Una de las primeras preguntas que oyes entre el público cuando entras al Museo Reina Sofía de Madrid es «¿Y dónde está el Guernica?» La pregunta se convierte en un coro, se repite hasta volverse un eco, el nombre de la ciudad vizcaína se matiza en diferentes acentos de turistas atraídos por la potencia de este grito antibelicista de Picasso. Cuando te acercas a las guías del museo notas que ellas ya esperan que le hagas la misma pregunta «¿Dónde está el Guernica?»
A medida que vas ingresando a salas dedicadas al arte relacionado con la Guerra Civil española empiezas a notar la tensión contenida de muchas personas, la mayoría que tal vez no sepa nada de arte. Entonces van apareciendo los primeros bocetos del Guernica, pequeños dibujos de las figuras centrales del cuadro: el caballo, el toro, la madre con el hijo muerto, y que terminan conduciéndote a la sala donde por fin aparece el Guernica de Picasso.
Francamente, me pareció un cuadro de menores dimensiones de lo que imaginaba, con un tono algo oscuro similar al que notas en la madera ahumada. Sin embargo, de todas maneras te deslumbra e impacta estar ante uno de los cuadros con una historia de tragedia. Puedes pasar varios minutos mirando cada detalle que tiene el cuadro y que escapaban a las pobres reproducciones que mirabas en los textos escolares que no lograron reproducir esa sensación de miedo y horror que transmite el cuadro de Picasso. Una ciudad devastada por la Legión Cóndor y la Aviación Legionaria de las belicosas Alemania Nazi y la Italia fascista en sus experimentos de antesala para la Segunda Guerra Mundial. El propósito fue claro: desmoralizar a la debilitada segunda república española atacando a población civil indefensa.
El horror que quedó plasmado en un cuadro de 1937. El Guernica de Picasso es un testimonio de una época en que la brutalidad de la guerra (y toda guerra ya de por sí es brutal) no tenía límites, no distinguía entre blancos militares y población civil. Cuán equivocados estábamos: la población civil sigue siendo objetivo en las guerras, lo que antes era un bombardeo a secas ahora recibe el eufemístico nombre de «daño colateral» para no inquietar las consciencias y no pintar más Guernicas. Pero las consciencias se inquietan.
Guernica ahora está en Libia. Un país cuyas autoridades no dudan en bombardear a su pueblo que protesta contra un régimen enquistado en el poder desde hace más de cuarenta años. No sé cuán fidedignas sean las informaciones que provienen desde fuentes en el lugar, pero lo que no cabe duda es la brutalidad de un régimen que manda al hijo del dictador a declarar la guerra contra sus conciudadanos, y lo hace con toda una postura de suprema arrogancia que da el saberse protegido por unas fuerzas armadas envilecidas y sirvientes ante el poder y las extravagancias de un caudillo. Un régimen que se cree con la potestad de usar las armas de la Nación para disparar a su pueblo, como si se tratara del amo de una plantación controlando un motín de sus esclavos. Es indignante, e indigna particularmente más por las implicaciones que tiene la situación de Libia con Venezuela.
Porque aún tenemos en la memoria las visitas que hizo el coronel Gaddafi a Venezuela, arropado por todo el aparataje del poder para sentirse en casa. Por un infantil deseo de molestar a otros países, nuestro Gobierno no le tiembla la mano para extendérsela a un personaje como Gaddafi. Incluso, le regala una réplica de la espada de Bolívar, y es inevitable pensar que esta espada camina ahora por las calles de Libia para usarse contra los deseos de un pueblo por liberarse de un dictadorzuelo enamorado del poder por el poder mismo.
Por un mínimo de dignidad, nuestro Gobierno debería pedirle disculpas a los venezolanos por todos los honores que se le dio a un represor que no se ruboriza de ello. Si no lo hace, sabremos de qué lado de las partes se pone. Sabemos qué dirán, o que no dirán nada o que lanzarán acusaciones conspirativas. Ya en su momento se pusieron del lado del ultraconservador Ahmadineyad durante la represión a la revolución verde de Irán. Seguro que si nuestros militares que nos gobiernan hicieran un tour por el Museo Reina Sofía de Madrid, se sentirían igual de conmovidos ante el Guernica de Picasso. Pero no por el horror de las víctimas. Sino por no haber tenido tiempo de ser aliados de la Alemania nazi.