Al Sur del alma
Al Sur del alma
Prólogo
por Fabricio Simeoni
Cualquier trama puede disgregarse como la vida del cuerpo, la misma vida o el mismo cuerpo en otras vidas, otros cuerpos. Si bien todo narrador puede desaparecer casi como un gesto inconsciente o invisible, también se hace presente inevitablemente en el transcurrir de toda historia precisa o imprecisa, un cuerpo deforme que desvaría entre su materialización, su ajenidad y su desaparición.
En este correlato el molde de lo narrativo se aferra al cuerpo haciéndolo consciente en sus apreciaciones y ya no hay orden ni procesos, sólo secuencias merodeando la infinita posibilidad de ser otro cuerpo en la trama. Así el acto consciente puede ocupar dos o ningún lugar, al igual que el cuerpo inconsciente. Este carácter de bilocación concede el primer atisbo de perpetuidad a lo que no se sabe que es y quiere definitivamente ser. Ocupar dos espacios al mismo tiempo y a la vez desocupar los dos.
Al sur del alma se erige desde la plenitud espacial y la circunvalación de relatos amarrados a la pulcritud del lenguaje como signo de origen y apertura, la cadencia propia del cuerpo ignoto que sobresale del barro y un síntoma profano lo convierte. Pero todo cuerpo tiene un alma que no tiene historia mi trama, que no es consciente ni inconsciente, que no se sabe parte porque está en todos lados, ocupa el cuerpo como un espacio interior que no difiere del afuera. Si el alma tiene un punto cardinal es porque puede ocuparlo, si también lo tiene el cuerpo es porque la transmigración es una alternativa. Otro nacimiento del alma implica el renacer de lo corpóreo. Al sur del alma es todas partes, es en todos lados, es en todo el cuerpo o en todos los cuerpos que se desfiguran en el vacío.
La noción que prevalece después de todo margen haciendo referencia a que hay otro margen, supone que después del cuerpo hay otro cuerpo, poder estipular lo cuestiona. La incisión que la muerte provoca en la presencia física del mismo. Es entonces el registro memorial que el recuerdo ocasiona en todo lo que vive o ha vivido en función del no olvido. Como un antecedente que se propaga en otro margen que en una ocasión puede o no ser sincrónico o diacrónico, pero prolonga lo estrictamente nominal sin resabios marginales, a lo más vulnerable, obsesivo y frecuente de la historia verdadera.
Liliana Savoia se somete a la superposición de nombres propios como aniquilando ese acto de poner el nombre antes de determinar su existencia, crea paradigmas corales en la refracción de la propia pérdida que la luz ocasiona, cuando nada vemos el lenguaje se apropia de lo que tampoco decimos o estamos acostumbrados a decir. La pérdida también se convierte en una costumbre. La precisión de lo nombrado es un eslabón que no se corta. La filigrana desmesurada de un ecosistema piadoso y voraz. La autora se deja sumergir en los avatares de la fragmentación personal. Cada personaje interfiere en el sentimiento del lector como un estigma moderador de emociones simples y gratas desde la profundidad amalgamada de la inocencia profana. Cada personaje parece ser uno solo. Todo es principal y todo es secundario en ellos. Las coincidencias trascienden los límites del azar y forman el mundo misterioso de los hombres que genéricamente no se saben tales y al mismo tiempo dejan de vivir para saberlo.
La novela se disgrega en la neutra víscera de sus habitantes, los mismos que esperan invirtiendo la dicha melancólica de un pasado absurdo, abrazando la imposibilidad del presente continuo. La grafía exacta de Juan Gelman que como epígrafe avizora de cada capítulo el destino avasallante del tiempo y su incertidumbre, del derrumbe y su construcción, del sometimiento y su libertad geométrica.
El rótulo de lo desaparecido se entromete en el signo de lo más vital y lo menos extinguido. Aludiendo siempre a lugares propicios para el reposo del alma que siempre ha superado hasta su propio lugar, hasta su propio origen. El tono absolutamente poético perdura en la búsqueda de la belleza predecesora del acto finito y perecedero.
Al sur del alma contiene esencias, pulcritudes cotidianas, oscuridades venéreas. Un recoveco orientador que desacomoda la postura fingida de lo inorgánico. Una coalición de hombro certero construyendo la cosmogonía del desmedro. Ninguna fecha es congruente con la idea de morir y no saberlo, con la muerte de idear y no vivirlo. La figura sensorial deposita al lector en el lugar más privilegiado. Nada de lo que el mismo capte será anacrónico, nada de lo que el mismo perciba estará fuera del sur.
Fabricio Simeoni
Andrea
“como un martillo la realidad/bate
las telitas del alma o corazón/forja en
caliente o frío/no presume/reseca
ilusiones podridas/piensa”…
Juan Gelman
I
C
uántas veces dobló y desdobló ese viejo papel amarillo escrito con letra adolescente que ahora no se animaba a leer?¿Cuantas? Había perdido la cuenta.
Esperó a que su madre se fuera a la casa de la tía Olga para hacer la limpieza de la casa. Andrea se había dispuesto a arreglar el dormitorio. Una vez lo hacía ella. Otra Inés. Pero eso ya no iba a suceder. Ahora sería la única ocupante de la habitación
—Demasiado grande para mí, pensó, mientras un nudo se enlazaba en su garganta. La extrañaría, nunca se habían separado y ahora Inés…
La curiosidad se mezcló con ese código de honor que habían acordado desde chicas: respetar la privacidad, pero ganó la primera. Desdobló con cuidado la hoja, como si en ese acto, casi detenido en el tiempo, Inés no se enterara nunca de que ella la había encontrado.
La volvió a doblar. Pliegue a pliegue. Después de reponer las fundas la colocó tal cual la había localizado. Un pálpito de incertidumbre invadió sus sentidos, pero sus impresiones ni se acercaban a la tragedia que estaba por violentar sus vidas.
Cuando Inés decidió irse a vivir a la ciudad para estudiar abogacía, Andrea le pidió que la llevara. Su hermana no quiso. Ese viaje era su viaje. Cuando volviera, hablarían.
Una historia que no se convirtió en pasado sino que se mantendría en un infinito presente. Así que como siempre, ordenó la casa sin ayuda. Guardó la ropa que Inés había dejado desparramada al preparar la valija y limpió el cuarto
No podía dejar de pensar en la nota que había descubierto.
«Si me voy es para que nadie cargue con mis ideas»
«Para que nadie cargue con mis ideas » Andrea quedó suspendida en esas palabras ¿Qué había querido significar Inés con eso?
Haber leído ese mensaje era un poco traicionar a su hermana. Traicionar su silencio. El deseo de que ese silencio salvase su memoria., Sin embargo la nota seguía allí, después de tantos años. Ahora resguardada entre libros que jamás hojearía. Ella estaba sin Inés, Sun su mitad. Le era imperioso saber qué le había sucedido a su hermana.
«Nadie tiene que saber porqué me voy, no quiero decírselo a nadie” “yo un día voy a volver y voy a decirles lo que sé pero ahora no”. “Ahora mejor que nadie sufra».
En el mensaje huellas de lágrimas habían desdibujado la tinta azul que se aclaraba con los años. Era difícil entender que la Inés de la carta no decía la verdad. Esa verdad que Andrea necesitaba tanto como temía. ¿Debía esperar el regreso de su hermana? Ahora que estaba tan cerca de saber, ¿debía negarse a hacerlo?
Se sentó junto a la cama de Inés. Siempre había sido así, una al lado de la otra. Inseparables, hasta ahora. Tomó la nota con las dos manos
—No quiero que vuelvas más por acá. ¡Te odio1, —¡ gritó con bronca y humillación
Inés no iba a volver. Jamás.
Andrea se veía ahí, sobre la cama maldiciendo a su hermana por haberla abandonado y la culpa se le volvió negra como negra fue la última noche en que Inés estuvo en la casa
No pudo dejar de recordarla trepando la loma para ir a la estación. Los pinos azules cortaban el cielo y no sabía si los pinos eran la noche o la oscuridad ya estaba en ellos.
Los árboles añiles se hicieron más tenebrosos con la noche. Andrea sintió frío y volvió a su cama.
Sus padres hacían la sobremesa en el living. Tranquilos, orgullosos de que una de sus hijas fuera a estudiar a Buenos Aires.
— ¡Abogada!, —le escuchó decir a su padre. —Inés va ser abogada Marta, ¿no te parece un sueño?
