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Cuando el chavista es de la familia

Hasta hace muy poco tuve un pariente político que, a efectos de este artículo, llamaré Leo. Lo conocí hace unos meses y tengo que confesar que anticipé muchísimo -no sin cierto escozor- el momento en que nos encontraríamos, porque ya sabía que era, sin más preámbulos, chavista. De hecho, no solo iba a conocerlo, sino que compartiría las Navidades enteras con él. Como dice el dicho, «al que no le gusta el caldo, taza y media».

Pese a la buena disposición y los esfuerzos de mi familia, pasó lo que pensé que pasaría: en cuanto Leo abría la boca, todo el mundo le caía encima, y las conversaciones más anodinas se enrarecían hasta el asco. Fue por eso que un día pensé «esta vaina no puede ser», me armé de toda la ecuanimidad que pude e intenté hablar con Leo sobre su vida y sus ideas.

Me pareció una oportunidad interesante porque, estrictamente hablando, nunca había tenido ocasión de hablar de cerca con un chavista «trancao» y supuse que sería, al menos, una buena experiencia sociológica. Por esa misma razón me prometí a mí mismo dos cosas: 1) no lo interrumpiría jamás en medio de una idea y 2) no reaccionaría visceralmente ante ninguno de sus planteamientos, por más radicales que ellos fueran.

De modo que una buena mañana de año nuevo, enfranelao y en pantuflas, en el contexto sereno de una sobremesa desayunera, pude hablar con Leo.

Resulta que Leo nació y vivió en Chile. Su familia tuvo que salir de ese país cuando cayó Allende y regresó cuando Pinochet fue derrocado. Es ahijado de Neruda, pero no como cualquier ahijado: su familia era tan cercana al poeta que uno de sus abuelos le construyó «a Pablo» La Chascona en Santiago. Miembros de su familia pelearon contra Franco durante la guerra civil española, fundaron el PC de Chile y protagonizaron la historia de los movimientos sindicales de izquierda en ese país.

Leo vino a Venezuela porque «aquí se está llevando a cabo el experimento sociopolítico más importante del siglo XXI». Quiero agregar, por cierto, que Leo no es cualquier chavista, sino un chavista de verdad. Con esto quiero decir que no está con el gobierno por ignorancia u oportunismo: sabe bien lo que Chavez quiere y busca, y a parte de sus honorarios ocasionales por los proyectos que monta para un instituto autónomo, pareciera no estar «encamburao» de ningún modo.

En la conversación me di cuenta de que Leo es inteligente y culto como raramente uno se encuentra gente así. De hecho es lo más parecido a Baldemiro, «el primo» de Juan Luis Guerra, que se pueda uno encontrar en la vida real.

Es biólogo de formación pero, entre otras cosas, trabajó como obrero y sindicalista metalúrgico, y peleó en Nicaragua como soldado voluntario a favor del FSLN durante el final de la revolución sandinista. Usa franelas del Partido Comunista chileno y del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (con la estampa del subcomandante Marcos, claro está, aunque todavía no le he visto ninguna del Ché). Es moreno, de rasgos aymara, y tiene los ojos de un color cercano al amarillo, mide alrededor de 1,80 mts. y debe pesar como 130 kilos.

Tiene todas las trazas e intereses de un geek aunque, curiosamente, no le hace ninguna gracia The Big Bang Theory, (¿tal vez porque es un nerd de verdad?) Usa Linux (Ubuntu para más señas) e imparte talleres de software libre a personas de escasos recursos en rincones apartados de la geografía nacional. Le gusta Tolkien; es miembro de la Sociedad Medieval pagana, le tiene alergia a las religiones institucionalizadas y su concepto de la divinidad es, por llamarlo de algún modo, provisional: Dios es la respuesta a todas las cosas que aún no se pueden explicar experimentalmente. Piensa que el alma es otra manera de llamar al ADN y cocina la mejor sopa de garbanzos que he probado después de la de mi abuela canaria. Tiene dos perros con los que vive y duerme y se declara marxista y socialista utópico.

Entre otras cosas, Leo piensa que el Estado debe encargarse monopólicamente de la salud, la energía, la producción de alimentos e, incluso, de la educación prescolar. Piensa también que el capitalismo exacerba lo peor del alma humana y que el socialismo es un sistema que mantiene esas pasiones a raya.

