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El mito esencialista de la Patria y el Pueblo

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EL MITO ESENCIALISTA DE LA PATRIA Y EL PUEBLO

 POR CARLOS SCHULMAISTER

Confieso que no creo en milagros, precisamente porque me pasé la vida buscando alguno, uno cualquiera que me convenciera de serlo, pero nunca lo hallé. Sin embargo, aun a mi pesar, a ciertos supuestos milagros famosos les guardo respeto, quizá porque temo que sean ciertos.

 Más lo cierto es que los milagros no existen. Fuera de la imaginación, la fantasía, la ilusión y la poesía nadie ha realizado ni observado jamás un milagro. La razón no ha comprobado  ninguno, por lo cual sólo es posible creerlos o negarlos.

 En todo caso, creer es una facultad de los individuos, no de la masa, de las multitudes, de la sociedad  o “el pueblo”, ya que estos colectivos no son sujetos ni individuos reales sino sólo virtuales. Ninguno de ellos posee cerebro, ni corazón, ni voluntad supraindividuales. Por lo tanto se puede hablar de ellos, pero ellos no pueden hablar, ni sentir, porque no viven.

 Por ello, decir -por ejemplo- que “los pueblos viven” es tan sólo una metáfora en el mejor de los casos y desde cierto punto de vista, como cuando algunos  devotos repiten muchos años después de su muerte que  “Fulano vive en el corazón de su Pueblo”. Pues bien, en este ejemplo no vive realmente ninguno de los dos términos, por más que la frase sea de una gran belleza.

 En el peor de los casos ello es pura mistificación, pues ¿cómo se compadece la contradicción entre la inexorabilidad de la muerte física individual y la pretendida inmortalidad de “el Pueblo”? ¿Cómo se compadece la unidad de la conciencia individual con una supuesta conciencia popular colectiva única y homogénea siendo que el pueblo está constituido por una suma de individuos que entran y salen de  escena y se caracterizan por la diversidad y el cambio constantes? ¿Cómo sería posible entonces el inexorable cambio individual dentro de un conservatismo colectivo? ¡Es un despropósito! A menos que la clave de esta ambigüedad estribe en los circunstanciales matices, connotaciones, vínculos y determinaciones históricas que encierre la frase  “su Pueblo”.

 Se han estudiado mucho los comportamientos colectivos de masas en situaciones concretas, obviamente  de gran escala como los grandes encuentros deportivos o los recitales artísticos juveniles, pero más se han estudiado los de los públicos que escuchan fascinados la retórica flamígera de dictadores o religiosos carismáticos mientras exhiben comportamientos, emociones y sentimientos frenéticos y ardientes, tan similares en uno y otro participante que pareciera que allí está presente y actúa un sujeto colectivo único y homogéneo.

 Las  causas y consecuencias de esas tres clases de  ejemplos, así como sus modalidades de producción,  no son las mismas en todos ellos. Por cierto, en todos opera la salida de si del sujeto hacia el fenómeno que contempla o del que participa) acompañada de entusiasmos colectivos que pueden llegar al delirio por la admiración de las habilidades y destrezas o por la belleza o virtud de los actos y actuaciones de los ídolos. Pero es  en la tercera clase de ejemplos (la de los fenómenos de propaganda e  inducción colectiva originados en el poder de   un orador político o religioso o de una escenificación asociada a un poder hegemónico, autoritario y no democrático) donde los individuos se encuentran más vulnerables que en los anteriores tipos de ejemplos, al punto de poder llegar a  su autoanulación.

 Claro que los fenómenos de alienación no se producen únicamente en casos o situaciones del tipo antes mencionado, es decir, dotados de excepcionalidad, monumentalidad y espectacularidad,  condiciones estrechamente vinculadas con espacios organizados de alta concentración humana. En la actualidad, y a diario, la alienación es reforzada en el individuo aun en solitario, mediante procesos de inducción de diverso origen tendientes a naturalizar y legitimar como verdaderos significados y sentidos que realmente no lo son. 

 En todos los casos, la centralidad de los procesos de alienación la constituye la pérdida de la autonomía del yo, la inconciente transferencia del yo propio a un orden superior o un imaginario sujeto colectivo que lo contiene y subsume, y que aparentemente piensa, siente, goza, sufre, anhela y ¡demanda! En suma,  ¡que vive por si  y para si sin tener en cuenta a sus miembros individuales pues éstos han renunciado inconcientemente  a serlo en términos autonómicos cuando comienzan a sentirse parte de eso nuevo que está fuera de ellos!

 Las entregas y pasajes del yo a lo que en esos casos algunos sienten como superior, se alimenta de imágenes y relatos que condensan y reproducen en el tiempo los efectos de tamaña mistificación más allá de las situaciones presenciales. Imaginería, representaciones y símbolos aluden a ella y la perpetúan al punto de que para algunos se convierte en espíritu que viene, sobrevuela las multitudes humanas y después cuando éstas se dispersan él se va.

 En libros, en canciones, en imágenes gráficas y audiovisuales, en  representaciones escénicas, en ciertos paisajes emblemáticos, se alude implícitamente a ese nivel superior  o bien su frecuentación por parte de individuos especiales parece convocarlo, por lo menos a algunos así les parece. Luego, las emociones se decantan y se transforman en creencias y convicciones que pasan por verdaderas siendo que están cargadas de irracionalidad; a partir de allí pueden llegar a abonar fanatismos y fundamentalismos ominosos sacralizados.