Sintió envidia por esos sentimientos paternales. Ella no se consideraba ni fuerte para abandonar Andecito, ni tan inteligente como Inés. No era verdad, Se subestimaba. Además estaba Jorge, se habían comprometido y él había insistido en que se casaran Haría eso. Casarse con Jorge, a él también le gustaba el pueblo para formar una familia.
Miró la foto que descansaba sobre la mesa de luz, idéntica a la que su madre había colocado sobre la pared de la escalera: Inés, en el día del estudiante. Sólo Inés.
Y ahora ella, Andrea, su melliza, estirada, con las manos cruzadas sobre la panza, pegadas, aplastadas, amortajadas. No le molestaban.
Estaba tan cómoda en esa posición de ángulo llano que se sobresaltó. ¿Cómo se sostendría en la eternidad de las horas sin tiempo y sin Inés? No podía mover el cuerpo. Sin embargo los ojos viajaban estudiando el lugar. De norte a sur. De este a oeste. Estirándolos hasta que dolía.
Miles de insectos parecían caminarle sobre las piernas y los brazos, aún así no estaba asustada. ¿Sentiría Inés esa misma sensación? ¿O sólo era un deseo de igualdad lo que la impulsaba a pensarlo? Cerró un ojo y continuó la exploración de la superficie del techo , hasta suspenderse en la punta de su nariz. Era larga su nariz y terminaba en una punta redondeada,, como la de Inés. Podía ver el lunar que se sostenía sobre el borde. Sólo ella había nacido con ese lunar. Era una de las pocas cosas que las diferenciaban.
Una ligera claridad parecía llegar desde afuera ¿había un afuera sin Inés?
Ruidos secos la taladraban Le hablaban en un idioma desconocido. El sonido era continuo. Podía sentir como se filtraba en el laberinto de su oído y llegaba a la cabeza. Ahí, se bifurcaba en cientos de hilos eléctricos que parecían llegar hasta el límite de los huesos del cráneo.
Las piernas rectas. Todo su cuerpo apoyado al piso duro y frío no la incomodaban, ni los brazos en cruz. Sin embargo pegaba con fuerza la lengua al paladar, para tratar de detener la nausea. Luchaba contra los borbotones de saliva que le inundaban la boca, más de la que podía tragar.
¿Cómo viviría la eternidad con esa sensación de pérdida? ¿Estaría con ella para siempre su hermana? ¿Cómo cuando eran niñas y se mimetizaban en una sola?
Enfocó su mente en lo último que se acordaba. Deseó el chocolate que estaba dentro de su cartera. Nunca había deseado tanto un chocolate. Ahora, que estaba lejano e inalcanzable lo anhelaba. Le dolió saber que estaba imposibilitada de acceder al afuera. Afuera estaban los otros. Los que se llevaron a Inés ¿Pero quienes eran? ¿Se estaban acaso burlando de ella o de Inés?
El ruido volvía cada vez con más ímpetu. No podía medir el tiempo más que por los intervalos del ruido. El silencio, los silencios, la abrazaban en ese bienestar atemporal. Pero el silencio tenía un sonido. Sí, como si en el fondo hubiera un pájaro cantando suspendido del último árbol azul que había visto al irse a su hermana ¿o era un grillo? No pudo precisarlo porque volvió el ruido. Lo intentaría en el otro silencio.
Imaginó el chocolate. Cuadrado. Pequeño. Amargo e inalcanzable como el cuerpo de Inés. Sintió agua en la boca pero esta vez no lo provocaba la nausea sino el deseo ¿del chocolate o el afuera donde podía buscar a su hermana? Deseaba a ambos por igual. El ruido traía risas. Risas irónicas que se le trepaban a las venas. A los músculos. A la piel, ¿por qué se burlaban de ella desde afuera? ¿o era adentro? ¿Pero adentro no estaba Inés? ¿O era ella la que se reía? Aunque no, sus labios estaban quietos. Apretados. Luchaban contra la nausea. ¿Se iría la nausea o duraría toda la eternidad? ¿O era Inés?
Abría los ojos por momentos, sin estudiar los intervalos, sin que fueran ensayados. Ahora el ojo se había detenido en un tornillo. ¿Un tornillo ahí?
Inhaló profundo. Ahora sabía como controlar la nausea. Ahora, justo ahora que había movimientos afuera. Sintió que el piso se movía ¿pero quien le estaba jugando una broma?
No quería abrir los ojos. Ya basta de movimientos circulares con ellos. Pero tuvo que hacerlo. El adentro se iba convirtiendo sin pausa en el afuera. Alguien gritaba un nombre en otra habitación. Se revolvió en la cama. Todo le pareció tan real que dolía.
Siempre supuso que Inés ocultaba retazos de su vida en la ciudad donde estudiaba. Sin embargo nunca preguntó, aunque hubiera querido saber.
Además su hermana últimamente se mostraba impenetrable. ¿Qué le había pasado con eso de que se lo contarían todo?
Bueno. Ella no le contaría de los preparativos de la fiesta de casamiento con Jorge. Que se enterara por su madre. Inés nunca contestó cuando ella le preguntaba dónde se veían con Juan o a dónde iban. La nota no daba pistas de nada. Tampoco de lo que hacían los viernes a la noche en esas reuniones que duraban hasta la madrugada.
Matilde algo le había comentado, pero a ella no le importaba ni entendía de esas cosas. Una vez le dijo que Inés y Juan andaban con un grupo de la facultad que era combativo ¿que significaba ser combativo? No, a ella no le interesaba saberlo. ¿Acaso Inés se lo hubiera respondido? Para que insistir. Mejor dejarlo así. Cada una a lo suyo y en cuanto a Matilde, que se quedara con su hermana, ella ya iba a conseguir otras amigas ahora que se casaba.
Marta, su madre, se ocupaba de la casa y el trabajo con la misma fuerza y el mismo amor. Todos la adoraban. Quienes la conocían la sabían tranquila y paciente pero Andrea percibía que su ella callaba una historia que no quería compartir con nadie. ¿Sabía su madre algo de las actividades de Inés en la ciudad?
Nunca le perdonó que Inés no lo hablara con nadie de la familia. Sobre todo con ella. Al fin de cuentas eran mellizas y esos lazos las unía
De chicas formaban un dúo inseparable, hasta ahora. Porque ahora Inés era sólo una sombra.
Después, la noticia de su desaparición. Justo un mes antes de su casamiento.
—Inés ha desaparecido —afirmó su padre con los ojos acuosos.
— ¿Desaparecido, papá? ¿Pero cómo? Eso es imposible. La gente no desaparece así porque sí. Está en algún lado. ¡Seguro que se fue con Juan! Ellos no querían casarse pero sí vivir juntos—Andrea trataba de convencerlo y convencerse.
—Vos viste como es Inés. Quizás lo decidió así, de la noche a la mañana, y se fueron. Papi no te preocupés, ya va a volver.
— ¡No Andrea, vos no entendés!¡ A tu hermana se la llevaron! ¡Se la chuparon unos tipos y creemos que a Juan también! ¡Matilde los vio! Aunque nadie le cree cuando lo dice. —Su padre se ahogaba en la pena que le apretaba la garganta.
—Me voy a Buenos Aires con tu madre. Primero vamos a ir a ver la casa. Ver si encontramos algo que nos de una pista. Después no sé… Esperá nuestro llamado.
Qué decir de lo pasó después. Después ya nada fue igual. Ella se casó con Jorge en una intimidad extrema. En realidad más que una fiesta, la reunión fue un ir y venir de conjeturas sin respuestas a cerca de la desaparición de su hermana.
Inés siempre presente aún en la falta, como una presencia casi siniestra que no la dejaba avanzar.
Sentía que su madre la culpaba de ser ella la que estaba ahí presente cada día, recordándole a su hermana.
¡Dios mío! ¿Quién habrá programado que fuéramos mellizas? Tan parecidas pero tan diferentes.
Me interno en un estado indescifrable. La confusión entre lo real y la ficción es una nube sin fronteras que se agiganta. Veo a Inés entre nubes que compiten en oscuridad con el horizonte que se puebla de sombras. Ella me llama desde una construcción que se vislumbra a lo lejos, enmarcada en una claridad de procedencia imposible de determinar.
El agua del mar lame los muros empujando la arena blanda y esponjosa contra ellos. Adivino la espuma blanca y rabiosa impregnar con su humedad salobre las paredes y los pies de Inés.
La casa es pequeña. Una réplica en miniatura de nuestro hogar en Andecito, aún así parece monumental. La adivino como un paralelepípedo perfecto, donde los espejos ofician como único revestimiento. No hay mobiliario que distraiga ni objetos. Sólo Inés
Mis ojos quedan atrapados en el espectáculo que se va desarrollando desde la atmósfera escarlata del anochecer.
