El joven se limitaba a dar vueltas en círculos en la pequeña sala de su apartamento. Ya esto era una ridícula rutina de ansiedad que despertaba sin falta en atardeceres lluviosos, un nefasto condicionamiento del que él, ya tenía unos meses siendo víctima. Se veía bien idiota con esa caminata. Era parecida a la que ocurre en una sala de espera de hospital, pero ésta no era justificada. Todo se podía resumir a unas cuantas palabras atragantadas que nunca fueron arrojadas a la persona indicada, un nudo en la garganta que en el momento que creía conveniente se armaba, recordando que el fantasma está presente, así jures que reina su ausencia.
“Ya es hora de ponerle fin a esta mariquera, ha llegado la hora de hablar y acabar con esta mierda lacerante y hostigadora. Ok, ¿pero cómo la confronto, cómo le suelto esto? ¿La llamo? No. Ni de vaina; conociéndola lo primero que hará es gritarme, cuestionar mi llamada, decirme que todo lo nuestro está bien claro, que cuál parte de que no quiere nada conmigo no he entendido. Tiene que ser algo más impersonal, algo que me permita soltarle este poco de flechas sin darle tiempo a resguardarse, sin piedad alguna: tajante, directo y claro. ¿Un correo electrónico? Coño, pudiese ser una opción, lo malo es que su correo es un ejemplo perfecto para definir qué es un spam; recuerda cuando lo abría delante de nosotros: un pobre buzón atiborrado con más de 300 mensajes de cómo apostar en casinos, alargar el pene, instalar barras de explorador y ganar “green cards” para vivir en Estados Unidos. ¿Y buscarla a su casa? Coño, ¿estás en drogas o comes jabón, Gabriel? Será para que nos eche gas pimienta en los ojos o comience a gritar histérica en plena calle. Ok, ok, veamos… Mierda, ¿un mensaje de texto? ¡Claro, por qué no! Es directo, impersonal e infalible; además, ella vive con ese perol en la cartera, así que es un tiro al piso, la bombardeo de mensajes y listo, no tendrá alternativa, ¡tendrá que leerlos todos! Jajajaja, somos unos genios, Gabriel, ¡qué mente tan macabra, qué genialidad desbordante, qué astucia tan única!”
Gabriel abandonó la sala corriendo torpemente, llevándose por el medio unos cuantos adornos inútiles de bautizos y elefantes de cristal que apuntaban con su trasero a la puerta de entrada. Llegó al cuarto agitado, como si hubiese dado con un descubrimiento que cambiaría el destino de la humanidad. Revolvía con nerviosismo todos los libros y apuntes de su escritorio, y ahí estaba, sepultado bajo escritos, su celular. Tomándolo con una estúpida sonrisa en su rostro, procedió a sentarse en la orilla de su cama, desbloqueando al mismo tiempo su teléfono, iluminando su cara de una luz blanquecina que rebotaba en sus ojos ansiosos y saltones de emoción. Y así, con una respiración acelerada, y una invasión genuina e ingenua de ilusión, esperanza y arrepentimiento, comenzó con su plan maquiavélico:
Hola, Victoria, seguramente te sorprenda el que te esté mandando un mensaje de texto, más aún cuando la comunicación entre nosotros es una miserable moribunda desde hace algunos meses. Por favor, no me interrumpas, no escribas nada; por ser ésta la única forma que encontré de establecer contacto contigo, debo ajustarme y conformarme con pequeños párrafos limitados a unos cuantos caracteres, por lo tanto, serán varios mensajes; no los respondas, deja que te diga todo lo que me urge decirte, luego podrás darme una respuesta cuando termine y te avise.
(“Mensaje enviado”)
¡Carajo!, es extraño esto para mí. Veo materializados finalmente mis deseos de volver a contactarte, de desnudar mi pensamiento y escupir todo lo que he pensado. Aquí estoy, con las manos sudadas, con los nervios sodomizándome, y mis dedos tecleando estos minúsculos botones (¡qué molestos son!, ¿recuerdas que me aburría rápidamente cuando chateábamos por celular en las noches?), con el corazón desbocado, con la adrenalina corriendo excitada y eufórica en mi organismo, con una sonrisa de tonto enamorado, con el pulso torpe. Y ahora que hago memoria, es la misma sonrisa de ilusión y admiración que dibujaste la noche en que nos conocimos.
(“Mensaje enviado”)
El exquisito y apasionante juego de la seducción, lo vive y disfruta, desde una barata prostituta hasta el más distinguido aristócrata; la única diferencia es la intensidad y tiempo de vida del mismo. El nuestro fue delicioso, idealista, intenso, sincero, enérgico, humilde y sin pretenciones. Salidas sin motivos claros, soportadas astutamente por intentos de diligencias que cada uno inventaba, así nos cuidábamos de no parecer muy obvios y directos. Éramos cómplices en silencio, sin acuerdo pactado ni firmado. Conocíamos nuestro modus operandi, pero nos hacíamos la “vista gorda”, los más desentendidos e ingenuos en la materia. ¡Qué jodidos ratos pasábamos juntos! Las carcajadas que lanzábamos a los cuatro vientos, las caras enrojecidas, los ojos aguados de tanto reír. La gente envidiando tanta felicidad junta. Respuesta comprensible; hasta en un aborrecible lunes nosotros reíamos. Una exquisita ecuación que difícilmente podrá volver a plantearse, variables que improbablemente podrán ser escritas de nuevo.