 El recurso a esta  impostura del sujeto colectivo viviente se registra ya en los albores de la civilización con la aparición de la idea  y el sentimiento difusos y ambiguos de la patria, pero será en el siglo XIX, siglo del socialismo, del romanticismo y de su combinación: el romanticismo social con el fantasma de la Revolución, cuando aquellos se liguen con la idea y el sentimiento de pueblo bajo los caracteres míticos y mistificadores tradicionalmente asociados a las masas, para llegar al siglo XX y aún al siglo XXI, usados y abusados hasta el delirio en la retórica y la oratoria política y social con renovado éxito por parte de todo aquél que procura agregar y controlar alguna porción de poder político y social para capturar la libertad intelectual y decisoria de los individuos.

 De modo que creer en la dupla Patria y Pueblo como entes  metafísicos (por lo cual se escriben ambos con mayúscula en la iconografía militante, sobre todo) es creer en  milagros.

 Esta creencia se refugia en el supuesto poder sagrado del mito, condensado en el relato correspondiente. Un poder que parece independiente de toda determinación humana, connotado de esencialismo, de una supuesta procedencia y naturaleza divina, pero que en realidad nace y sirve a las vanidades de este mundo, único ámbito y  forma racional de conocer el poder real y verdadero.

 La Patria no existe, es una irracionalidad histórica inventada por los poderosos para dominar las tierras, las haciendas y a sus  servidores haciendo que éstos  trabajen para ellos y vayan a morir en su defensa de ser necesario, con el premio consuelo de morar en la inmortalidad fantásticamente atribuida a los héroes.

 Esa Patria metafísica que se apoderó de nosotros mediante el culto y la liturgia de la guerra, de las banderas, de los himnos, de los relatos épicos y más cerca en el tiempo de los actos patrios escolares “fue capaz de generar” supuestos apostolados y misiones laicos como los que secularmente movilizaron las vocaciones militares de los ejércitos regulares, pero también las de  los guerrilleros de los años de plomo de argentina. Patria esencialista que dispensa gloria post mortem a quienes están dispuestos a  matar y morir por ella.

 Pues bien, esa imaginería sólo produce muertes y dolores atroces, por eso no nos hacen falta ya guerreros nacionalistas y patriotas en las fuerzas armadas sino soldados profesionales, así como tampoco nos hacen falta guerrilleros ni idealistas violentos que se  opongan a los primeros ni a nadie.

 Especialmente que ninguno de ellos, ni de otros, pretenda hablar en nombre de la patria ni del pueblo auténtico (escritas, véase bien, con minúscula) para supuestamente interpretarlos y representarlos pues eso tampoco nos hace falta. Los ciudadanos se expresan de mil maneras autónomas, concientes, racionales y democráticas si el clima de una sociedad así lo pondera y lo permite. Cuando esto no ocurre se está ante formas autoritarias de gestión política y social, por más que en los colegios del país se insista en la enseñanza de ciudadanía.

 De modo que caracterizar con rasgos esencialistas ciertos factores intervinientes en la vida sociopolítica es como creer en milagros, y como creer en la eficacia de los atajos, de los forzamientos de hecho y de derecho de la realidad de una sociedad dada para conseguir la concreción de ciertos ideales supuestamente elevados, tan elevados que supuestamente se codean con Dios o con diversos dioses paganos.

 La patria con minúscula no tiene nada de esencialismo, ni de metafísica, ni de hipóstasis ni epifanías, es de pura “pata al suelo”, sencilla y de alpargata como es la Argentina provinciana y América latina toda, y decir esto no implica caracterizar ese estado material como virtuoso pues ello constituiría  otra forma de  esencialismo, el de las imaginarias bondades y virtudes de los pobres que deben seguir siendo pobres para ser buenos y virtuosos y no contaminarse con los pecados y las maldades de los ricos (otro esencialismo más), “pobrismo”  asquerosamente utilizado por algunos que comen y comen muy bien hablando del  pueblo en nombre de éste pero congelándolo para poder subrogarlo en el ejercicio de su cuota de soberanía.

 “La patria -dijo una vez Juan Perón- no es la tierra, ni las vacas ni las cosas, sino la gente”,  y yo agrego la patria somos tú y yo,  nosotros,  vosotros,  los otros,  y todos juntos simultáneamente,  una mano tendida, una actitud solidaria, una mirada horizontal hacia el prójimo (es decir, el próximo, y luego el próximo del próximo y así hasta incluir a todos (los pueblos somos todos, nunca una parte) pasando por encima de las jurisdicciones de toda clase y las consiguientes fronteras.

 Verlo de esta manera es decir “nunca más” a la mistificación jerárquica, al purismo esencialista y a la univocidad de  las ideas de patria y pueblo, pues así siempre vamos a depender de la élite de arúspices, chamanes, canonistas y apologetas especializados en la interpretación de sus supuestos designios. Y como no podía ser de otra manera: ¡siempre mirando hacia el pasado!

 ¡Cómo si algún argentino medianamente instruido desconociera lo que estoy diciendo!

 En fin, mi musa, la que vela mis escrituras sin importarle el género, me insinúa un lugar común: que el mundo está lleno de milagros, pero que yo no puedo verlos. Y bueno… yo trato de aguzar todos mis sentidos. Pero no hay caso.

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En: http://www.elansiaperpetua.com.ar/?p=1302

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