tratado de manera directa el tema de la delincuencia en sus películas. La misma, se presenta en nuestras pantallas como un problema social, cuyo origen está en la pobreza y la exclusión. Los delincuentes, son ejecutores de una violencia de la cual sus víctimas son responsables, por acción u omisión, y por tanto éstos —los delincuentes—, lejos de ser los “villanos”, son el fruto de una sociedad indolente que los excluye en vez de ayudarlos. Podría decirse que es una tendencia espontánea surgida de las comprensibles búsquedas de nuestros cineastas por explicar los fenómenos de pobreza y delincuencia que han azotado a nuestra sociedad desde hace varias décadas.
Sin embargo, en los últimos años, varios directores han tenido una propensión a contar historias de caudillos en nuestras cintas. Creo que esta tendencia no surge de la espontaneidad, sino de las políticas culturales emanadas por el estado y sus instituciones de subvención y producción cinematográfica.
El contexto, casi siempre es el mismo: una comunidad se ve asechada por algún poder, casi siempre privado, o por una grave problemática debido a su pobreza. Ese problema, es resuelto gracias a la buena conciencia de un hombre fuerte, un caudillo populista, quién se convierte en el héroe del colectivo. Por cierto, la palabra “héroe” no es ninguna exageración, así se vendió al protagonista de Libertador Morales, el justiciero (2009, Efterpi Charalambidis), la historia de un moto-taxista que en las noches “lucha” contra la delincuencia usando métodos que recuerdan a los utilizados por los llamados colectivos populares.
Cyrano de Bergerac fue convertido en Cyrano Fernández (2007, Alberto Arvelo), un honesto tupamaro —guerrilla urbana de tendencia oficialista—, dedicado a mantener el orden en el barrio, golpear a los hombres que maltratan a sus esposas, evitar que los jóvenes caigan en vicios, proveer de agua a la comunidad—robándose una cisterna usada por los ricos para regar sus campos de golf—, y negociar treguas con la policía, es decir, con el estado.
Igualmente, pueden citarse como ejemplos, la profusa cantidad de biografías de héroes independentistas. Próceres dibujados en su condición de hombres preclaros e iluminados, destinados por la historia a salvar al pueblo. Manuela Saenz, la libertadora del libertador (2000, Diego Risquez), Francisco de Miranda (2004, Diego Risquez), Bolívar, eterno ciudadano de libertad (2007, Efterpi Charalambidis, Beto Benites), Miranda regresa (2008, Luis Alberto Lamata), y Zamora, tierra y hombres libres (2009, Román Chalbaud).
Los caudillos de estas películas tienen en común varias características fácilmente identificables.
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• Son justos, porque saben identificar a quien castigar, pero también saben perdonar.
• Son de ideología conservadora. Por ejemplo, abominan de la promiscuidad sexual.
• Persiguen el delito, pero tienen derecho a usar métodos propios de la delincuencia, como las armas de fuego, los secuestros, el agavillamiento, y la violencia en general. Podría decirse que el subtexto de esas películas es la máxima maquiavélica «el fin justifica los medios«.
• Persiguen a los consumidores de droga, con la misma implacabilidad de los militares ejecutores del Plan Colombia. Para estos caudillos la droga es “mala”, y sólo quedan las soluciones más radicales contra ella. No hay espacio para la rehabilitación o para una visión más moderada del problema del narcotráfico. Ni pendiente con las tesis defendidas hoy en día sobre legalización o despenalización. En tal sentido, son implacables.
• Renuncian a su vida personal. No tienen espacio para el amor, la amistad, la diversión, o incluso el sexo, porque los intereses del colectivo están muy por encima de ellos mismos. Se saben llamados por la historia a poner orden en su urbanización-barrio, y por tanto, no resienten el no ser como el común de la personas. Es el mito del sacrificio.
• Son egocéntricos, al punto de creerse por encima del común de la gente y por eso, suelen convertirse en la figura fáctica de autoridad del sitio donde viven.
• Son de clase popular. Sin embargo, las películas los representan con rasgos, habla y actitudes muy lejanas de la dinámica social del sitio donde se desenvuelven. Dicho de otra forma: viven en un barrio, pero lejos de participar de las actividades del mismo, o hablar como quienes allí viven, se comportan como si se tratara de infiltrados de clase media. Son salvadores que tuvieron una educación que les permite «iluminar» a quienes les rodean.
• Aborrecen de la economía como forma de enriquecimiento. Constantemente increpan a los factores económicos de la zona dónde viven (dueños de bodegas, trabajadores por cuenta propia, etc.) para que sean “solidarios” y no se enriquezcan con su trabajo. También suele haber una representación estereotipada y perversa de los empresarios, mostrados como personas sin corazón y con una capacidad nula para identificarse con el sufrimiento ajeno. Es el caso de Macuro, la fuerza de un pueblo (2008, Hernán Jabés).
