Villa Regina, 8 de abril de 2011.
PRIMACÍA DEL ACTO SOBRE LA PALABRA
Y DEL MENSAJE SOBRE LA FORMA
POR CARLOS SCHULMAISTER[*]
Versión revisada y actualizada.
Cuando el abordaje de la obra literaria -tanto de ficción como de no ficción- obedece a impulsos personales antes que a obligaciones ajenas a la voluntad del potencial lector (por ejemplo cuando no es tarea escolar obligatoria ni investigación académica, aunque también cuando no obedece a un interés previo en ella o en su autor) la posibilidad de su lectura completa resulta a menudo azarosa.
Si el temerario que se aventuró a retirar un libro del estante resulta atrapado por las imágenes y colores llamativos de una cubierta realizada en papel de buena calidad, o eventualmente por el agradable olor a libro nuevo que de él emana, puede que siga adelante espiando furtivamente su interior.
Pero si el volumen huele a viejo, o si descubre que el autor utiliza un estilo demasiado alambicado y abstruso para su gusto en el tratamiento del contenido puede que desista.
Sin embargo, independientemente de cuál sea su decisión en las condiciones apuntadas, puede que la obra sea magnífica -por más que difícil-, que las hay en abundancia con tales características.
También es posible que una abultada cantidad de páginas y el tamaño microscópico de las letras empleadas lo abrumen sobremanera y lo lleven a sospechar que la obra posee un exceso de palabras respecto de las que él mismo u otras personas podrían reputar como necesarias o convenientes para dar cuenta del contenido inicialmente prefijado, lo cual también es muy frecuente.
Incluso, puede que los motivos que lo lleven a persistir o a desertar de la faena no tengan relación alguna con la obra en cuestión, sino que se deban a contar con un largo tiempo disponible por delante, el cual ha de llenar a como dé lugar -en el primer caso-, o bien, a todo lo contrario en el segundo.
Más aún, podría sentirse tan aburrido en ese momento que potencialmente fuera capaz de leer cualquier libro que cayera en sus manos, independientemente de que le agradara o que comprendiera sus mensajes.
Conociendo estas posibles formas de abordaje de una obra -amén de otras más elevadas que por cierto también son habituales- podría uno preguntarse si los autores deberían esmerarse en desarrollar su arte de forma tal que nadie pudiera escapar a su influjo. Por ejemplo, ¿con cuáles palabras, con cuáles combinaciones, con qué presencias y ausencias de ellas, o con qué extensión deberían escribir para que un eventual acto de lectura pudiera desarrollar íntegramente su ciclo?
Esta actual cultura universal letrada que lleva como mínimo unos seis mil años de existencia, a contar desde los testimonios más antiguos (hasta ahora) de escritura, ha llevado a la humanidad a creer que el conocimiento más profundo de los misterios y problemas de la existencia exige inexorablemente largas y complejas explicaciones. De allí que la sabiduría haya dejado de ser cada vez más una cualificación y un estado personal para aparecer como una acumulación de palabras en formato de libros. En definitiva, algo que se halla por fuera de la interioridad humana.
La mayoría de las personas -artistas o no- saben o presienten que para comunicar no deben hacerlo con exceso ni con carencia de recursos expresivos; antes bien, deben hallar el punto de equilibrio más adecuado entre esos extremos para alcanzar sus propósitos iniciales.
No obstante, los creadores jamás creen que sus obras estén acabadas, o que no podrían haberle agregado algo más, o que respecto al asunto desarrollado esté dicho todo lo que se podría decir. Y tienen razón, un átomo se conecta con el Universo y viceversa, y el artista va y viene en ambas direcciones, pero la extensión del camino que ha de recorrer, el ritmo que ha de llevar su paso y las vivencias que ese tránsito le depare constituyen algo absolutamente personal y singular.
De hecho, un artista puede producir una obra cuyo efecto sobre el espíritu y el entendimiento del lector sea de una magnitud tan arrolladora como la violencia ejercida por un tsunami en los espacios que recorre, en este caso el cuerpo y el alma del lector. Por lo contrario, puede escribirla con parquedad y sencillez expresivas, con alusiones y rodeos, insinuando o connotando con delicadeza y austeridad verborrágica estados, emociones o situaciones que no dejarán impasible al lector sino que lo estremecerán con otro tipo de movimientos y vibraciones de su alma y su cerebro.
Los grandes creadores de todos los tiempos siempre han sabido que hasta el asunto más grande y más complejo puede ser expresado con austeridad elocutiva, asociándolo y connotándolo con la riqueza y la grandeza que paradojalmente se revela en lo más pequeño.
