Me explico. ¿Usted quiere ver una película? Basta hacerlo en «streaming» (ya que las leyes de derecho de autor aún no han legiferado sobre el tema); ¿Usted quiere escuchar un disco? Basta con buscar un buen sitio de escucha en línea. ¿Desea hacer un cortometraje, escribir un libro, grabar una pieza de música? Hoy en día, tenemos la posibilidad de procurarnos los programas para hacerlo. Estos están allí y son accesibles, a pesar de que los políticos crean que pueden pasar leyes para detener el intercambio de archivos en Internet.
Internet se ha convertido en el lugar de todos los sueños, de todas las posibilidades. Es una comuna hippie virtual donde los ciudadanos pueden encontrar una forma de emancipación ante las corporaciones transnacionales y su hambre de poseerlo todo, privatizarlo todo, comercializar todo.
Sin embargo, esto no durará mucho tiempo y pronto asistiremos a la lucha descarnada entre las corporaciones que se disputan este espacio para apropiárselo y privatizarlo. Internet es como el Far West norteamericano, en la época de la colonización, donde los inmigrantes partían al galope sobre las tierras vírgenes para enterrarles su bandera y reclamarlas de su propiedad.
En esta carrera sin fin, nosotros somos los indiecitos que observan, desde lo alto de la colina, cómo estos desconocidos se reparten nuestra tierra, nuestro espacio virtual, nuestros sitios de intercambio en línea.
Todo esto enmarcado –en-mar-ca-do, no somos salvajes, ¡eh!- en un ejercicio retórico con aires pseudos leguleyos donde, acá Amazon, acullá Apple, bajan sus pantalones para medir su virilidad ante el público de esta batalla grotesca.
¿Recuerda el científico que pretendía registrar el ADN humano bajo su nombre? Según él, si usted tomaba medicamentos que afectaban su ADN (como los esteroides), debía pagarle a él, ya que estaba cambiando su ADN. Claro, dirán algunos, él fracasó; pero eso no impidió que la corporación Monsanto registrara y privatizara los tomates. Dicho de otra manera, esos cow-boys enterraron su bandera en todas nuestras ensaladas.
¿Exagero? ¿Y la señora que pretendía adueñarse del sol? Sale a caminar un día soleado y, ¡zas!, pague los royalties correspondientes…
¿Y la empresa que vende parcelas en la luna? Invierta ahora. Sus nietos le agradecerán cuando construyan una mansión en un cráter.
La luna, el sol, el Far West americano, Internet; ¿existe alguna diferencia? Para nada, cuando se trata de apropiarse de un bien (otrora público) para explotarlo y hacer dinero, justificando esto con el discurso neo-liberal radical («nada es gratuito, alguien tiene que desarrollarlo», etc.).
Lo que nos salva es que las leyes de Derecho de Autor no han cambiado (aún) para incorporarse al mundo 2.0. Las palabras «streaming» y «descarga» no aparecen en las leyes sobre el Derecho de Autor y deben ser interpretadas. Es por ello que nadie sabe muy bien cómo regular los sitios de intercambio o si Spotify debería pagar más a los artistas por disponer de sus discos.
Cada uno interpreta la ley como mejor le conviene (es el Far West, no lo olvidemos), por lo cual toda cultura o producción cultural se reifica como mercancía y es evaluada bajo un criterio simple, pragmático y directo: cuánto cuesta ahora.
Es por esto que debemos prepararnos a escuchar argumentos sobre por qué debemos pagar por cosas que ya nos pertenecen. Los indiecitos podremos ver a los cow-boys de Amazon, Google y Apple despedazarse en la lucha alrededor de la nueva aplicación «Amazon Cloud Drive«, que le permitirá disponer de un disco duro virtual en línea. ¿El único problema? Amazon cree que los usuarios deberían tener el derecho de subir sus archivos, películas y discos, sin pagar, mientras que Google y Apple se encuentran en discusiones para tratar de rentabilizar el sistema. Según ellos, usted deberá pagar para escuchar la música que se encuentra en su ordenador y que ya le pertenece (es igual a tener dos iPods porque no pueden sincronizarse sino con un número limitado de ordenadores).
Pero nadie puede ganarle a la editorial Harper-Collins en lo que respecta al pillaje del mundo de los libros electrónicos. Según estos cow-boys, sus libros electrónicos estarán disponibles en las bibliotecas públicas de los Estados Unidos por un período determinado: 26 descargas de usuarios (a pesar de que sólo uno puede descargarlo a la vez). Después de este tiempo –más o menos un año, grosso modo-, las bibliotecas deberán pagar otra vez para procurarse el libro que ya tenían en su catálogo.
Vemos por qué el panorama es sombrío en lo que concierne a la Internet, nuestros derechos y nuestro uso de ella. No es osado afirmar que, después de las batallas legales, siempre seremos nosotros, los usuarios, quienes perderán. Es factible creer que, en el futuro, no dispondremos de Spotify gratuito (ya es el caso), ni de sitios para visionar películas en «streaming» o intercambiar contenidos.
Hay que aprovechar, ahora. Hagamos películas. Grabemos discos. Publiquemos libros. Pronto, todo esto será demasiado caro.
Desde acá estaremos avanzando ciertas ideas orientadas en ese sentido, sobre cómo hacer cortometrajes sin presupuesto o publicar novelas de manera virtual.