Auguro, por la delicadeza de su contorno, que es mi hermana la que se adelanta segura por el puente que lleva hacia la entrada. Puedo comprobar que la luz proviene del interior y envuelve las paredes de piedra y el cuerpo impalpable de ella.
El reflejo se va tornando cada vez más brillante. Chispazos de luces se desprenden como astillas para evanescerse con otras luminiscencias.
La silueta de mi hermana se adelanta por el sendero de madera que la lleva directo hacia las entrañas de la pequeña casa empedrada. Su andar es lento pero seguro. El cuerpo se recorta como una sombra frente al intenso resplandor transformándose en fantasma.
No veo ninguna puerta pero percibo que ellos, los de afuera, están allí acechando. Al acercarse puedo comprobar que su figura es devorada por la construcción. Me acerco, tratando de que mis pisadas se confundan con el ruido del oleaje. No quiero distraerla en su itinerario.
Compruebo, agudizando la vista, que la mujer, que identifico como Inés, pasa por el esófago cristalino para perderse en el estómago frío de la nada. Dentro la construcción, la única estancia, se convierte en un brillante pasillo sin fin.
Inés se desliza con paso felino, como sabiendo adonde se dirige. Mi intriga va en aumento, me ciega el brillo de las reverberancias. Sin embargo, después de frotar mis ojos, continúo observando su viaje por esos enigmáticos corredores.
Observo puertas acristaladas que devienen otras puertas y más puertas, que tragan golosas su figura que se interna más y más en las profundidades brillantes.
Los brazos en alto y la larga túnica se opacan en el recorrido. El tiempo se estabiliza en un infinito presente, perpetuándose los pasos, que se silencian entre los algodones grises de las nubes que parecen haber bajado para observarla… Parecen tormentas rescatadas, que se arremolinan sobre la casa, produciendo pequeños temporales que abarcan sólo las paredes pétreas. A ella parece gustarle la lluvia que arremete contra la construcción y también la bendice
No dejo distraerme por las gotas que me invitan a danzar cómo nunca lo he hecho. Lucho contra el canto de las sirenas que ahora se han acercado a la playa. Es más importante descifrar el trayecto que realiza la mujer que sé es Inés.
Estoy entrando en la casa. La cantidad de puertas no se puede cuantificar en números primos. Ni medirse con teoremas de Pitágoras. Las matemáticas sucumben ante las sofocantes ecuaciones cuadráticas. Todo es igual a cero. Las equis se perdieron en el coeficiente lineal, para encontrarse reflejadas, en la superficie plana que se espeja dejando pasar el instante.
Veo la figura de Mi hermana delante de mí. A ella no parece inquietarla la sucesión imperecedera de aberturas que se van abriendo a su paso. Las pisadas ahora parecen musicalizarse. No puedo precisar si llevamos minutos u horas atravesando portales espejados.
Puerta detrás de una puerta que trae otra puerta. La vida se escapa en el devenir efímero de una crisálida. Me dejo llevar avanzando sobre el piso acolchonado que me devuelve un andar acompasado.
La silueta de Inés no se detiene en ninguna arcada, yo tampoco.
Todo me la recuerda. Y los recuerdos están allí, al alcance de mi mano, pero se desvanecen en la bruma sagrada del olvido. Por eso dejo entreabierta la caja de Pandora, para que salgan. Juego con ellos y los traigo al presente para poder traerla a Inés a mi lado.
Momentos compartidos que se esconden amontonados entre helechos colgantes. Tardes de verano y tortas fritas. Aromas a menta y peperina. Se detienen en las manos pequeñas de Inés, mi hermana. En sus ojos verdes rasgados y la luna misteriosa de su cara
.
Lejanos en la memoria atraigo el olor a alcanfor y “vick vaporub” junto al confortable arrullo de la bolsita de agua caliente para las noches de inviernos escarchados en la habitación compartida con ella.
Decenas de pantallazos agrisados van pasando, a veces evocados por una palabra. Un aroma. Un sonido.
Su rostro me mira desde la distancia equívoca del tiempo. Trozos recortados de un entramado que quedó lejos. Algunos por la contundencia de lo sucedido quedaron más cerca de la corteza de la memoria y brotan con el descaro de ser ciertos. Otros se confunden entre sí, formando una telaraña urdida con lanas de nostalgia.
Pero todo cobra vida e importancia ahora que Candela irrumpe en nuestras vidas. Tan cerca de mí. Tanto, que parece rozarme desde lo irreal.
No voy a olvidar la tarde que mi hermana sufrió ese terrible dolor de cabeza. A menudo eso la empujaba a la cama. Mamá la había llevado por consejo de nuestro médico de familia al oculista. Desde ese momento siempre la acompañaron “un par de ojos extra”, como acotaba la vieja ¿Le habrán permitido usar sus anteojos? Ella no podía leer sin ellos y leer era lo más le gustaba a mi hermana.
Recuerdo que aún así, el dolor asomaba de vez en cuando y la abuela acusaba que se debía al “mal de ojo”, que según ella ocasionaba esos síntomas
Acostada, empequeñecida en la habitación, me quedaba junto a ella. Impotente de no poder hacer nada para calmarla. Le sostenía la manito y custodiaba que el agua se mantuviera fresca sobre el paño de su frente. Mamá había probado, siguiendo las recomendaciones de la tía Berta de ponerle rodajas de papa, que retiraba hirvientes aunque ella no tenía fiebre. Siempre pregunté el por qué de las rodajas, cosa de la que nunca obtuve respuesta, pero el dolor no mermaba.
Así que esa tarde, vino a casa Doña Rosa, la vecina de enfrente, que se encargaba de hacer esas curaciones”sólo para los niños”¿Se acordará Inés de estos incomparables recuerdos? Tengo miedo. Miedo de que los otros le hagan daño a Inés. No lo soportaría.
Recuerdo que el ritual se llevaba a cabo en la cocina, sobre la mesa de madera. Un plato hondo era usado a la manera de vasija. Abuela traía el aceite y Doña Rosa aportaba el agua bendita que iría en el cuenco.
Me fascinaba poder formar parte de esa ceremonia. Sentía como si yo misma la estuviera exorcizando a mi hermana de ese poder maléfico.
Rodeando la tabla, la vecina se colocaba en el medio. Delante, el plato. El nombre completo de Inés rompía el silencio de la cocina. De ahí en más, las manos de Doña Rosa danzaban haciendo llover gotitas de aceite mientras su boca murmuraba “las oraciones”. Al final las cuatro rezábamos el Padrenuestro y el Ave María más un Gloria. Se daba así por finalizado la sesión. Doña Rosa algo pálida nos anunciaba que mi hermana se mejoraría muy pronto ya que le había pasado el dolor a ella. Eso era una muy buena señal. El “mal de ojo” estaba disuelto. Se iría junto con el agua y los ojos de aceite por el agujero de la bacha de la cocina. ¡Dios mío si hoy pudiera con esa misma frescura de infancia poder rescatarla del dolor y la tortura! Pero Doña Rosa murió e Inés no tiene mal de ojo. A mi hermana la secuestraron esos hijos de puta y yo me quedé sin mi mitad. El enojo me calla. Me aísla y quedo sin palabras.. Morite Inés ¿por qué no te quedaste en Andecito? ¿Por qué me hiciste esto? ¿Y yo qué, Inés? ¡Y ahora yo qué? ¿Qué hago con esta mitad que se seca sin poder buscarte, porque estoy como plantada cómo los eucaliptos azules del borde del pueblo.
Vivo de los recuerdo porque en ellos estás vos. Y yo te quiero a vos aquí. En Andecito como antes. Como cuando éramos simplemente “las gemelas”
Tantas anécdotas pueblan nuestra niñez Inés, ¿te acordás de las revistas “Caras y Caretas” Seguro que te acordás Inés. Si, estoy segura. Te acordás
Desafiábamos las órdenes de mamá y de la abuela y nos escurríamos en las tardes de invierno para sumergirnos en ese universo de fantasía.
Los bisabuelos, que vivían a la vuelta de casa, las coleccionaban desde hacía años y en sus páginas descubrimos que uno de nuestros vecinos era llamado integrante de “la mano negra”.
Cuando te lo leí, me contestaste, que la mano del señor en cuestión lucía blanca como la luna. No me explayé en aclararte que se refería a la mafia italiana. En realidad yo sólo repetía lo que había escuchado, porque tampoco sabía de qué se trataba. Aún así estaba segura de que eso era algo peligroso, por las palabras que utilizaba, sobre todo papá para describirlo.