El secreto radica en las palabras elegidas tanto como en las desechadas; en los relatos construidos y en las imágenes producidas, pero también en las resonancias que todo ello produzca en el lector.
De modo que todo comunicador expresa -mediante cierta cantidad y calidad de palabras- más y menos simultáneamente que lo que el receptor podría esperar, o que lo que un tratamiento acabado o transparente de algún asunto ameritaría en determinados contextos.
Ciertamente, las palabras también se utilizan deliberadamente para producir efectos opuestos a las originarias funciones denotativas de las cosas tangibles e intangibles. Así, las palabras se usan para confundir, para engañar, para ilusionar falsamente, para escamotear la verdad, para distorsionarla o enmascararla, para complejizar su entendimiento o directamente para negarla.
Por las dudas, siempre es preferible para una comunicación honesta utilizar expresiones sencillas y veraces antes que rebuscadas, confusas o falsas, como ocurre cuando alguien habla con su contador o su médico, o cuando en medio de una crisis el presidente o el ministro de economía de una nación se dirigen por televisión a la población: todos quieren escuchar la verdad sin vueltas, y toda la verdad, por más dolorosa que sea.
Naturalmente, todos tienen apetencia de verdad, por lo menos la mayor parte del tiempo, pero la expresión sencilla, ruda y directa es preferida no tanto porque se la represente generalmente como vehículo y ropaje de la verdad, sino por el común instinto defensivo de la humanidad por causa de la experiencia acumulada históricamente respecto de que las palabras y sus adecuadas combinaciones han servido y sirven tanto para el bien como para el mal.
Con palabras y discursos elaborados se justifican y legitiman también los poderes injustos y opresores. Cuanto más injusto es un poder, más palabras, más teoría y más recursos adicionales necesita para convencer, persuadir o disuadir, pero una vez logrado su objetivo el convencimiento generado se convierte en doctrina oficial que disciplina, moldea y reproduce los pensamientos colectivos posteriores, claro que requiriendo para ello un alto costo de mantenimiento en múltiples aspectos.
En cambio, la verdad, la belleza, lo bueno, lo justo, requieren pocas palabras para ser comprendidas, amadas y mantenidas prácticamente sin costo alguno en sus repositorios finales: los corazones y los cerebros humanos.
De ahí que las palabras no valgan por si mismas. No las hay bárbaras o civilizadas, ni buenas o malas, y las que en ciertos contextos históricos resultan “inadecuadas” o “incorrectas” en otros pueden aparecer normales y hasta deseables.
¿Que hay palabras que matan, que laceran, que duelen o incomodan?, ¿que hay otras que liberan, que acarician, que son bálsamos?
No es cierto, las tribulaciones no nacen de las palabras implicadas en esas acciones sino en los vericuetos del corazón y la mente de quienes las pronuncian o escriben, de quienes las escuchan o leen, de quienes aceptan o rechazan sus significados y sus intenciones, como enseñaron Epicteto y Marco Aurelio dos milenios atrás y antes que ellos los estoicos y los cínicos. De ahí que, por ejemplo, la palabra “negro” no sea culpable de nada cuando es proferida con un rictus despectivo en la boca y/o con intención de agraviar, ni tampoco será “buena” cuando alguien la utilice para referirse cariñosamente a una persona de tez oscura, como de hecho también ocurre.
Tampoco existen palabras sagradas. Dios no es una de ellas, tampoco Patria ni Libertad, como con frecuencia se oye y se cree. No son ellas quienes generan -ni al pronunciarlas ni al ser pensadas- los presuntos bienes espirituales atribuidos a aquello a lo que aluden, ni tampoco son responsables por los crímenes cometidos en su nombre. Son sólo palabras históricas, humanas, contingentes.
No tienen poderes mágicos que al ser pronunciadas produzcan hechos antinaturales, no existen aquellas que jamás deban pronunciarse so pena de acarrear súbitas calamidades, ni –a la inversa- que sean en si mismas portadoras de ventura. Cualquier creencia en tal sentido está más cerca de los mitos y la superstición que de la razón.
No existen palabras adecuadas ni inadecuadas, ni bellas ni feas, ni delicadas o chabacanas, y pese a ser en primera instancia sólo aire y sonido tampoco huelen. Por lo tanto, el tan mentado carácter escatológico de la palabra “mierda” es sólo una figuración que depende de las intenciones del hablante. Así, para algunos es un gesto de refinamiento social desear mucha merde en francés, idioma que algunos califican de “dulce” a pesar de que no sabe a nada; lo cual muestra que las palabras tienen sentidos diferentes en función de códigos particulares dependientes de variables idiomáticas, sociales y culturales particulares.