Dejándolo explayarse, me di cuenta de que efectivamente es una persona inteligente y culta, e incluso tiene sentido del humor. Además, le preocupan sinceramente las personas que padecen la pobreza y conoce un lado de la historia universal que definitivamente no deja nada bien parado al capitalismo occidental.

Sin embargo, mientras hablaba (y lo escuchaba), había un yo-no-sé-qué, un dejo indiscernible, un detalle en casi todos sus juicios, que me iba reptando por dentro y que terminó por revolverme el estómago. ¿Qué era?

Han pasado varios meses desde ese encuentro. Deliberadamente le he dado largas a este artículo para poder cribar mis impresiones e intentar ser objetivo. Y mi conclusión, sin más, es la siguiente: en el fondo, muy en el fondo, no hay nadie más profundamente elitista que un verdadero socialista. O, al menos, que el tipo de socialista que Leo es. Me explico.

La justificación de Leo para ser socialista (y Chavista) es que la intervención del Estado es necesaria en todos los ámbitos de la sociedad porque los seres humanos somos imperfectos, supremamente egoístas, incapaces para organizarnos o tener relaciones comerciales sanas, e incluso, ineptos como familias para educar a nuestros propios hijos.

Y la verdad es que, objetivamente hablando, no deja de tener buena parte de razón: los seres humanos somos egoístas, tenemos problemas comerciales, promovemos guerras y nos cuesta incluso educar a nuestros hijos. El detalle está en que si bien la humanidad es incapaz de todo eso, Leo piense que el Estado en cambio sí puede hacerlo todo bien.

En otras palabras, pienso que el elitismo supremo del socialista radica en pensar que un pequeño grupo de personas «iluminadas» (los miembros del Estado), son radicalmente mejores, moralmente más rectos e inteligentes que la inmensa mayoría de los seres humanos, de modo que pueden hacer y resolver los problemas mundiales mejor que el resto de la especie. Así, las pobres masas explotadas, incapaces y crujidas por el capitalismo, serán salvadas por los nuevos superhombres socialistas y sin mácula.

La conclusión indirecta, a mi juicio, es que el socialismo, contradictoriamente, desconfía profundamente de la humanidad (del pueblo): no cree en el hombre ni cree en la sociedad. El socialismo solo cree en el Estado. Por eso propone planificar la economía de forma centralizada y no entrega títulos de propiedad; por eso censura la disidencia y acaba con el resto de los entes autónomos: porque son fuente de «error», porque son imperfectos, porque no son el Estado.

De hecho, además del elitismo, hay dos cosas adicionales, dos hábitos, digamos, que pienso que tipifican bastante a la mayoría de los chavistas nuestros:

1) Por lo general oyen poco, o mejor dicho -porque no están sordos- escuchan poco. Si los dejas hablar, jamás te preguntarán qué piensas tú. 2) Sus opiniones no son opiniones; o al menos, su modo de expresarlas no es el de quien se sabe aventurándose hacia algún tipo de certeza, si no el de quien formula definiciones dogmáticas en temas opinables.

No fue fácil «conversar» con Leo en esos términos. Y mucho menos cumplir la promesa que me había hecho de no interrumpirlo ni reaccionar visceralmente ante sus ideas. Sin embargo, creo que lo logré. Y creo al mismo tiempo que, sin proponérmelo, ese silencio paciente dejó en evidencia la conducta típica del autoritarismo: no hay diálogo, sólo afirmación.

No soy miltante de ningún partido, ni he logrado descubrir en mí mismo simpatías irrestrictas por sistemas ideológicos completos y específicos; sin embargo, creo que siempre estaré de acuerdo con las propuestas que incluyan y potencien la libertad, la iniciativa personal y la pluralidad. No somos perfectos, eso está claro, pero las civilizaciones basadas en la libertad y la creatividad individual han logrado cosas que jamás han soñado los sistemas que desconfían radicalmente de la persona humana. ¿Qué pensará Leo de esto?

P.S. Muchas veces en la vida me he preguntado por qué personas inteligentes adoptan a veces posturas radicales, y estoy convencido -por vía de intuición, no porque haya realizado estudios experimentales exhaustivos- de que los autoritarismos y los radicalismos son expresión más de un talante, de una configuración volitivo-temperamental, que de una conclusión intelectual o de interpretaciones ideológicas. Salvo contadas excepciones, la pertenencia a una ideología extrema tiene casi los mismos fundamentos antropológicos que la adhesión al Barça o al Madrid. En el fondo, es profundamente irracional. ¡Hasta el próximo post!

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