A partir de ese día dábamos la vuelta a la manzana para llegar hasta nuestra casa dado que Inés se rehusaba a pasar por la vereda del “mano negra”
Las revistas ejercían una atracción sin igual para mí y por ende para mi hermana que por esa época me imitaba en todo.
El tesoro nos era proporcionado por nuestro bisabuelo Manuel. Jamás nos dijo que las hojeáramos con cuidado. Nunca fue necesario, ya que estábamos educadas en el manejo de los libros, aparte, las amábamos.
Cuidadosamente desplegábamos sus hojas sepias e ilustradas. El aroma denso a la tinta es un recuerdo tan vivo que aún lo puedo percibir. Inés esperaba con atención mis comentarios hasta que se decidió un día hacerlo ella misma y juntas disfrutamos por separado de los artículos. Muchas noches cuando no podíamos dormir comentábamos notas que nos habían llamado la atención. Traer a mi memoria esos susurros en la penumbra me llenan de nostalgia. Te extraño hermana. Esos bastardos arrancaron, al secuestrarte, parte de mí
Años después nadie lamentó más que nosotras que un primo de mamá, heredero del bisabuelo, vendiera casi regalada la colección. Deseo fervientemente que quien las conserve les prodigue el mismo amor con que las tratábamos. Estoy segura que ellas extrañarán nuestras caricias, como yo extraño las tuyas sobre mi cabeza cepillándome el pelo. Nunca te lo dije Inés, pero era una de las cosas que más me gustaba de nuestra ceremonia nocturna antes de acostarnos.
Recuerdos. Recuerdos. Recuerdos. El psiquiatra me dice que los deje salir porque así, podré elaborar la pérdida. No se. Sin embargo mientras tantos trato de seguir sus consejos y tomo a horario las pastillas que me recetó. Aunque no tengos ganas de salir de cama. Estar en nuestro dormitorio me infunde una protección que no puede igualarse a estar en otro lugar de la casa. Sé que Jorge está enojado porque hace un tiempo que no dormimos juntos. El lo hace en otra habitación con el nene.
Siento mucha culpa, pero no soporto su llanto. Estoy segura que todos pensarán que soy una mala madre. Sin sentimientos maternales. Pero en este momento no soy buena compañía para mi hijo. Confió que esto pasará pronto. Ahora sólo me reconforta recordarte. Sentirte. Ser vos y yo al mismo tiempo.
Trato de introducirme en esa parte de la mente dónde éramos sólo las gemelas y me acuerdo de los carnavales. ¡Cuánto nos gustaba y cuan vedado era para nosotras! La cuaresma era el comienzo de la agonía. Sufríamos estoicamente las tentaciones desbordantes del carnaval.
Era en esta fecha cuando mamá y la abuela se ponían más estrictas que de costumbre. Salir, nos era imposible. No había ningún tipo de concesiones.
Creo que la abuela le inculcó a mamá esa aversión por la festividad, que a todos los niños de Andecito parecía agradarles.
El agua era la protagonista de las escenas. Las corridas de las chicas soportando con agrado los “globazos” con que las esperaban los chicos de la vereda de enfrente. Todo parecía una fiesta para todos menos para nosotras.
—Esos juegos no son para niñas decentes, — comentaba severamente la abuela,
—Andar por la calle con la ropa mojada sobre el cuerpo es irrespetuoso. Además
pueden resbalarse. No, esto no es para ustedes. ¡Que Dios no lo permita! ¡Es
práctica de paganos!
Esas y mil excusas parecidas también salían de la boca de mamá. ¿Lo recordarás, en el lugar que este, Inés? Quizás, si yo lo pienso con toda la fuerza de ni cuerpo y mi mente vos lo vas a recordar. Deseo con toda mi alma que sea así.
Debo volver. Debo volver a mirarme al espejo así estás presente. Ahí estás en esa imagen devuelta como cada mañana para recordar quien soy y quien sos. Porque somos una. Te quiero y te odio. Por dejarme sola. Por abandonarme sin haberte despedido ¿Por qué no lo hiciste Inés? ¿Por qué?
El milagro de recordar te hace presente desde la distancia Inés. Te evoco en cada pensamiento porque todo lo vivimos de a dos. Porque el destino quiso que nos engendraran juntas y hoy también el destino nos separa.
Cuando éramos pequeñas nos preguntábamos, Inés y yo ¿qué seríamos cuando fuéramos grandes? Ella siempre quiso ser abogada. Lo tenía claro. Yo soñaba con ser psicóloga, pero sabía que quedándome en Andecito sólo podría recibirme de maestra. Comprometida con Jorge no tenía intensión de irme del pueblo para estudiar otra carrera. ¿Si me hubiera ido con vos quizás nada te hubiese pasado? ¿Por qué no me fui con vos a Buenos Aires? ¿Por qué?
De niña siempre suponía que en el paraíso reinaba la equidad. Sería por la educación cristiana que nos dieron nuestros padres. Ese halo de inocencia que acompañó toda nuestra escuela primaria Aunque las monjas nada de ángeles tenían, ya que nos castigaban de la forma más cruel que se le puede hacer a un niño. Nos ignoraban. El grado estaba dividido en pobres y ricos. En las hijas de los dueños de la tierra y los que no lo era. Fue allí paradójicamente donde aprendimos las diferencias. Las pobres éramos mayoría. Sumisas y temerosas
Al comenzar la jornada, temprano en la mañana, rezábamos. Nos decían que todas éramos iguales a los ojos de Dios, más aún, que los pobres entraríamos primero al reino de los cielos. Ahí comprendí que debía esperar. Que la vida sería una larga y tediosa espera.
Hoy sigo esperando por esa justicia divina que no llega. ¿Por qué? Me pregunto un vacío se impone como respuesta.
La que más sufría era Inés. Ella no soportaba el tratamiento especial que recibían algunas niñas. Ellas, las elegidas siempre para representar al Colegio en los Concursos de Pintura. Creo que eso marcó para siempre el carácter de Inés: las diferencias. Aprendió a luchar contra ellas desde esos tiempos.
Yo, en cambio me convertía en una niña retraída y melancólica que prefería la soledad del altillo de esta casa en Andecito con la compañía de los libros y los óleos.
Sí, a mi me fascinaba pintar y lo hacía bien, pero era imposible que me eligieran para representar al grado junto con Lujancita o María de las Mercedes, ellas pertenecían a la selecta minoría. Fue esa la primera vez que Inés se reveló. Lo hizo por mí. Yo deseaba con todo mi ser ir a pintara la Plaza del pueblo. Mi hermana se enfrento a la superiora. Apeló contarle a papá que la Hermana Concepción nos tiraba de los pelos y nos giraba los dedos en una forma nada celestial.
No sé si fue eso o su letanía incansable preguntándole si me iban a elegir que en la clase de Dibujo recibí la confirmación que iría. En ese momento pensé que había pecado no creyendo en las oraciones y decidí que de ahí en adelante no dudaría de la fe, que aparte, mueve montañas. Desde esta óptica, hoy aseguro que, si no hubiera sido por vos Inés, no me hubieran seleccionado para ir.
Ese año la Escuela ganó el primer puesto. Yo mi primer premio. Gracias Inés Gracias hermanita. Cómo quisiera que recordáramos juntas estos fragmentos de nuestro pasado Pero esos hijos de puta te arrancaron de mi lado
¿Por qué los provocaste Inés? ¿Por qué lo hiciste?
Tanta vida compartida. Siento en mi cuerpo tu cuerpo tratando de treparse a mis huesos y vivir en el líquido milagroso de nuestra madre.
Cuando me embaracé de Lucas, mis padres no me ayudaron mucho. Luego de la desaparición de Inés, estaban tan ocupados que parecían estar sólo en esta vida para buscarla. Yo, siempre encerrada en nuestro cuarto tratando de traerte por lo menos desde mis recuerdos .Aunque todos creen que estoy medio loca
Sin embargo nunca me negué que luego mi hijo, con sólo diecisiete años acompañara a mi madre a sus reuniones en buenos Aires, después que Matilde se fuera a España con Alberto. Ya tenía bastante con que me recriminaran que no me comprometía con su búsqueda, qué lo que le había pasado a Inés no me importaba. Si estuvieran en mi cabeza yen mis ojos. Pero te odio Inés. Te odio porque sé que no vas a volver. Me dejaste Inés y no te lo perdono. No puedo Inés. No puedo.
Sin embargo, hoy tengo una especie de escozor que se asemeja mucho a lo os que sentía en los días que fui feliz. Ayer mamá llegó con la noticia de que va a venir Candela a casa.
