Luego de tantos años sufriendo una guerra de desgaste contra un estado que claramente me odia (y a ti probablemente también), no puedo dejar de tener sentimientos encontrados con las acampadas en las principales plazas de España.
Por un lado, entiendo que es una de las pocas formas de propuesta efectiva que tienen los españoles: las marchas ocurren un día y luego nadie las recuerda, pero una acampada en la semana final de la campaña, le arruina la agenda a todos los políticos que ya estaban enjugándose las manos. Es una bomba fétida en el sistema, tremendamente efectiva.
Por otro lado, encuentro destellos de patetismo que, como venezolano, me son muy cercanos: jóvenes bailando, haciendo una fiesta de cacerolas, otros haciendo botellón con la guitarrita y la ganja, otros con discursos grandilocuentes y otros sin saber claramente porqué están allí, a pesar de que haya manifiestos muy claros.
Pocos se detienen a pensar que romper con el sistema es un trabajo diario y que requiere (aún más) sufrimiento. Pocos piensan en cosas como las que escribió Héctor Palacios el otro día: la idea no es conseguir reivindicaciones porque, por ejemplo, tres de las peticiones que hacen los españoles, las tenemos en Venezuela gracias a Chávez y eso no nos ha sacado de nuestra barrena.
También hay que admitir que pocos perderían la oportunidad de hacer una acampada, una fiesta en la calle. Pero me gustaría saber cuántos de ellos están dispuestos a sacrificarse por la democracia y –esto es chocante, lo se– recibir disparos con balas de verdad, como los árabes, o como nosotros en América Latina.
En Venezuela, nosotros entendimos que la única forma de conseguir que el estado te preste atención, es cosiéndote los labios. Y si piensas que eso se debe a que nosotros en Venezuela somos unos salvajes, estás equivocado. El sistema, tus políticos, son unos salvajes y tú estás ciego al creer que si marchas y acampas, cederán ante tus demandas. Por muy democrático que creas que es tu país, si lo que planteas es cambiar el sistema y arruinarles la fiesta, te aplastarán a ti y a cien mil más, como hormigas.
¿Quiere decir esto que hay que coserse los labios? No. Lo que quiero decir es que la actitud responsable es decirles a todos «señores, la bonanza se acabó para siempre. Lo que viene es aún más difícil, pero creemos que es lo correcto ¿estáis con nosotros?».
Debo acotar también que estoy re-vacunado contra las «revoluciones» gestadas via twitter. El hecho de que en España haya 9 millones de pobres, pero que la #spanishrevolution haya reventado por #nolesvotes y por la aprobación de la ley Sinde, desprende un tufillo que no me gusta.
Rescato, sí, el trabajo de los organizadores por megafonía, instando a la gente a no beber, a no gritar consignas políticas. Rescato la cuidadosa labor de medios contra la manipulación. Y rescato lo que, en mi visión muy particular, es el fondo de la protesta: acabar con la estupidez del bipartidismo militante, y la falta de cojones: la falta de cojones para intervenir, quebrar la banca y juzgar a todos los directivos. La falta de cojones para decirle a los electores que se equivocaron y fueron unos imbéciles al pensar que la bonanza iba a durar para siempre. Toda la casta política española está rezando para que la crisis pase y puedan seguir utilizando al electorado como mejor le parezca.
No puedo evitar usar un cliché: son momentos como estos en los que me doy cuenta de dónde venimos.