Subo las 8 cuadras a media tarde y muerta del hambre, siempre tan compañera yo, tan abnegada en servir de séquito. No es por mi ni para mi el paseíto, me digo que me hace falta ejercicio, es obvio cuando estoy apunto de infarto en la tercera cuadra. Llegamos. Agüita de por medio vuelvo en mí y aterrizo en la realidad circundante: clase media en franca decadencia. Uno se da cuenta por la cantidad de hojas secas en el patio que a nadie le interesa recoger. Hojas caídas, marchitas, que alguna vez estuvieron rozagantes en el verdor de la alta copa del árbol, pero ya no. No hay otra metáfora posible. El desempleo, la situación, bueno ya tú sabes como es todo. Apretemos los labios para confirmar nuestra debacle, el que apriete más fuerte está más jodido.
El es el marido o cuasi ex marido de la chica cool y alegre, ya lo conocía y me habían advertido de su sinverguenzura, él se dejó de acompañarla a ella en sus aventuras de colores y ahora se dedica a la reducción de salsas de pollo, esa otra profesión tan de moda. Alguien me chismea sus desencuentros amorosos y a mi no me interesa quien dejó a quien, yo lo que estoy es cansada de las 8 cuadras en subida. Entonces él suelta una frase que me marca: hay que comprarse un gato. Me quedo paralizada ante la contundencia de una verdad monolítica de ese calibre. Un gato como alegoría de tu inexistencia, de tu no-ser, de tu transparencia, de tu inutilidad.
Sinuoso, independiente, perverso, cómodo, así tiene que ser para que valga la pena mantenerlo, habrás de trabajar duro para darle de comer a una criatura que apenas nota tu existencia. Y viene y se relame, estira sus uñas en tu ropa recién planchada y se acurruca para que lo acaricies. No vale por los insectos que se come, vale por esa falta absoluta de vergüenza de ser. Está ahí en tu mueble retozando como un marajá sin ser más que una cosa hermosamente peluda. Y lo sabe. Para qué diablos sirve un gato además de alejar a los ratones? Solo sirve para recordarte que tienes que dar el culo por alguien.
No es viernes casual pero el tipo de la reducción de salsas está en franelilla. Me alarman sus pecas en la espalda. Comprendo que la separación no dejó vástagos y por eso el gato. Aún no existe, claro, es solo una idea. El necesita desahogar sus cuitas con una botella. No es conmigo y ya quiero salir corriendo, lamento que esas pecas no lo valgan. Yo solo soy la acompañante del compadre de turno. Una vez más soy esa oreja gigante que escucha y escucha y escucha y escucha…
Empiezo a creer que el ‘hay que comprarse un gato’ es una estrategia política que viene de muy arriba. No me tomó mucho tiempo deducirlo. Si todos pudieran comprar casa no haría falta el gato, la gente cree que porque hay casa, hay gato, y es al revés. Porque se escapa, porque hace lo que quiere, porque no atiende al llamado, porque no necesita nombre, porque si pudieras tenerlo no lo necesitarías. El gato sabe que deseas su domesticación y te hace creer que lo consigues, pero en el fondo sabes que se deleita oyéndote llorar por los rincones. Mientras más te esfuerzas más se escapa, es menos tuyo y lo odias, odias su brillante sensualidad. Maldito animal! Te tiene atrapado. Se ríe de ti cuando lo llamas con el plato de comida en la mano, no te debe nada, no es él quien necesita comer, eres tú quien necesita darle de comer.
Mientras estamos los cuatro juntos sonreímos, en lo que salga de cuadro alguno empezarán las lamentaciones. Surgen las promesas laborales que nunca se cumplen, es el nuevo despecho, ‘yo creí que me ibas a dar trabajo, tú dijiste que yo podía hacer esto’. Todos nos miramos en el otro como si hubiese solidaridad en el ambiente y al salir igual me calo el desgarrador cuento de explotación, el ‘yo hice todo y nunca me pagaron/me pusieron en los créditos’. Ocho cuadras pa’ abajo de nuevo y ahora viene la sesión de sauna en el metro. No debí vestirme de negro. Compruebo que soy oficialmente pobre cuando me brindan una de jamón y queso bien resuelta en la Arepera Socialista. Dietica en stand by, no ha sido el mejor de los días y he tenido peores por largo rato, pero le hinco el diente con gusto.
Verlo estirarse en su negrura con manchas blancas y maullar casi imperceptiblemente, es ver las horas de cola para cobrar la pensión de mi octogenaria abuela para luego comprarle su bolsa de comida en los chinos. Definitivamente el retozamiento sensual paga. Estiro mis garras y lanzo un suave sonido en espera de que alguien caiga. El gato tiene razón, su respiración es lo que cuenta, es que pa’ qué uno hace las cosas entonces? No es miedo a que juguetee con las venas de tu cuello en las noches, es miedo de que No juguetee con los flecos de los muebles en el día.
El pecoso había insistido en conseguir su hombro para llorar y mi amigo se prestó para la trastada. Fantaseo con dos hombres hundidos en lágrimas y me río asquerosamente, luego me dan ganas de llorar a mí. Vuelvo a mi papel de oreja gigante, solo escucho, solo recibo información, no la proceso. ‘Eres una pendeja!’. ‘Ah ok, bueno hablamos’. Largarme siempre ha sido lo que mejor sé hacer. Sí, soy una pendeja pero me esperan en casa, alguien me espera, un manganzón traicionero y seductor que me arañará la cara en cualquier momento está esperando que yo llegue, porque si tengo que oír existencialismos tropicales mientras sudo y paso hambre, espero que cuando llegue a mi casa alguien se sienta genial de ser un perfecto mantenido. Por eso hay que comprarse un gato. Un perro es otro nivel.