— ¡Candela viene! ¡Esta vez es cierto Andrea! ¡La encontramos! Si Lucas y Matilde no me hubieran ayudado todos estos años seguro que abandonaba la búsqueda, ¡estoy tan cansada!
—Mamá no te ilusiones de nuevo. Vos viste como son estas cosas. Acordate que la última vez que parecías estar cerca de una pista sobre ella. Cuando te dijeron que no era te tuvimos que internar ¿Te acordás? ¿No?
Me miró y sentí pena. Pena por ella. Por mí. Por Inés, pero sobre todo porque estoy convencida que mi sobrina no va a venir ¿O será que yo no quiero verla porque es un retazo de Inés el que me abrazará?
Miré a mi madre. Me quedé parada viéndola como si nunca la hubiese visto en años. Se veía transparente, ya no era de carne y hueso como yo, como Lucas, como Matilde, estaba translúcido como la memoria y el recuerdo.
La primera palabra que vino a mi mente fue reencuentro; volver a sentir mi sangre. Su sangre con la que compartí tanta niñez.
No hay respuestas a lo que la vida se empeñó en escribir de cada una de nosotras. Digo nosotras, porque aunque nunca lo dije en todos estos años, y todos parecieron creer que no me importaba, te llevé pegada a mi piel, a mis entrañas, como cuando estábamos en el útero de la vieja y jugábamos a las escondidas para patearla. Pero lo que sí sé es que el encuentro con Candela va a ser difícil, dicen que es idéntica a Inés ¿y yo qué?…
Nunca me gustó llorar delante de mis viejos. No me gustó. Tener que empezar a mirar novelas para justificar mi llanto. O inventarme dolores…qué se yo…Porque me habían impuesto que yo tenía que ser la fortaleza de mis viejos.
Yo te extrañaba Inés y te odiaba por abandonarnos. El desmembramiento de la familia, me convirtió en hija única.
Creo que la ausencia que sintió mi mamá fue terrible. Mi hermana era su sostén, su apoyo. Y de pronto ya no estaba.
Recuerdo que ella me dijo:
— Yo no tengo nada que perder, o sea, si me pasa algo, en realidad no tengo nada que perder. —Me quedó esa frase ¿no? Porque yo, en ese momento, no le di mucha importancia, porque no la entendí. Le dije
— ¿Cómo que no tenés nada que perder? Tenés toda una vida por delante. Me tenés…, me tenés a mí …
Creo que a mi madre le importaba solo Inés, Ahora le importa Candela
¿Y yo qué? ¿En que me he convertido para vos mamá? ¿Qué soy? ¿Sólo el recuerdo de su cara?
Mi madre cada vez que salía cualquier tipo de conversación continuaba con su letanía:
— Es azaroso—afirmaba— Es un camino largo. Hay que tener suerte. Realmente hay que tener suerte. Yo creo que en algún momento la vamos a encontrar. Creo que la vamos a encontrar. Espero que tengamos suerte. —decía mi madre a quién le preguntase por Inés o por Candela. La respeto por eso. Pero no voy a perdonarle que me ignorara todo este tiempo.
Mientras tanto escucho a mi vieja desde la habitación que compartíamos con Inés, en esta actitud que tengo, a mi pesar, de escucha permanente. Me transformo en el ojo del mundo que no quiso oírla. Que la tildó de loca. De mentirosa. De profana. Porque en verdad yo no odio a Inés. La quiero tanto que su pérdida desgarra mis entrañas y se convierte en enojo. En ira.
Nunca comprendí esas marchas circulares por la Plaza, hasta odié los pañuelos blancos, las conversaciones telefónicas. Los carteles. Los apodos. Las visitas nocturnas.
No puedo entender. Me es imposible no dar por muerto a los muertos, dejarlos en paz. Sólo recordarlos ¿Pero en realidad estoy dejando morir a Inés o las traigo presente yo también en cada momento en que recuerdo el recuerdo? Esta dicotomía me abruma y confunde.
Y ella, Marta, mi madre, la heroína indiscutible de la escena. Vieja ¿y yo?… ¿no te das cuenta que yo te necesito? Sí, ya sé, está Jorge. Pero los silencios de Jorge se han convertido en grietas infranqueables. El también se hartó de mí. Digo, de mis propios silencios.
Con Lucas y mi madre hablan poco y casi nada de lo que hacen en Buenos Aires. Es como si eso para él y para mí, fuera el mundo de ellos, no el nuestro.
Si se hubiese quedado en Andecito no le hubiera pasado nada. Pero no.. Inés quería ser alguien, decía, ¿y por qué no aquí? y ese Juan que le llenaba la cabeza.
Mamá dice que yo no parezco su hija. Que de no ser tan parecida a Inés creería que me habrían cambiado. Pero yo soy así, diferente a Inés, a su Inés. Pero mamá. Si es también mi Inés ¿es que no te das cuenta? Yo no tengo otra manera de expresarme. No soy como vos ¿Por qué querés que sea como vos? Yo soy así. Soy Andrea, tu hija. ¿Es que ya no me reconocés?
Quizás demasiado mi cuestionamiento sea simple para algunos. Compleja para otros. Soy Andrea, no quiero ser más lo que queda de Inés. Quiero ser alguien entera. Quisiera poder haber sido feliz.
Debo admitir que adolezco de esa enfermiza tendencia a no creer a mi madre. Es que hace tantos años que dice: Candela va a venir. Va a estar con nosotros. Y nunca sucedió nada, porque siempre era la nieta de otro la que encontraban
En secreto, escuchar su ritmo de vivir sin que ella me viese, es el único placer que me llevaba al paroxismo. Porque en esos momentos de soledad puedo ser yo y no una réplica de Inés.
Candela. Inés. Inés. Candela. Candela. Candela. Inés, Inés. Inés. ¡Si ni siquiera sabemos si llama Candela! ¿Y yo qué?… Lucas nunca me lo perdonará, ¡pero que va! ¡Es mi vida y yo soy así!
Nombre a nombre con esa capacidad de llenar el vacío de una realidad, que es tan plena como la vida. Y yo saliendo cada vez menos de la casa. Construyendo un campo de exterminio para mí. Mi universo no es mayor al de la maceta que riego por compromiso
¿Habrá algo tangible que llene más el tedioso acontecer, que escuchar en silencio a los protagonistas de esta historia que me asfixia? La única que parece haber sucedido en este mundo y que se adentra devorándomelo todo junto al rítmico devenir de mi dolor. No, no lo hay. Sólo me permito asomarme a ellos un poquito, como si los interrumpiera entre tanta importancia por la pérdida y la búsqueda frenética, Dejo oír como se suceden los hechos que les ocurren. Inés siempre Inés. La desaparecida. La extraviada. La omnipresente. La única. ¿Y yo qué…? Si hasta mi único hijo se ha sumado a la vorágine de mi madre más de lo que yo hubiera podido imaginar y desear.
Es por esta razón que me atrevo por primera vez hablar a través de este diario. Aunque sólo sea para mí. Ya que el tiempo en el que ellos viven, nadie más que yo conoce, ni siquiera Inés o Candela, o cómo se llame, y que sin embargo, algún día llegará a ser muy importante.
Pero voy a dejar estas reflexiones para más adelante y entornaré los ojos para ver mejor lo que parece lejos. Y no es tratar de actuar con miopía, sino verdadero interés.
¿Vendrá Candela? ¿O sólo es una ilusión de mago que saca de la galera un nombre al azar?
Entorno aún más los ojos. Entonces, mirando tras la pradera –césped- jardín, comprendo que lo que tiene que ser en forma inevitable se dará, como el paso por cada hoja de cada árbol.
Harta ya, hastiada de tanta búsqueda, acudiré a la cita para reunirme con Candela, si es que es verdad que viene. Pondré mi mejor cara. Mi mejor ánimo para enfrentarme al espejo de mi juventud y a la de Inés.
¡No llores más mamá! Que alguien nos contará el significado de las cosas que no tienen significado alguno, o al menos un poquito Porque así pasamos por la Tierra dignificando nuestro paso.
Con la venida de Candela quizás pueda redactar un nuevo universo y modificarlo a diario. Conocer las respuestas a mis miedos e intercambiar en segundos cualquier resultado que en ese momento considere como un valioso fruto de mis propios malabarismos.
Compartir mis interpretaciones de la realidad de una forma hasta ahora inexistente, sólo conmigo, con la único que queda de esa masa inseparable que nunca dejamos de ser Inés y yo.
Experimentaré la presencia de Candela para hacer nítido el secreto mejor guardado de mi vida. Lo digo aquí, ahora, escondido, porque es un secreto que debo respetar.
