El Hospital se encontraba vacío y tranquilo, demasiado tranquilo, tomando en cuenta que se trataba del último fin de semana del mes. ¿Dónde está el bullicio, el desorden, los gritos? Me pregunté. Después de todo, la ciudad se pone violenta los quince y los últimos.
Caminé por el corredor principal que da al área de emergencia. Las luces del techo titilaban, y por momentos dejaban de funcionar dando paso a las luces de seguridad. Ese constante pestañeo me molestaba, me aturdía, pero no por ello dejé de caminar. Quería descifrar de una vez por todas el rompecabezas de lo que allí ocurría.
Tenía un mal presentimiento. El silencio, el pasillo precariamente iluminado; la ausencia del vigilante en la entrada, de los pacientes y del personal en general. Todo ello me decía que algo había pasado o estaba a punto de suceder.
Finalmente, llegué a la sala de emergencias. Entré sin vacilar y un hedor a sangre, impregnado en el ambiente, me dio la bienvenida.
-Proviene del ala de trauma.- Dije, mientras apresuraba el paso. Estaba ansioso por encontrarme con aquello que la violencia callejera nos hubiese dejado para trabajar.
-¡No!- solté de golpe mientras me detenía. – No viene de trauma, proviene de pediatría… o tal vez de observación general, o… ¿De dónde carajo proviene ese olor? ¿De todas partes?
Me acerqué a un pequeño cubículo que estaba a mi derecha, lo hice por azar más que por decisión propia. Corrí la cortina, muy despacio, develando así la primera pieza del rompecabezas:
Sobre una camilla yacía inerte un sujeto de unos treinta años. Era sumamente alto, tanto que la sábana de color azul solo le cubría del pecho a las rodillas y sus piernas colgaban en el aire a pocos centímetros del suelo.
Caminé hasta él. Toqué su mejilla, aún estaba caliente. Revisé el pulso, no tenía. Una de sus manos sostenía un papel arrugado, era la historia médica en dónde leía: gastritis.
-Gastritis ¿Has muerto de gastritis?-Pregunté al vacío, pensando en voz alta.
Pero el muerto pareció escucharme y separó sus mandíbulas a modo de respuesta, dibujando así un rostro de espanto y de dolor. Parecía como si el muerto gritara desesperadamente.
Esto no pinta bien, nada bien. Pensé, y me dispuse a revisar su abdomen levantando la sábana que empezaba a mancharse de sangre.
-¡Dios mío! – exclamé sin coraje o estomago para presenciar aquello. A los pocos segundos vomité la cena (algo parecido a unas papas fritas y alimento sintético sabor a carne).
-¡Dios mío, que asco, ayuda!- Volví a gritar al tiempo que un temblor febril se apoderó de mi cuerpo. Las piernas me flaquearon. Como pude, logré sentarme en el suelo.
Puntos y múltiples haz de luz multicolor nublaron mi visión. Y aquellos rayos se mezclaron con una sombra enorme que eclipsó de pronto la blanca luz que iluminaba al cubículo.
Voltee hacia atrás lentamente y tomando mi estetoscopio cual reliquia religiosa descubrí la causa de la sombra: una silueta oscura, de proporciones ajenas a lo humano, con brazos alargados que arrastraba por el piso, joroba prominente de donde salían purulentas espinas y fauces amenazantes que expedían un aliento fétido y venenoso.
Aquella criatura nauseabunda me tomó del cuello con sus garras, levantándome en un rápido y violento movimiento. Era imposible hacer resistencia.
Me llevó de nuevo ante aquella camilla, en donde yacía el hombre con la indecible herida en el abdomen, mucho más horrenda que el monstruo que me tenía cautivo.
-¡No!-Grité con los ojos desorbitados. – ¡No quiero verlo!
-¡Es tu culpa!-Me reprendió el monstruo- ¡Es tu culpa y debes pagar por ello! ¡Debes sufrir por ello!
-¡No, no!-Continué diciendo con la voz ronca y entre sollozos. Continué diciéndolo hasta que logré levantarme al comprender que se trataba de una pesadilla.
Y así fue como el viernes pasado me desperté en la madrugada bañado en sudor, con restos de vómito en la pijama y jurando por todos los santos: -¡Nunca más comeré el combo del día de McDonalds!
Fin.