(“Mensaje enviado”)
¿Te acuerdas de la primera vez que estuvimos juntos en el campo de batalla acolchado? ¡Tremenda dieta traían nuestros genitales, eso parecía más bien un documental de “Animal Planet” de cómo se revolcaban dos animales salvajes! Copulamos, follamos, cogimos, tiramos, hicimos el amor y nos degustamos cada milímetro de piel sudada, era un sexo desesperado, de visita conyugal: yo, el presidiario pestilente a temiga; tú, la mujer en minifalda visitándome para alimentar a la nutria. Recuerdo tu cara de furia, excitación y picardía; esperando con angustia e impaciencia la expulsión de tu añejado fluido, mientras tus agudos y ahogados gritos le hacían barra a este par de animales, animándolos a acentuar la intensidad de la danza horizontal ejecutada en la pista de sábanas mojadas y calientes. Escenas dignas de publicar en cualquier enciclopedia respetable de educación sexual.
(“Mensaje enviado”)
¡Cuánta pasión, cuánta demasía de emociones pintadas de color rojo, resbalándose en el sudor de nuestros cuerpos pegados! Todavía veo el baño y rememoro la película en mi cabeza: estás tú, apoyada del lavamanos, hedionda a sexo del bueno, soplándote tú misma los senos empapados, recogiéndote el cabello, aún con la respiración agitada, intentando recomponerte. Luego yo, desnudo, llegaba y te abrazaba por detrás, reposaba mi cabeza en tu hombro y, con una sonrisa reflejada en el espejo, quedaba sellado el momento; sobraban las palabras, con esa forma de mirarnos ya quedaba sobrentendido que habíamos sido eficientes en nuestra placentera labor simbiótica. ¡Qué momentos, carajo! Y ni hablar de los “mañaneros” que echábamos, ni un niño en navidad esperaba con tanta emoción la mañana, ¡qué revolcadas! Te confieso que de vez en cuando me masturbo recordando ese buen sexo oral que me hacías, debo felicitarte, lograste una buena sincronización con la práctica, tú sabes, ésa en la que movías la mano enérgicamente y mantenías el sube y baja de tu cabeza sin perder la armonía de las acciones, como si Gustavo Dudamel te estuviese dirigiendo.
(“Mensaje enviado”)
Vamos, cariño, no te engañes, ¿o acaso me dirás que no te estás mordiendo los labios mientras lees estos mensajes?, dime que no sientes en este instante un latido caluroso en medio de tus piernas. Dime que no extrañas mi lengua acechando a tus pezones, mis manos cubriendo todo el terreno de tus nalgas calientes y el sonido húmedo de nuestros genitales chocando en cada penetración que te daba.
Sé que piensas en nosotros todavía. Es más, me atrevo a decir que debes haberme citado unas cuantas veces en la privacidad de tu baño, ahí sobre la tapa de la poceta, como sé que te gustaba darte placer. Es hora de meternos el orgullo en el bolsillo, reconoce lo que debes reconocer. ¿Que cómo harás con tus amigas y familiares? Pues nada, tranquila, no pienses en ellos; mándalos al carajo, que piensen que estás demente, necesitada de sexo, que eres una disociada, que necesitas ayuda clínica. Ignóralos, conmigo al lado te bastará.
(“Mensaje enviado”)
¿Entonces, qué me dices, amor? ¿Apuestas por olvidar lo ocurrido? ¿Deseas regresar a esos tiempos de magia y calor en donde vivíamos la felicidad menos efímera de nuestras jodidas y aburridas vidas?
Gracias por no interrumpirme, ya es una muestra para mí de que deseabas conocer todo lo que tenía por dentro atragantado para decirte. Es un símbolo de respeto y humildad de tu parte, no esperaba menos. Ahora sí puedes contestarme, cariño, espero con ansias tu respuesta y todo lo que piensas sobre lo que acabo de decirte. Con un gran abrazo como los de antes, de esos que te encantaban, se despide, por siempre tuyo, Gabriel.
(“Mensaje enviado”)
Del otro lado, una joven, con su celular en la mano, terminaba de leer estupefacta esas líneas; no podía creer lo que estaba leyendo. Se quedó pensativa durante cinco minutos, se echó una bocanada del cigarrillo de turno y, dejándolo reposar en sus labios, procedió a escribir su respuesta al emocionado caballero:
Mira, chamo, disculpa, pero Victoria me vendió este celular con línea y todo hace unos 4 meses. Ella se fue a Europa con su novio, él tiene la nacionalidad y la ayudará con ese asunto. Me da vaina contigo, creo que eres un enfermo, busca ayuda o algo, chao.
(“Mensaje enviado”)
Gabriel Núñez