La nota, la conservo. La tengo aquí, aferrada a mi mano derecha, apretando las disimuladas frases que nunca dije que existieran. Que nunca confesé y no me arrepiento. De haberlo compartido estaría hoy en deuda con Inés porque si ella hubiera querido que todos lo supieran, la hubiera dejado en un lugar cien. Sobre el televisor, por ejemplo que todos lo mirábamos. Pero no. La dejó en nuestro cuarto escondida debajo de la almohada Yo creo que la ocultó para probarme. Si es así ¿le fallé?
Se que la relación que hoy tengo con mi hijo es tan delgada como un hilo. Débil, a tal punto que sólo hablamos de temas de la escuela. Yo estoy por jubilarme de maestra, y eso me da cierta tristeza. La docencia, si bien no fue mi vocación, siempre mi ha sido mi refugio.
No es que no esté contenta con la llegada de Candela, o con lo hecho hasta ahora. No es eso. Es simplemente la curiosidad por ver hasta donde llegará esta ficción. Tratar de darle coherencia a esta novedad que mi padre no puede ver ni verá porque la tierra ya lo adoptó como suyo hace ya varios años.
Espero que la visita de Candela nos una. Yo sé que no fui para Lucas, la madre que él hubiera deseado tener, pero lo quiero, mucho, muchísimo. Lamento que mi incapacidad para relacionarme me haya alejado de él. Hubo tantas preguntas que no supe, o no pude responderle. Tal vez la llegada de Candela sea un punto donde converjamos todos y podamos ahora, despojados de las tristezas, poder ser una verdadera familia como de seguro un día habrán deseado mis padres.
Mario
“decir más que esto/en realidad
no quiero/visto
el duro olvido general/las pérdidas de guerra/el
escándalo de la belleza incesante
Juan Gelman
II
Un lento respirar me fuerza a detenerme en las últimas cuadras. Abro ampliamente los pulmones. Lento y profundo, como me dijo el doctor Suárez:
—Mario, entiendo por lo que usted está pasando pero no se extralimite, su corazón está estabilizado con el by pass, pero los nervios…cuídese.
Los pies apoyados apenas sobre una fracción de cemento que me rechaza como si yo estuviese de más en este lugar y mi cabeza fuese una caverna, donde las palabras me rebotan en ecos de un llamado visceral. Inés, ¿dónde estás, Inés?
No puedo dejar de pensar en la última imagen que mis ojos se llevaron de ella, cuando ayer dejamos la casa, para viajar con Marta hacia aquí: la foto de Inés. Inés envuelta en la túnica blanca que le hizo su madre. Si me parece estar viendo a mi mujer sobre la máquina de coser haciendo como siempre dos vestidos iguales. Uno para cada una, pero al final sólo Inés se lo puso. Para Andrea era una bolsa Así dijo: Una bolsa informe. Se encerró en la habitación para salir justo a las siete, hora en que vino a buscarla Jorge para ir a la fiesta de graduación en el Club Independencia.
-—Chicas, —les dije, —lleven la Polaroid y tómense una foto juntas. Pero Andrea no quiso perpetuar ese momento. No estaba conforme con el vestido que había elegido, ni del peinado que se le había arruinado con la humedad y que se yo cuantas otras excusas puso para no salir en la toma.
¡Qué lástima¡ ¡Como me hubiese gustado tener una fotografía de las dos juntas! Hacía mucho tiempo que no lo hacían. Antes, de chiquitas, había que retarlas. Siempre del brazo, enredadas en una continúa trenza de dedos. Al mirarles las manos no se podían diferenciar cual pertenecía a cual. No se despegaban. Si hasta en la escuela las maestras nos recomendaban:
-—Hay que separarlas un poco. No es bueno que estén tan unidas. Después van a sufrir ¡y cómo sufrieron Dios!, ¡cómo sufrieron!
Recuerdo ese día en detalle. Sé que para Inés fue muy importante, se había animado a presentarnos a Juan, su novio. Me gustó el pibe, a Marta también. Además era bueno que no estuvieran solas en Buenos Aires. Matilde era muy tímida y un hombre para acompañarlas nos pareció que sería una buena idea. Los tres se habían anotado en la Facultad de Abogacía y pensaban alquilar un departamento para compartir los gastos.
Jorge y la melliza se les sumaron y así los cuatro, despidiéndose, se fueron en el Gordini. Le presté el auto con ganas, el novio de Andrea manejaba muy bien y era muy responsable, así que nos quedamos tranquilos. Contentos por ellas. Las dos con novio. ¡Como pasaba el tiempo!, ¡no lo podíamos creer! Me parecía que había sido ayer cuando les hacía caballito una en cada pierna.
El calor estremece cada poro de mi cuerpo. Se me hace interminable la larga vereda de Avenida del Libertador
—Falta poco, sólo dos cuadras—mi mujer trataba de animarme
— ¿Qué pregunto Marta? ¿Cómo lo hago?
—Así de simple—me contestó con esa fortaleza que me parecía abrumadora— ¿Tienen a Inés Domínguez detenida aquí? ó ¿Está Inés Domínguez aquí? —agregó
—No se si voy a poder, Marta.
-—Eso lo veremos cuando estemos frente a ellos. Vos no te preocupés.
Cierro los ojos. Abro los brazos intentando abrazarla desde la transparencia. Quiero convertirme en pájaro. Ser viento, o apenas un grano de tierra desaforado. Rodando, volando hasta llegar a ella aunque sea sólo para rozarla y sentir su presencia.
La tela de mi camisa parece que va a estallar como una vela desgarrada por la tormenta. Aprieto los ojos y me dejo llevar por el brazo de Marta que me arrastra como un barco varado en el medio de una meseta.
La figura de Inés se construye en mi cabeza mientras la tela gime y gime.
-—Mario, ¿qué te pasa? No te vayas a descomponer ahora, ya llegamos.
— ¡No! No mujer ¡dejate de joder! Estoy bien.
Miro hacia arriba. El cielo se ve más intenso que la tierra. Vibra de colores hasta enrojecerse en un fuego profundo y cambiante. Sanguíneo y gigantesco, parecido a la angustia que quiere tragarme.
— ¡Tiene que estar viva, Marta!, Tiene que estarlo, sino me muero.
—Tantas discusiones vanas al final de la cena e Inés callada. Sólo escuchando y haciendo dibujitos con lo que quedaba en el plato que siempre era mucho porque casi no comía nada cuando discutíamos—Recordó mi mujer.
Lo que mucha gente del pueblo no sabe es como se sucedieron los hechos que forman las piezas de este macabro rompecabezas. Mi hija estaba en contra de esta forma de gobierno que se encargó de hacerla desaparecer. Yo trataba de convencerla de lo contrario, diciéndole que eran cosas de jóvenes. Que no se metiera en nada…que tenía miedo por ella, ahora que se iba a la ciudad. Miedo tengo ahora de no encontrarla.
Después de lo Inés, sin profesar sus ideas me uní a algunos sindicatos y organizaciones, sólo por tratar de recuperarla, porque me dijeron que ellos estaban trabajando en las búsquedas, pero nada de eso dio frutos. La habían secuestrado y en el fondo de mi ser temía no volver a encontrarla. Sin embargo esa rabia me dio más fuerza para buscarla. Yo sólo soy un simple empleado del único banco que hay en Andecito. Un laburante que vivía sólo para mi familia. Levándosela nos destruyeron. Esos hijos de puta me arrancaron un pedazo de mi carne.
¡Inés!, ¡Mi princesa! ¿Dónde estás?
— ¿Dónde estará Marta? Vos viste cuantas veces traté de convencerla para que dejara la Facultad y se volviera al pueblo que es más seguro.
—Culpándote no ganamos nada Mario
—Inés, le dije esa noche ¿te acordás? Cuidate. Mirá que esos tipos no se “andan con chiquitas”. Tené cuidado hija. ¿Por qué no hacés como Andrea? Piensa casarse con Jorge. ¿Por qué no te volvés al pueblo? Todos estaríamos más tranquilos.
—Mario. Dejá de recriminarte. Te va a hacer mal. Ya te dijo el doctor. —Mario no la escuchaba.
—Mirá que son lindas ustedes, — les dije.
— Sí, me acuerdo. —Contestó Marta sonándose la nariz— Yo te respondí: dejala Mario que ya es grande y sabe lo que hace ¿Entonces lo que le pasó es culpa mía por permitirle que se fuera? No, Mario. La culpa no es nuestra. Es de estos desgraciados que nos arruinaron la vida al llevársela.
