En la mejor secuencia de 9 Songs, la película de Michael Winterbottom que narra la historia de un pareja que se conoce en un concierto de Black Rebel Motorcycle Club y a partir de ahí vive un intenso romance sostenido básicamente en sexo y conciertos de bandas indies a los que acuden regularmente, la protagonista sufre un breve periodo de depresión que le impide acompañar a su chico al concierto de Super Furry Animals. El chico luce perdido durante el toque, se fuma un cigarro y ve al vacío en vez de mirar al escenario, la cámara enfoca a los asistentes pogueando y coreando las canciones mientras el protagonista comenta en off: “cinco mil personas y aún así puedes sentirte solo”.
No recuerdo otra película que haya mostrado con tanta contundencia lo que se siente ir a un concierto de rock luego de que se ha ido a muchos, o mejor dicho, luego de que se ha cobrado conciencia de “qué es” ir a un concierto.
Ese sentirse solo puede ser el terror de muchos en Venezuela, donde experiencias que usualmente solían ser de disfrute a los sentidos tales como ir a la playa, ver una película en el cine, o ir a un concierto, se han convertido en curiosos ejercicios de hipocresía social.
Ahora la gente no va a la playa a broncearse y disfrutar del mar, sino a escuchar reggaetón a todo volumen, exhibir la machito y también a la mami-culito explotada. La gente dejó de ir al cine a ver películas y ahora los cines, hacinados en centros comerciales, son los sitios de reunión perfectos para cualquier grupo de mono-neurales con serios problemas de personalidad, quienes se dedican a impedirles a los demás el disfrute de su película. Incluso, ahora hasta sacan los blackberrys en medio de la proyección para tomarle fotografías a la pantalla.
Esta generación ya no cultiva recuerdos sino fotografías. Decir eso, me asusta. Me hace sentir viejo. Veo a mis treinta años más cerca que mis veinte, y eso me hace preguntarme si saco esa conclusión porque estoy llegando a ese momento bastardo al que suelen llegar las personas de treinta, cuando comienzan a ver con cinismo todo lo que implica ser joven.
A mí siempre me ha parecido reaccionario eso de odiar las actitudes de los jóvenes. Me resulta patético y triste que alguien empiece a añorar lo que fue y a detestar lo que viene. O., ya escribió una excelente crónica al respecto.
Sin embargo, y a riesgo de sonar viejo, hay veces que uno comprende porqué gente como Ibsen Martínez huyó despavorida de Twitter, lamentando la superficialidad de escribir todo el día cosas como: “Preparando un revoltillo con arroz para el almuerzo”.
Lo comprendo al contemplar ese gusto por la nadería que sienten algunos, ese espíritu de “status social” que las redes sociales parecieran otorgarle a unas personas que tienen mucho de tercermundismo aspiracional encima, y muy poco de status por supuesto. Van a conciertos de bandas que no conocen, van al cine a ver películas que apenas miran, van a la playa a hacer de todo menos disfrutar el mar y emborracharse, que es lo que yo hice siempre en la playa. Porque el asunto es tomarse una foto, pal feisbu.
Demasiado provincianismo para mi gusto
Y repito, digo esto a riesgo de sonar reaccionario viejo y conservador. Así como suenan los analistas del ininco cuando hablan sobre la televisión. Así como esos intelectuales ladillas de la izquierda caviar hablando de “transculturización yanqui”.
Todo esto viene a cuento por el concierto de ayer.
Es imposible que a uno no se le salga la misantropía, el Fernando Vallejo que todos llevamos dentro, cuando te sientes rodeado de gente haciendo cualquier cosa menos disfrutar la vaina. Todos tuitean. Todos llaman a alguien para contarle que están ahí. Todos graban todo con los teléfonos. Y, algo insólito, ahora a todos les dio por mandar voices notes con sus blackberrys.
A mi lado, un estereotipo femenino de unos veinte años ha enviado como diez notitas de voz, mientras tocaba Galgo, mientras tocaba Vinilo, mientras tocaba Zoé, durante los periodos en que una banda se bajaba y se montaba la otra, mientras iba a comprar una bebida, cuando regresaba con la bebida en la mano, cuando se fue un momento al baño, cuando volvió del baño y presumo que mientras miaba/cagaba también.
De pana y todo, sin malintensidades de ningún tipo. ¿Qué coño les pasa a algunos? ¿En qué momento la gente dejó de ir a los conciertos a tripear y comenzó a ir con blackberrys para marcar asistencia y demostrar que sí estuvieron ahí, que sí son cool, que no están outs? ¿Qué clase de tarado tuitea algo como: en este momento tocan una que no me acuerdo; ahora tocan una que no me sé; suena una ahí que no sé como se llama, dice algo del corazón atómico je je je?
¿Es acaso que el enclaustramiento en que se encuentra la clase media, producto de la inseguridad, nos lleva a asistir a cualquier cosa con tal de no quedarnos en casa?