No son las palabras sino sus contenidos simbólicos las que efectivamente tienen propiedades, es decir, las ideas buenas y malas, bellas y feas, justas e injustas, tiernas o duras. Son precisamente la belleza o la fealdad, la bondad o la maldad, la justicia o la injusticia, la ternura o la dureza de aquellos las que engañosamente recubren sus ropajes, es decir las palabras, para engalanarlas o degradarlas.
En ciertas épocas y lugares las ideas de blanco, cristiano y católico eran consideradas buenas y las de negro y judío malos, derivando de allí la costumbre de sustituir los respectivos términos por expresiones como “hombre de color” o “hebreo” por considerar que al aplicarlas en casos concretos se podía llegar a ofender a sus respectivos destinatarios.
Todos juzgamos por las apariencias en lugar de penetrar las esencias de las cosas, de los hombres y de sus comportamientos. De ahí que nos equivoquemos tanto. Las palabras no son ropajes que hermoseen ni afeen a las ideas que transportan, aunque puedan enmascararlas. Ellas son sólo medios para el fin de expresar las ideas y éstas son las que han originado a aquellas. Por eso los eufemismos refinados no valen por sus formas sino por la idea y la intención que conllevan. Es lo intrínseco de las ideas, sus esencias, lo que importa, y no si vienen envueltas en harapos o en telas de lujo.
Por eso es apreciado que las palabras -en tanto que soportes y vehículos- se correspondan con las reales intenciones de los hablantes en lugar de ser deformadas, distorsionadas y gastadas. En la vida cotidiana la variedad, la riqueza, la precisión o la pertinencia del lenguaje no garantizan la sinceridad de lo que se expresa, ni, a la inversa, tampoco la sinceridad y la intensidad de las ideas o los sentimientos expresados en palabras dependen de aquellos cuatro factores. Si así fuera los lacónicos, los parcos, los de menor bagaje lingüístico aparecerían fatalmente exiguos de sentimientos y de sensibilidad finos, de humanidad en suma. Consideración clasista que supone que los “incultos” con pocas palabras en sus mochilas, o quienes no conocen una variada gama de acepciones o no las combinan con arte son brutos, palurdos o guarros incapaces de amar y poseedores de una sensibilidad inferior a la de los letrados y “cultos” porque no han hurgado en el cofre donde se guardan las 300 definiciones del amor, o porque no leyeron una novela romántica en su vida, o porque no conocen aquel famoso verso de Fulano de Tal.
Claro que la alternativa a la propuesta de Ángel Gabilondo en el III Congreso Internacional de la Lengua en Rosario, año 2004, siendo rector de la Universidad Autónoma de Madrid (en 2011 es ministro de Educación de España), de buscar apasionadamente la justeza y precisión de las palabras pues de lo contrario se ha de desmoronar el Universo, no es – sobre todo si no se cree en ella- apelar a “liberar” el uso de las llamadas “malas palabras”, ni la reducción del lenguaje a un mínimo básico, pues así como es falso el supuesto de la superioridad ontológica de quien se expresa en un lenguaje trabajado, elevado o complejo, también lo es aquel que asocia la nobleza o la pureza del ser con el status de pobre o con la posesión de un elemental bagaje de palabras.
La lengua, y mejor el habla, es un hecho de libertad; de ahí la diversidad y los múltiples niveles de expresión lingüística. También la sencillez, como la complejidad o la sofisticación del habla son hijas de la libertad, y deben admitirse como otros tantos datos de la diversidad con que se presentan las cosas culturales y sociales; sin olvidar tampoco la existencia de procesos massmediáticos de dirigismo institucional, y de fenómenos de snobismo y excentricidad que distorsionan y mercantilizan los procesos de producción del habla, y consiguientemente de la escritura, instalando formas de decir reputadas de aceptables, convenientes o deseables -aquel anhelado “hablar bien” de Gabilondo- e incluso como formas de vocabularios técnicos que se cubren de prometedores valores de cambio y simultáneamente de escasos valores de uso que condenan a silencio los lenguajes populares no escritos, no oficiales ni institucionales.
Es absurdo reprimir las formas del habla por exceso o carencia de significación o de eufonía, o por otras razones, como también es ridículo canonizar sus significados y hacerlos obligatorios, sobre todo por ser ello fruto del poder dominante por más que puedan encubrirse bajo apelaciones a “hablar bien” o a la “democratización de la distribución social de las palabras”, o de “los significados”. Lo cual no es otra cosa que lo que se viene haciendo a través de todos los sistemas educativos oficiales y cuyo resultado en los últimos quinientos años ha sido que los pueblos originarios de América, Africa, Asia y Oceanía hayan perdido para la interacción social sus lenguas vernáculas no escritas, debiendo adoptar las palabras de sus dominadores hasta para maldecirlos, como ha dicho el poeta con belleza y precisión.