-—Papá, me rebatió ella, —Mario repetía las palabras de su hija— Sabés. No soy como Andrea. No quiero quedarme aquí en Andesito. Quiero progresar. Ser abogada. Es mi oportunidad, papá. Además ya estás al tanto de que estoy de novia con Juan. No, no me mirés con esa cara si ya te lo presenté. ¡Lo quiero papi! Comprendeme—Había suplicado Inés.
—Esas fueron las últimas palabras que le escuché decir, Marta. Luego sobrevino el silencio y la pérdida.Se llevaron a nuestra hija, Marta. Fueron ellos. Lo sé. Esos hijos de puta la secuestraron y vaya a saber dónde la tienen.
—Calmate Mario. Calmate y caminá, que seguro algo nos van a contestar.
Sin embargo ese día chocaron contra un muro de hierro. Impenetrable y burlón. Se les rieron en la cara con la soberbia de los imbéciles.
Tiempo después nos enteramos por una llamada anónima, que Inés había estado en la ESMA. Que había dado a luz una nena antes morir. Teníamos una nieta ¿Pero dónde estaba? Nosotros habíamos estado allí, sólo a unos metros de dónde ella se encontraba y no pudimos poder hacer nada, ni siquiera tocarla. La impotencia nos desgarraba. No podíamos dejar de pensar que mientras nos echaban quizás la hubieran estado atormentando Allí empezó el verdadero martirio para la familia.
Nosotros, digo nosotros, porque mi mujer me acompañó abandonándolo todo, aún a Andrea que era tan jovencita. Comenzamos un largo peregrinar y golpear puertas que nunca se abrieron. Como familia de desaparecidos buscamos también asesoramiento jurídico para ver si los encontrábamos. Descubrimos que eso también era peligroso. Buscarlos era peligroso. ¿No era una locura que estuviera sucediéndonos esto? Para mí, meses antes, si bien temía por lo que se comentaba que sucedería en el país, me era impensable que nos atravesara una cruz como esta. No lo podía creer, ni asimilar. Ni seguir viviendo. Respirando sin la presencia de Inés, temía no volver a estrecharla nunca más entre mis brazos.
Andrea me preocupa. La siento distante, como si la desaparición de su hermana no le importara. Pensar que eran tan unidas, pero cuando Inés decidió irse de Andecito, ese lazo pareció haberse quebrado. No la entiendo, ¿si se acercara un poco a su madre? Ella la necesita, aunque no lo pida. La conozco. A Marta le vendría bien que su otra hija la apoyase, pero Andrea se mantiene callada, sólo le habla al nene a veces. Está muy deprimida y se encierra casi todo el día en el dormitorio de soltera.. No veo que las cosas con Jorge estén muy bien, aunque él la atiende y es muy trabajador. Realmente es un buen padre, se encarga del nene para todo, porque Andrea parece estar en otra cosa. Sin embargo, no sé definirlo, los envuelve una frialdad que parece inmovilizarlos.
Con nosotros no se muestran comunicativos. Yo siento como si estuviesen enojados. Nosotros también estamos enojados ¡Que va! y con mucha bronca. No con ellos, sino con los otros. Con esos malditos que nos arrebataron nuestras vidas. Nuestros proyectos, Nuestras esperanzas.
Creo que es mejor darles tiempo a estos chicos. No asfixiarlos. Tienen un nene chiquito y sus trabajos, que se yo. Ya se verá ¿Quién te dice? Quizás ellos mismos nos ofrezcan su ayuda para buscar a la nena de Inés, ahora que está confirmado que nació, que existe. Tenemos que encontrarla, sería como rescatar a mi hija de las garras de la desmemoria, del olvido. Y yo enfermo encima, sin poder ayudar como quisiera a Marta.
—Pasame el diario. Quiero leer un rato, — murmuré, mientras me acomodaba en la cama del hospital.
Es terrible para mí no poder estar en la calle buscando como Marta. Para colmo, se nos tilda de terroristas ¡Pero qué terroristas! Si nosotros sólo queremos a nuestros hijos. A nuestra Inés. A nuestra gemela.
Sin saberlo cuando revelamos la desaparición de Inés, sólo llevados por el impulso de justicia, nos convertimos en parte del pequeño porcentaje que hizo las denuncias ante la CONADEP. Estábamos seguros que nuestra hija no se había ido al exterior cómo decían o con ningún noviecito. Si mi hija ni tenía pasaporte.
Y la llamada… esa comunicación oscura que nos desgarró el alma y a la vez nos llenó de esperanzas.
–No la busquen más, la tiraron desde un avión. Había dado a luz una nena antes de morir. —de inmediato colgó.
¿Qué relación tenía esa persona con Inés? Nunca lo supimos. Sin embargo agradecimos a Dios que se hubiera animado a llamarnos.
Era difícil hacerse a la idea que nuestra hija no pertenecía más a este mar de sollozos que nos inundaba. Era inaceptable para nosotros que hubiera muerto en uno de los campos de tormento prolongado y sistemático.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
“La tiraron de un avión” No entendía eso ¿Cómo se tira gente de un avión? Parecía no haber respuestas ante ese increíble sacrificio ¿Pero quién? ¿Quienes? ¿Por qué? ¿Por qué a Inés? ¿Tanto mal había hecho para que mereciera una muerte semejante? Con el tiempo esos interrogantes se fueron contestando para adquirir tamaño de tragedia. Era cierto. Nuestra Inés había sido arrojada en uno de los tantos vuelos de la muerte. Fue una más entre las quince o treinta personas que una vez por semana se lanzaban sobre el río de La Plata. Al Dique San Roque y otros ojos de agua, saturados antes de altas dosis de anestesia. Arrojados como desechos peligrosos. No podíamos concebir que Inés fuera una de ellas. De ser así, nunca la encontraríamos. No nos resignábamos a que no sólo estuviera muerta, torturada, sino que además nunca tendríamos un cuerpo. Un cuerpo para enterrar.
Después. Siempre después, nos enteramos que por cada detenido, los azules desgraciados utilizaban alrededor de diez personas para secuestrar a cada uno de nuestros hijos. La cifra horrorizaba, pero era real, concreta, aunque nos resultara incomprensible. Era inimaginable que unos seres iguales a nosotros en carne y especie hubieran participado en tales horrores.
Inés ya no existía. Debíamos luchar por recuperar a nuestra nieta, estuviese donde y con quién. Eso era lo único que nos movilizaba.
Andrea nunca se repuso después de la noticia de la muerte de su hermana. Seguimos creyendo que con el crecimiento y las monerías de Lucas cambiaría su estado de ánimo, pero eso no sucedió. El nene es idéntico a su madre y a su tía. Una bendición y un calvario que se dibuja desde esa carita que nos trae la viva imagen de las mellizas cuando eran unas bebés. Creo saber que es eso lo que la aleja de su hijo.
Marta comenzó a actuar con un grupo de madres a pesar de saber que serían severamente reprimidas. Es más, creo que eso le dio a mi mujer un nuevo impulso. Actúa como un volcán en erupción reclamando justicia.
Oídos sordos hacemos a todas esas palabras y amenazas y continuamos con las averiguaciones que sólo se detienen por mi infarto. Mi cuerpo pide a gritos un poco de paz. Pero eso es imposible, debemos de seguir la búsqueda. Se lo debemos a Inés y a su hija. Nuestra nieta, porque nunca dudamos que la beba esté viva. Ellos son muy inteligentes y sacarán provecho del nacimiento. De eso estamos seguros.
Pero a pesar del empeño que pusimos no conseguimos nada y mi estado físico empezó a deteriorarse cada vez más. Es Marta la que anda de aquí para allá buscando, preguntando, rogando. Sí rogando porque no hubo ni un Obispo al que no visitara para implorar ayuda. Pero la Iglesia se mantiene callada. Increíblemente con su silencio apoya al Gobierno militar. ¿Dónde está Dios y su piedad? me pregunto. Seguro que lejos de los hombres que lo representan en este momento.
Hace casi seis meses que estoy aquí, en el Hospital de Clínicas. En Andecito no podían atenderme, Mi situación de salud se complicaba cada día. Por eso, el año pasado, alrededor de mediados del 78, en pleno Mundial de Futbol me internaron. Cosa rara el futbol, parecía que a la gente sólo le importaban los goles. Diez países europeos nos visitaron. Cuatro americanos, Irán y Túnez. El Papa desde Roma envió su bendición. Esto sí les interesaba. Los desaparecidos no eran parte de sus sagrados mecanismos.
