Uno y Otro en Silencio…

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¿Tu crees que si te emborracho, me darías un beso?
preguntó él, ingenuamente.
Mmm… si me emborracho puede ser que te dé un beso, pero si me lo pides sobria, posiblemente te dé unos cien.


Y siguieron caminando, por las empedradas calles, bajo la dulce luna que tenuemente iluminaba el reflejo de ambos en los cercanos charcos.
Él, goloso de cariños. Ella, callada y eternamente silente, con su mirada que a veces era vacía y a veces, tan enérgica que no habría persona en el mundo que se la pudiera sostener.
Solamente él.
Él, el arquero de las flechas rotas. El escudero fiel de tantos Don Quijotes. El que silenciosamente la juzgaba, queriéndola: dándole críticas cuando sabía que éstas no iban a doler.

Siguieron su camino rumbo a los altos edificios hasta donde ella habitaba. Mientras se aproximaban a esa puerta que el ya conocía en detalle (sólo que del lado que no era) veía que ya se aproximaba el fin de esta historia por la noche de hoy, mientras su cuerpo sentía que sus niveles de serotonina se iban a los avernos, a visitar a Cancerbero y echarle un hueso.

Reunir valor no servía de nada, pensó. Y ella lo miraba, y en su silencio, creaba mundos donde el traspasaba las fronteras físicas que los alejaban cada noche, y sus almas se besaban, y sus mentes se amaban en ese silencio íntimo de los amantes que se conocen a profundidad.
Estaban ya bajo el portal. Ella sintió como él la tomaba de la mano, le daba un beso en la palma, y con el alma vuelta una pasa, se dirigía a soñar con ella, a amarla como debía.

Ella se iría a dormitar, a pensar en su enamorado silente que cada noche le demostraba lo que sentía, pero que nunca tuvo el valor para abrir su alma, ni su mente ni su corazón.

Y así, mañana su historia empezaría de nuevo. Su memoria de pez dorado les permitía jugar, querer en silencio y morir de tristeza. Todo al mismo tiempo y en un mismo lugar.

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