• Roban a los ricos para darle a los pobres.
• Son patriotas y sienten un respeto reverencial por los símbolos y rituales nacionales. Lejos de ser iconoclastas, son iconofílicos.
• Hay en ellos un aura mística y religiosa. Se identifican con las creencias populares, casi siempre de raíz cristiana.
• Mueren trágicamente al final de la película; y al morir, el pueblo los aclama y los convierte en mito.
Todas las películas que siguen esta línea son hagiografías glorificadoras, qué refuerzan el sentimiento patriótico y épico de individualidades que guardan no pocas similitudes con nuestro jefe de estado. O mejor dicho, con la imagen que nuestro jefe de estado pretende proyectar de sí mismo, quién constantemente se compara con Bolívar y con los próceres de nuestra gesta independentista, además de insistir en venderse como un hombre humilde, que sacrificó su vida personal por ayudar a los más necesitados.
No deja de ser paradójico que una “revolución cultural” que dice abominar del individualismo, sea la principal financista-productora de cintas que rinden culto al caudillismo como forma de avance de la sociedad hacia un supuesto estado de felicidad plena.
Dos películas representan una curiosa excepción, un esfuerzo a contra corriente digno de reivindicarse.
Taita Boves (2010, Luis Alberto Lamata). En esta cinta, José Tomás Boves (Juvel Vielma) es un ser miserable, un sanguinario resentido y egoísta. Lejos de ayudar al pueblo lo utiliza y lo desecha apenas deja de necesitarlo.
Juega a torear a un hombre al que va a ejecutar. Se burla de otro al que, antes de fusilar, somete a una cruel tortura psicológica. A una chica la clava contra una reja luego de acostarse con ella. Y, cerca del final, en un diálogo con una monja, deja ver que su fidelidad al Rey de España es mera treta demagógica para asegurarse el poder. Luego queda impotente, y muere traicionado, de manera poco honrosa.
Aunque la película de Lamata no termina de funcionar en su totalidad debido a fallas de producción, al redundante uso de la voz en off y a una construcción demasiado televisiva que afecta la verosimilitud de la historia, la película merece verse por su visión desoladora y valiente, alejada de la peligrosa mitificación de la historia a la que nos tienen acostumbrados los cineastas venezolanos.
La hora cero (2010, Diego Velasco). La Parca (Zapata 666) lleva a una chica malherida a un hospital, pro hay una huelga de médicos que tiene a los hospitales en paro y a miles de personas sin atención médica. La Parca, junto a un grupo de delincuentes, deciden secuestrar al personal médico del hospital, para obligarlos a atender a la chica. Pronto, el secuestro llega a los medios, que lo explotan de manera sensacionalista, convirtiendo a La Parca en un representante del descontento popular.
La visión de Velasco es desmitificadora e irónica. La Parca se convierte en una figura mediática que llena de esperanza a un grupo de personas pobres que llegan al hospital creyéndose salvadas por el protagonista, quién en realidad, las usa para escapar con vida de la policía.
En una secuencia, una mujer humilde se acerca a repartir comida a los rehenes, una de las rehenes se da cuenta de que la señora lleva una cadena que previamente le fue robada por los raptores, cuando la rehén reclama, la señora «representante del pueblo» se niega a devolverle la prenda a su dueña, porque “me la regaló La Parca ya que es muy bueno”. Otro momento extraordinario, es una secuencia musical que utiliza el tema “agárrense de las manos” de José Luis Rodríguez. Ese interludio musical, sirve para satirizar el culto de las personas que ven en La Parca a un salvador y no a un delincuente.
Los secuestradores de La hora cero no son héroes, son delincuentes, vulgares y aprovechados. Uno, sólo sueña con poseer sexualmente a la Miss Venezuela que se encuentra recluida en el hospital debido a una cirugía estética. El otro, es un ladrón traicionero y sanguinario, quién ejecuta un plan a espaldas de La Parca, negociando con un alcalde corrupto para salvarse él. Y los demás, son dibujados como seres fundamentalmente despreciables, aunque las personas, gracias al manejo interesado de los medios, los sientan como héroes y salvadores. Serán los propios medios, quienes luego de endiosarlos, los condenen a la hoguera.
El ubicar a la película en 1996, es el peor error de la cinta. Esto es una evidente concesión al poder actual. Animos de no incomodar demasiado y un acto de corrección política por parte de los creadores de la película.
Pero más allá de sus errores, tanto Taita Boves como La hora cero, son dos escasas muestras de independencia creativa ante el aluvión de patriotismo barato de nuestras películas recientes.