Por eso entendemos, desde este lugar del mundo, que primeramente hay que democratizar el derecho a la acción, a la acción de habla y a la acción en general, pues en ella lo fundamental es comunicarse, entenderse, pues de nada sirve la palabra sin los hechos, sin mensaje ni contenido, sin propósitos ni fines, como no sirve un hermoso vestido femenino sin un bello cuerpo debajo.
Los 90´s en Argentina demostraron que no se democratizan ni compensan las diferencias culturales ni las sociales con seudo revoluciones educativas en tanto la economía que entiende la gente (no la de los economistas) se achica. Hoy se llama sistémico el enfoque que postula la necesidad de operar simultáneamente con todas las variables y campos de la vida social y no con uno o algunos de ellos. La idea es vieja, la palabra no. Por lo tanto se debe trabajar socialmente para transformar la educación al mismo tiempo que se construye una sociedad cada vez más democrática, justa, igualitaria y solidaria en lo político, económico, social y cultural. Hombres educados y cultos serán mejores individuos, mejores compatriotas y mejores ciudadanos, más justos y útiles a la sociedad en cualquier puesto que les toque ocupar en ella; en consecuencia impulsarán siempre con entusiasmo el crecimiento educacional y cultural de su nación.
Actualmente en América latina son tantos los pobres devenidos en “impedidos culturales” que la lucha por la transformación de nuestras sociedades los cuenta en el sector mayoritario. Sin embargo, a pesar de su vulnerabilidad vienen dando cada vez mayores muestras de convencimiento en sus respuestas y en la formulación de sus objetivos, y sobre todo de crecientes cuotas de voluntad y solidaridad para llevarlos adelante, quizá porque son a la vez quienes más urgencia tienen por cambiar su propia situación.
En consecuencia, hoy más que nunca continúa vigente el clásico res, non verba. Los hombres se dan a si mismos fundamentalmente en los hechos y en las obras más que en los discursos, los que, como descubrieron los sabios antiguos hace muchos miles de años, cuanto más largos y complejos, menos dignos son de merecer confianza.
A despecho del pensamiento de aquel Gabilondo, vale la pena reiterarlo, ni la verdad ni una aproximación a ella van necesariamente asociadas a códigos expresivos determinados, del mismo modo que ni la palabra es veraz ni tampoco falsa en si, como sí pueden serlo la intención y el mensaje.
El mundo está lleno de palabras con sofisticadas combinaciones presentadas como justas y veraces cuando sólo son formas eufemísticas de la mentira, la dominación y la explotación de los hombres. Por lo tanto, no serán las palabras ni su frecuentación las que transformen el mundo sino las acciones que nazcan de la intención y la voluntad.
Por otra parte, si la racionalidad y los valores verdaderos -no los de moda o de mercado- no ocupan la centralidad de las relaciones humanas ¿cómo podremos estar alertas y con sentido crítico ante la proliferación de tanta palabra-hojarasca como la que hoy pulula?
La humanidad tiene muchas cosas para compartir y muchas por las cuales luchar. Los pueblos del mundo se entienden fácilmente cuando existe la intención y la voluntad de entendimiento, por más que utilicen palabras de significados multívocos. Y aun cuando las palabras realmente necesarias para ese entendimiento no existieran, ellos las generarían rápidamente sin necesidad de recurrir a palabras-uniforme, o sea palabras validadas por el sistema para arribar al feliz término prefigurado por los que mandan el planeta.
Aun así, en el hipotético caso de que no las hallaran se expresarían de otra manera, con las depreciadas voces mencionadas por Gabilondo más de un lustro atrás.
Por cierto, en la historia abundan palabras con significados veraces, que es necesario y deseable que vuelvan a ser reconocidas y utilizadas pero cargándolas de sentidos nuevos en orden a las necesidades de la realidad actual, desde los intereses colectivos alineados al bien y no meramente de las apetencias individuales o corporativas cuando éstas se oponen a aquellos.
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En: El ansia perpetua -8 de abril de 2011- http://www.elansiaperpetua.com.ar/?p=474
[*] Carlos Schulmaister es maestro, profesor de Historia, Máster en Gestión y Políticas Culturales en el MERCOSUR, docente durante más de treinta años en el área de Pedagogía y Didáctica de las Ciencias Sociales en institutos terciarios del profesorado, gestor cultural, escritor y columnista en diarios del país y el exterior. Es autor de De la patria y los actos patrios escolares; Los intelectuales: entre el mito y el mercado; Gestión cultural municipal. De la trastienda a la vidriera; y otros títulos.