Confusion will be my epitaph.
Peter Sinfield, “Epitaph”
-No se diga más nada, sobrino. Toma las llaves y te me vas una semanita al apartamento de la playa. Ese estado nervioso se te va a mejorar con un poco de tranquilidad, y de paso le das una vueltica al lugar, que hace meses que nadie baja. Sabes que somos familia: mi casa es tu casa.
Con esas palabras el tío le entregó un llavero, típico de las casas de playa (un timón de barco) y mencionó algo sobre un jueguito de la cerradura, a lo que no le prestó mucha atención. Realmente era esa invitación lo que estaba buscando cuando fue a visitar al hermano de su padre, un solterón con fama de mujeriego quien, como se dice popularmente, sabía vivir la vida. Necesitaba estar a solas consigo mismo, apartarse por un tiempo de todo y de todos para poner sus ideas en orden, y ese sitio de playa, que por la temporada debería de estar desierto, era el lugar ideal.
Esa misma noche bajó a la costa, sin equipaje alguno, solamente con sus pensamientos y sus culpas a cuestas. No se ocupó siquiera de comprar víveres, lo haría en algún comercio de la zona la mañana siguiente. En ese momento no le importaba ayunar: lo que quería era llegar e instalarse. El trayecto se le hizo sumamente largo: el tráfico en la ciudad se encontraba bastante congestionado por la hora, ya que todo el mundo trataba de llegar a algún sitio. Cuando por fin arribó al edificio estaba cayendo un aguacero sumamente violento, prácticamente una tormenta, con su acompañamiento de relámpagos y truenos. Desgraciadamente el estacionamiento no era techado, y en el trecho desde el vehículo hasta la entrada de la edificación se empapó por completo.
Entró al apartamento, adivinando las llaves. Fue fácil: la de la cerradura blindada era inconfundible y con las otras dos, de las tradicionales, tuvo suerte a la primera. Al entrar le pasó el cerrojo a la puerta, y trató de encender las luces, pero no lo consiguió; seguramente los breakers estarían bajados. Afortunadamente tenía su yesquero, lo que le permitió localizar el gabinete de los interruptores, justo al lado de la puerta, y solucionar el inconveniente, a medias: solamente pudo levantar dos de ellos, los demás estaban aislados. Ninguna luz se encendió, excepto la de un teléfono conectado a un enchufe en la pared. Aparentemente sólo había electricidad en los tomacorrientes. A continuación se dirigió al clóset del cuarto principal (que quedaba a la derecha de la entrada al apartamento) armado de su yesquero, con la intención de quitarse esas ropas empapadas por el aguacero y ponerse algo seco. Abrió el armario y lo que vio a primera vista fue una bata de terciopelo rojo. No lo pensó dos veces, se desnudó allí mismo y se echó encima aquella capa.
El frío le estaba llegando a los huesos, e instintivamente pensó que la mejor manera de entrar en calor sería una copa de algún licor, que indudablemente estaría reposando en el mueble bar o en donde fuera que su tío guardara la bebida. Pero primero hurgó un poco en el armario, y consiguió un candelabro con una vela, que, una vez encendida, utilizó en su camino por el largo pasillo que conducía de la entrada hacia el salón principal. Alumbrado con esa precaria iluminación, el sitio se le antojó fantasmagórico, tal vez por las sombras alargadas que producía la vela. Adosado a una pared halló un antiguo arcón de madera, cerrado con un grueso candado oxidado. Encima del arcón se encontraba una llave. En un principio no le pareció apropiado abrir el candado; sin embargo recordó las palabras de su tío, y ya no le lució incorrecto. Trató de abrir la cerradura con la llave, y tras algunos intentos lo logró. Levantó la tapa y efectivamente constató que su instinto lo había aconsejado bien: el arcón funcionaba como depósito para las bebidas alcohólicas. Y estaba exquisitamente surtido: vinos y brandy, de la mejor calidad, reposaban en su interior. Eligió una botella de Lepanto (el nombre le trajo una borrosas memorias de una batalla sobre la cual había leído una anécdota, relacionada con Cervantes, en su infancia), y empezó a deambular por el salón, buscando una copa adecuada para la bebida.