En palabras de Kelly Martínez: “Somos una “ciudad” ansiosa de vivir y por otra parte, bien lo sabemos, aquí nunca pasa nada. Sin embargo (y hay que hacer aquí una irónica y reflexiva extensión en la pronunciación de la sílaba “go”)…hay en nosotros una constante necesidad de eso que bien hemos llamado “figurar”.
(¿Cómo las misses? ¿Aspirantes a qué corona?)
Me incluyo. Es difícil no hacerlo después de quince años. Sin embargo (mismo tono), toda trampa es siempre eludible.
Hazlo, pero que te vean. Cultura Venevisión, cultura showcito. Que te vea todo el mundo. Que todos sepan que estás allí, que lo estás haciendo”.
Llegué al Sambil pasadas las dos y media de la tarde. Los venezolanos, que amamos la burocracia, nos encontramos con ese curioso sistema de TuTicket.com: vendernos entradas numeradas, para luego mandarnos a hacer una cola para cambiar un instaticket, que luego se transforma en otra cola para entrar. ¡Brillante! Luego nos dicen que no habrá canje, sino sólo verificación de código de barras.
En el pasado había ido a otro concierto que involucraba a Tu Ticket, allí el proceso de canje había sido un paseo. Pero no fue este el caso, una hora en una cola y una hora en la otra. Mal servicio al ánimo, en palabras de Atamagog.
Ya adentro, pude escuchar una parte del toque de Galgo, una banda de pésima factura, promocionados como venezolanos/españoles que tocan en inglés. Es probable que la banda consiguiera abrir el “mini-festival” por ser el proyecto musical de David Rondón. La gente de Galgo se tiró un soporífero set, en el que destacó un guitarrista bien fallo y un inglés que sonaba como: ai kan toc güachintón tú.
Fatal la presentación de este grupo.
Luego llegó el turno para Viniloversus. No hay nada que decir sobre Vinilo, ayer demostraron una vez más su fuerza sobre la tarima. Sonaron muy bien y más allá de que les guste o no su música sería mezquino negar que son de las mejores bandas venezolanas en vivo. Tocaron el set habitual, con la única sorpresa de cerrar interpretando “Acelera”, cosa que creo que no hacían desde la gira del primer disco hace tres años.
Finalmente, las notas de “No hay dolor” daban la bienvenida a Zoé.
Los conocí gracias a una amiga, que ahora está alejada de mí, pero a la que siempre le voy a agradecer el haberme mostrado a esta banda. Cómo suele suceder, luego de oírlos por primera vez en su carro, la música de Zoé comenzó a recordarme a alguien, alguien que espero que haya ido ayer al concierto y haya coreado “Poli” como yo lo hice.
De Zoé me sedujo su música, a pesar de sus críticos que los acusan de ser una versión potable del Cerati más electro-rock. Hubo algo en sus letras que se quedó conmigo. Más allá de que los señalen de hacer composiciones cursis, o de que algunos no soporten esa manía de intercalar frases en inglés en las líricas de muchas de sus canciones. Me hice fanático de la banda después de escuchar sus primeros discos y su extraordinario Reptilectric, el mejor álbum que han hecho.
En vivo, Zoé suena igual a sus álbumes. Y esto es un halago. Suele pasar con los grupos que combinan rock con electrónica que pierden mucho en directo, ese sonido que los distingue se desvanece cuando en tarima no pueden reproducir los efectos (y efectismos) del estudio. La primera sorpresa respecto a la banda es lo bien que se escuchan en persona, la precisión inglesa con que sueltan sus secuencias y ejecutan la música sobre ellas.
Una extraordinaria versión de “Reptilectric” terminó por meterme de lleno en el toque, y de ahí en adelante fue sólo disfrutar de una de mis bandas favoritas.
León Larregui carece de carisma. Apenas y si saludó al público con un escueto: hasta que se nos hizo venir. Es un honor estar aquí.. De resto, cantó. Jugaba con el paral del micrófono y daba saltos en los temas más movidos, pero siempre introspectivo, alejado del público. Y tal vez eso fue lo mejor de la noche: disfrutar sólo de las canciones y la música, sin mayores interrupciones. No sé, siempre supuse que un concierto de Zoé sería así.
“Sombras”; “Vynil”, con megáfono en el coro; “Vía Lactea”; “Miel”; “Nada”; “Peace & Love”; “Fantasma”; una extraordinaria “Últimos Días”; “Corazón Atómico”; “No Me Destruyas”, que también sonó enorme; y “Soñé”, con la que hicieron la falsa despedida, se sucedieron una tras otra, en ejecuciones perfectas.
El encore se dio con “Poli”, mi canción favorita; una melodramática balada sobre un amor no correspondido. “Luna” y “Dead”, dieron pie a que Larregui finalmente se permitiera un momento de espontaneidad y cantara unos versos a capella de “Paula”, sin duda el tema que junto a “Rockanlover” faltó en el concierto, y cerrara con “Love”, además de unos raros acordes en cumbia-tex-mex de “Vía Lactea” que sonaban al final.
Fue un buen concierto, al menos para los que estábamos viendo la tarima y no nuestros teléfonos.