Hace como tres años me quedé sin voz. Voz literaria, me refiero. Tenía junto a mi hermana un experimento: intentar documentar los cambios de un país desde dos perspectivas geográficas-generacionales a través de la narrativa oral registrada en un blog. En otras palabras, ella me echaba los cuentos de su pueblo (apto solo para corazones bizarros capaces de admitir que vivíamos en una cochinera). Yo los comparaba con cifras y le daba contexto. Al final lo que escuché fue una ausencia. Pero esa es otra historia.
Creo que ese día el periodismo supo que «se nos rompió el amor, de tanto usarlo«, como cantaba la Rocío. La escritura empezó a ser una fuente de dolor. Mis palabras cayeron en coma, como el recuerdo de la Olivetti que me regaló mi abuela cuando era niña.
Pero lo que me sumergió en letargo fue perder el único motivo que tenía para volver al país. Para mi Venezuela fue una crónica que pasó del rosa al rojo. Una tierra de forajidos (y gente decente también) de la cual mi corazón no podía escapar.
Lo más irónico que le gané la partida al miedo y terminé viviendo prácticamente frente a Alcatraz. Porque las cárceles están en nuestros corazones, y los barrotes nos los dejamos meter por el lubricante de nuestra inercia.
Ahora la rabia es nuestro policía. Esa rabia que hizo girar a mis compatriotas los ojos en la terminal de Miami porque vestía una blusa roja y una chaqueta verde oliva (bruta yo de no saber que nuestro odio tenía calidad de exportación). No me dirijieron la palabra por un buen rato.
Pero no pude escribir ni esta crónica (digna del fenecido diario humorístico «Camaleón») ni otras más, incluso más coloridas, porque sentía que el derecho a pataleo lo había perdido con cada sello nuevo en el pasaporte. ¿Será que ser ciudadanos del mundo nos excomulga,?
Mis compatriotas, que ya no me reconocieron como suya en mi última visita a Caracas, conspira en tan des-ilusión. Tampoco ayuda un amigo que se gasta lo último de su quincena para pagarme con una cerveza una conversación sobre literatura (comida para mi culpa), otro que usa guardaespaldas para estar «seguro» (champaña para el resentimiento colectivo) y otra que juega a la ruleta rusa con la noche a conciencia (!Ay papa!). Esa última parte, el deseo del caraqueño en seducir Tánatos, no ha cambiado.
De paso mis sueños (los literales, no los literarios) siguen poseyendo la topografía y la sal de mi amada Mochima. Claro, que en las noches frías californianas se convierten en pesadillas donde por más que nado no puedo llegar a la orilla de la playa. Confieso que eso pasa cuando escucho a Manuel reir de cómo está vivo después de haber sido envenenado por burrundanga tres veces o leo los correos electrónicos de mi tío advirtiéndonos de «no permitir que nos suba al carro» en caso de un secuestro en Caracas porque el «98% de las personas que son subidas al auto mueren).»
¿Vieron? Es la indignación, con el escozor típico de la pólvora la que me volvió a azuzar la pluma (o el teclado). Mala cosa. Sin embargo, voy a compartir algo bonito de mi más reciente viaje:
La visión de un montón de niñitos, bellos como caramelos de coco, tirándose desde el peñero al agua para llegar a la playa en Mochima.
(La foto de Isla de Plata, en Mochima, la saqué de una página de Corpoturismo la Embajada de Venezuela en Washington DC.)
Artículo originalmente publicado en TappingYta
Es cierto ya te has adaptado tan bien al entorno pitiyanqui imperialista que se te nota,pareces la tipica agente de la CIA, tienes que venir mas seguido.
El chavismo no solo ha creado el resentimiento entre los mas pobres, tambien lo ha creado en los no-chavista contra los chavista. Es real, yo lo he sentido. El jorge, el que estaba ahi, a veces se pone una franela roja, solo para que la mama y los tios se pongan criticarlo y hasta va al trabajo vestido de esa manera. El odio no es exclusivo de los chavistas.
Claro las colas también ayudan a mantenernos en nuestro nivel de eterna arrechera
Si, es horrible. Me dió dolor escuchar a esos soldaditos (unos niños) contarme que no pueden siquiera comprarse un libro o agarrar el metro porque los abuchean. Estaban felices y extrañados que una «burguesita» se pusiera a joder en el parque. Independientemente de su posición política, ellos entienden el legado de «m$%#@» que les ha tocado y asumen la actitud de combatir ese odio con tolerancia. La misma actitud la vi con gente muy jóven de diferentes estratos socioeconómicos, aunque el sentimiento conciliatorio es mucho más marcado en el interior (donde percibí un poquititico más de movilidad social)… como que los chamos están madurando políticamente (al menos mejor que nosotros, la generación sandwiche y la generación Ayacucho). Lástima que les heredamos un tiempo difícil y muy pocas herramientas: el nivel educativo es MUY bajo (lo que contrasta con el pensamiento progresista que poseen).