En una vitrina consiguió algo apropiado: una especie de cáliz de bronce, aparentemente antiguo por lo desgastado de su superficie. Se le antojó perfecto recipiente para el noble licor que iba a ingerir, así que lo llevó a la cocina para enjuagarlo en el fregadero (tenía bastante polvo, señal de que no lo habían manipulado en largo tiempo). Una vez lavado el cáliz, procedió a vaciar una buena cantidad del preciado brandy en él, tomó un largo sorbo y lo paladeó un rato. Al principio le pareció que se le quemaba la boca, pero poco a poco sus papilas gustativas comenzaron a comprender que estaban en presencia de algo muy, muy bueno, y le embargó una sensación de satisfacción. Sin embargo, en el momento siguiente, el destello incandescente de un relámpago, acompañando inmediatamente del estruendoso trueno, lo sacaron de ese estado de tranquilidad que había logrado alcanzar. Con el sobresalto se le derramó encima de la bata un poco del brandy. Y tuvo la extraña sensación de no estar solo.
Cuando se le pasó el susto, decidió dar un recorrido por el apartamento. No había estado en ese sitio desde que tenía unos 8 o 9 años, por lo que los espacios, que recordaba sumamente amplios, le parecieron de dimensiones modestas (sin embargo, para un sitio de playa, era bastante grande). Empezó a pasear, envuelto en su capa de terciopelo color rubí, sosteniendo en una mano el candelabro y en la otra la copa.
En una esquina de la sala localizó un equipo de sonido de la época de los 70, esos que se llamaban “tres es uno” por estar compuestos de un tocadiscos, un grabador-reproductor y un sintonizador de radio. Al lado del aparato yacía una pila de cassettes. Eligió uno al azar, lo revisó y leyó: “MÚSICA PARA FIESTAS”. Sin pensarlo mucho, lo introdujo en el reproductor, lo rebobinó, pisó la tecla “play”, y a los segundos escuchó una voz, seguramente distorsionada con algún aparato especial, pronunciando las siguientes palabras: “Bienvenido a la fiesta mágica del rock, ¡lo que escucharás a continuación sacudirá tus sentidos y te llevará a otra dimensión!”. Una vez terminado ese breve discurso de introducción, empezó a sonar “In a gadda-da-vida”, de Iron Butterfly. “Vaya fiestas que se tiraba mi tío”, pensó. “Rock psicodélico mezclado con Lepanto: esto se empieza a poner interesante.”
La revisión del salón le permitió localizar más candelabros, con velas a medio consumir. Aprovechó para encenderlas y de esta manera tuvo una iluminación un poco más fuerte, y pudo observar con mayor detalle el lugar. Era una estancia de planta cuadrada, en donde resaltaba una gran mesa redonda con ocho sillas. Apoyado de una pared, un sofá aparentemente de cuero, con dos mesitas laterales. Dos sillones, del mismo estilo del sofá, y una mesa de centro completaban el juego de salón. En la pared enfrentada al sofá se encontraba la vitrina de donde sacó la copa. Y, al fondo del salón, la puerta de vidrio que funcionaba como entrada al gran balcón semicircular con vista al mar, el mayor atractivo del apartamento. Se asomó un momento a esa puerta de vidrio, justo cuando otro relámpago iluminó repentinamente el cielo. Tuvo una visión instantánea del mar: estaba totalmente encrestado, con unas enormes olas, y una gran embarcación de vela trataba de remontarlas.
Esa imagen lo perturbó: tuvo que haber sido una especie de ilusión óptica. En esta época tales embarcaciones son prácticamente una curiosidad arqueológica; no era probable que una de ellas estuviera navegando de noche y menos con ese mar. Sin embargo quedó con la duda, ya que en ese momento reinaba la mayor oscuridad. A pesar del aguacero, la curiosidad lo hizo salir al balcón, para corroborar lo que había entrevisto: estuvo un largo rato vislumbrando el océano, sin que apareciera otro relámpago que iluminara la escena. El viento y la lluvia que lo azotaban por momentos lo transportaron: se dejó llevar por la atmósfera y fantaseó con ser uno de los tripulantes de la fantasmal embarcación, enfrentado a un destino incierto. Repentinamente, un poderoso rayo lo sacó de esa ensoñación y le permitió constatar que su barco velero era en realidad el esqueleto de un gran árbol, a la orilla de la playa, cuyas desnudas ramas parecían justamente el aparejo de una embarcación de antaño.
Después de esa experiencia visual, que lo dejó bastante mojado otra vez, regresó al interior del apartamento. Envuelto en la atmósfera que le daba al lugar la melodía vagamente hipnotizante de la canción que seguía sonando en el aparato, se dirigió a una de las habitaciones, la destinada para huéspedes. Abrió la puerta, y tuvo su segundo susto de la noche: Ante él apareció una extraña figura envuelta en una capa carmesí, sosteniendo en la mano izquierda una copa medieval y en la otra un candelabro.
Le tomó una fracción de segundo entender lo obvio: se estaba reflejando en el gran espejo de cuerpo entero de la habitación. Soltó una carcajada liberadora y empezó a hacer caras frente al espejo, pero por un momento le pareció ver detrás del individuo envuelto en la capa una figura femenina. Realmente un esbozo de rostro de mujer, como flotando alrededor de él. Aterrorizado, volteó la cabeza y descubrió que lo que había confundido con una cara era realmente una mariposa nocturna, de esas que parecen tener dibujados unos ojos en las alas.
Después de reponerse de ese pequeño percance se dispuso a revisar el cuarto. Una litera instalada al lado de una pared y una mesita de noche configuraban el mobiliario del cuarto de huéspedes. Apoyó el candelabro sobre la mesita de noche y continuó con el inventario. Solamente un cuadro adornaba las paredes, una acuarela de un paisaje marino. En la pared contraria a la de la litera se encontraba la puerta de un closet. No era la clásica puerta deslizante que se emplea generalmente, sino de hojas batientes. Decidió abrirla impulsivamente y, al hacerlo, algo se le abalanzó encima, muy pesado y pegajoso. La sorpresa le hizo pegar un grito, más agudo de lo que el amor propio le hubiera permitido admitir posteriormente. Durante un rato no pudo moverse, estaba como atrapado en una especie de red que lo envolvía, y mientras más trataba de zafarse más se enredaba.
“Careful with that axe, Eugene!!!” Desde los altoparlantes, el grito desgarrado de Roger Waters lo regresó a la realidad, y entendió que el monstruo con el que estaba lidiando era realmente una enorme bobina de algún material plástico, que debido al calor se había amelcochado. Seguramente estaría apoyada de la puerta y cuando ésta abrió se desplomó, cayéndole encima. Terminó de desembarazarse de aquella masa pegajosa y se levantó del piso, con el propósito de limpiar un poco el pequeño desastre que había ocasionado. “Vaya, ahora Pink Floyd. No sabía de esos gustos de mi tío, tal vez tenga que ir un día a registrar su discoteca”. Mientras pensaba en eso, trataba de alzar la enorme bobina, tarea bastante difícil dada su consistencia y peso. Finalmente, como pudo, la colocó en su lugar, y cerró el closet.
Se disponía a salir del cuarto, cuando observó una cosa que le pareció extraña: la gaveta de la mesa de noche estaba abierta, y él juraría que en el momento que entró en el cuarto se encontraba cerrada. La curiosidad le hizo acercarse, no sin antes apurar el resto del brandy, de un solo sorbo. Introdujo la mano y con horror sintió que algo se la tocó, algo vivo pero repulsivamente frío. Instintivamente la retiró, y con eso terminó de sacar la gaveta del mueble, cayendo al suelo. El contenido de la gaveta se desparramó por el piso de la habitación, incluyendo el animal que causó el alboroto: era una especie de lagartija, de tamaño considerable, que por un momento se le quedó observando a los ojos (con una mirada que tenía algo de diabólico) y enseguida salió corriendo hacia una esquina del cuarto, donde desapareció. El resto de los objetos no tenían nada de particular: unos frascos de bronceador casi vacíos (se preguntó porqué la gente simplemente no bota esas cosas, cuando están a punto de acabarse), unas monedas ya en desuso, una caja de toallines… y un atado de cartas. Eso si le interesó: ya que había comenzado a registrar, iba a ir hasta el fondo. Tomó las cartas y volvió al salón, en búsqueda de un sitio para leer y de más brandy.
Mientras rellenaba la copa con el costoso licor del tío, la voz distorsionada volvió a hablar: “Fin de la primera parte. Adelanta la cinta y pon el lado B, si te atreves a continuar en este viaje”. Pensó “¿por que no?” e hizo precisamente lo que se le estaba sugiriendo. Al accionar la tecla de arranque, empezó a sonar la música, esta vez sin ninguna introducción (cosa que de cierta manera lo decepcionó). “21 century schizoid man”, de King Crimson. Otro gran clásico de la época dorada del rock experimental.
Se sentó en el sillón que daba hacia la puerta del balcón, al lado de uno de los candelabros para tener luz que le permitiera examinar el fajo de cartas que hallara en la gaveta. Una primera revisión le permitió observar que eran de la misma persona, ya que la caligrafía era idéntica en todas las páginas. Y esa caligrafía le pareció sumamente familiar. Empezó con la lectura, aunque algo le decía que no era una buena idea.
“Si estás leyendo estas palabras, es por que el fin está cerca”. Esa frase le erizó los pelos de la nuca, pero no pudo leer más nada ya que repentinamente una brisa helada penetró al salón y como consecuencia de ello todas las velas se apagaron, dejándolo a oscuras. El hecho lo inquietó sobremanera, ya que según recordaba ninguna ventana estaba abierta… Y volvió a presentir la misma presencia de antes, la sensación de unos ojos mirando fijamente a su espalda.
Ya tenía los nervios a flor de piel: comenzaba a experimentar verdadero terror. Ese apartamento estaba conspirando en su contra, como si no quisiera que estuviera allí, o más bien como si se estuviera divirtiendo a su costa. Trató de calmarse, de racionalizar los hechos: realmente no había pasado nada sobrenatural, todo lo ocurrido tenía una explicación lógica. Tomó una larga bocanada de aire, sorbió un trago, y buscó un poco de sosiego, en la total oscuridad en la que se encontraba sumergido.
La tormenta no había cesado, más bien parecía estar arreciando. Una sucesión de relámpagos iluminó violentamente la noche y en frente de él se empezó a desarrollar una especie de película, como vista a través de una luz estroboscópica, en la que las imágenes aparecen y desaparecen continuamente. Y esta vez sí vio algo claramente: el reflejo de una figura humana en el vidrio de la puerta del balcón. No fue como en las ocasiones anteriores, en las que su imaginación le estuvo gastando bromas. Lo que había visto no era una alucinación, ni una ilusión óptica: era real. Eso fue más de lo que podía soportar: se levantó del sillón y huyó hacia la puerta del apartamento, con el firme propósito de escapar de ese lugar. Corrió como se corre en las pesadillas; sentía que nunca iba a llegar. Cuando finalmente lo logró, comenzó a forcejear con la llave, pero el pánico que lo dominaba no le permitió abrir la puerta. En ese momento recordó que su tío le había mencionado algo referente a la cerradura, y hubiera dado todo lo que tenía por haberle prestado atención oportunamente. Sin embargo no fue así, y ahora estaba atrapado. La canción de Crimson llegó a su fin, y en el pequeño intervalo antes de que arrancara la siguiente, escuchó el sonido que más temía, pero sabía inevitable: el sonido de unos pasos acercándose por el pasillo.
Eso no fue lo último que escuchó, no obstante: irónicamente, en el equipo de sonido comenzó a sonar esa magnífica canción de Los Doors, “The end”.