No podía creer lo que veía por la tele: al son de la marcha militar, el general de la Junta Militar condecoraba al presidente de la FIFA durante la ceremonia de inauguración en el estadio Monumental de Buenos Aires. Parecía un mal sueño del que no podía despertar
A unos pasos de la cancha funcionaba a pleno un campo de detención. El centro de tormento y exterminio de la Escuela de Mecánica de la Armada. Allí, en el mismo lugar donde torturaron y mantuvieron detenida a nuestra Inés. Allí donde nacía en cautiverio mi nieta. Allí, donde nos habían despedido a Marta y a mí de un portazo y una negativa.
Los únicos que tuvieron huevos para expresar sus sentimientos a la hora de recibir los trofeos fueron los jugadores holandeses. Ellos se negaron a saludar a los jefes de la dictadura.
Me acuerdo que grité asustando a las enfermeras
—¡Arriba Holanda¡¡ y gracias. Gracias en nombre de mi hija, de mi nieta, de Juan. Gracias, en nombre de todos los que no pueden hacerlo, carajo.
Marta me observa. Ya no me reta. Me deja hacer. Si bien me cuida, no puede hacerlo tanto como quisiera, las reuniones le llevan mucho tiempo. Además como se ayudan tanto unas a otras, siempre hay alguien que necesita dedicación especial o asesoramiento. Mi mujer nunca se niega. Asegura que ayudando, siente que de alguna manera se acerca a la verdad. En eso estoy de acuerdo.
Eso sí, se pasa las noches sentada en una silla incómoda a mi lado. Duerme con la cabeza apoyada en mi cama. Luego, por la mañana parte, con la ropa arrugada que aplaca con los dedos, como si su mano fuese una plancha. Vuelve a la nochecita y trata de reanimarme comentándome algo que seguro ya sé.
—Mario, querido. Te traigo noticias: una chica que estuvo en cautiverio con Inés me confirmó que es cierto lo que nos dijeron por teléfono. Tuvo una nena, Mario. Se la llevaron de la ESMA a los dos días de vida. Nació bien y dicen que tiene la carita igualita a la de Inés. Debe tener un año, más o menos, como Lucas. ¡Mirá si la encontramos Mario! ¡Sería y milagro!
Me hago el disimulado, como poniéndome contento. No quiero que Marta se de cuenta ni de mi desánimo ni de mi estado. Estoy convencido que serán muy pocas las posibilidades de encontrarla. Lo se. Presiento que nunca más volveré a ver el cuerpo de Inés ni a mi nieta. Pero ella seguirá buscando. En cada pista. En cada hilo de una historia que se irá desflecando con el tiempo.
Supe que no sobreviviría a la cacería de toda una generación. Al dolor de perder a Inés, que sabía secuestrada, torturada y asesinada Me di cuenta que ahí residía una las claves que idearon esos hijos de puta: quebrar las mentes y los cuerpos. Conmigo lo habían conseguido Yo era una víctima más y encima una víctima enferma, moribunda, que no tenía las fuerzas suficientes para enfrentarlos. Porque como individuo y como padre me encontraba paralizado y eso me torturaba tanto como ellos lo habían hecho con Inés
Podría llorar de pena. De una tristeza antigua. Carnal y trascendente. Podría reír de euforia, de una euforia última que entra por mis ojos para extenderse en mi organismo hasta el más lejano rincón de su universo de venas. Tan pequeño y enorme. Tan infinito y mortal.
Cierro mis ojos y trato de imaginar a Inés y a su hija. Las veo desdibujadas entre otros cuerpos que no tienen formas ni contornos. Me siento pájaro, cielo. El sol arde en mi piel ahora que ella es viento, porque mi princesa, mii Inés se ha convertido en mi aliento. En el aliento del mundo.
Hoy mi mujer, vino con Andrea y el nene No trajeron noticias. Ni buenas ni malas. Nada, Pero nada es todo y todo es el fin
Ya no camino y hablar me cuesta cada vez más. Me colocaron una inyección y ahora los veo a todos como si pertenecieran al elenco de una obra en construcción. Mis párpados se hacen pesados y me dejo llevar profundo sólo acompañado por la mirada azul de mi nieto.
El sol declina hacia el oeste. Grandes nubes cambian de colores. Blancas, rojas, violáceas, otras se vuelven suavemente azules. El cielo es más intenso que la tierra, vibra de colores hasta enrojecerse con un fuego profundo y cambiante para extenderse sobre el horizonte. El viento acompaña con profundos suspiros al crepúsculo.
— ¡Algo le pasa a tu padre Andrea!
— ¡Enfermera! ¡Enfermera!
Lucas
“como un martillo la realidad/bate
las telitas del alma o corazón/forja en
caliente o frío/no presume/reseca
ilusiones podridas/piensa”
Juan Gelman
III
Después de morir el abuelo e irse Matilde a España con Alberto. ¿Quién se hubiera encargado sino yo de acompañar a la abuela en esa maratónica elipsis de caminos encriptados? Donde encontrar nada es encontrar todo.
Muchos se negaron. ¿Quizás por miedo? ¿Por no comprometerse? No se. Ni quiero saber. Sólo confirmo que nos dejaron solos. Solos en la pérdida y en la búsqueda.
Lo terrible, es que a nosotros también nos costó comprender y nos cuesta aún aceptar los horrores. Los terribles horrores que vimos y escuchamos. Incluso, habiendo pasado tanto tiempo. Porque llevamos prendida a mi tía Inés como una mordaza a nuestros cuerpos.
Siempre fuimos así, los señalados, los diferentes, los infectos. ¿Qué me importa?, yo estoy orgulloso de ser el sobrino de Inés. “Esa, la que algo hizo”. “La que algo escondía”. “La que qué me importa, que se joda, en algo andaba”. “No se hubiera metido”. Fue duro hacer oídos sordos a esos murmullos que a veces se volvían gritos. Diferente al grito que me hace llegar ella, desde la foto colgada sobre la pared. Es un grito de ausencia. Un pedido de justicia. Una súplica.
Es raro, la abuela pocas veces se detiene ante esa fotografía. Sólo lo hace para sacar el polvillo que se acumula en sus bordes y en alguno de sus ángulos. Pero nunca comenta la imagen de Inés que quedó detenida en ese efímero y eterno instante.
La toma no hace mérito a su belleza. Todos en la casa comentan que no era fotogénica, pero la encuentro hermosa. Tanto como a mi madre.
Desde la túnica de bambula blanca que le llega hasta los tobillos parece una niña grande. El cabello oscuro rozándole los hombros para esconderse en la espalda. ¿Quién la habrá tomado, hace tantos años, en la fiesta del estudiante?
Tantas veces fui a ese lugar en que se tomó la foto. Quizás para recorrer las huellas transparentes de los pasos de mi tía en el patio del “Club Independencia“.
Estoy seguro que alguien del pueblo, aparte de Matilde, tiene una idéntica porque al lado de ella, está Elena, Stella Maris, la madre de Paco, mi mejor amigo, y otras jóvenes que no reconozco. Quizás ellas estén mimetizadas por la agujas del tiempo. Todas se ven fundidas en un indestructible abrazo de amistad.
Desde el aroma de las glicinas de los jardines de Andecito, el viento que arremolina las hojas murmulla la falta de la ausente. Las demás están repartidas en diferentes barrios, ajenas a la diaria tortura de buscarla. La única que a veces pregunta es Stella. No sé si por interés o compromiso.
Aún hoy los que la sobrevivimos, llevamos el estigma de su desaparición porque somos los únicos que tenemos esa huella de sangre y la pagamos, porque a nadie más le arrebataron ningún familiar en el pueblo, así, de esta manera. Nosotros, si es que mi tía hizo algo la pagamos con su ausencia. Sí que la pagamos, porque nadie nos ayudó, éramos y somos la vergüenza del pueblo.
La peste.
Cuando trato de recordar cómo sucedió todo. Cómo viví ese tiempo, me parece haber estado inmerso en una pesadilla. Es difícil comprender como pude estar más de la mitad de mi vida en piloto automático.
El proceso fue lento y doloroso. No podría precisar cuándo comenzó. Quizás el mismo día en que se llevaron de nuestras vidas para siempre a Inés. Es extraño pensar todo lo que sucedió como un proceso. El término ya tiene demasiado que ver con su desaparición.
Recuerdo cuando, de la biblioteca de Inés, que mi abuela tenía guardada, quizás escondida, en un armario, tomé aquel libro. Tenía entonces poco más de nueve años. El nombre me llevó a tomarlo. Había vuelto la democracia y en aquella época todo el mundo hablaba del proceso y yo quería saber qué era.
Años más tarde, descubriría que se trataba de otro proceso que el escrito por Kafka. Entonces, ese libro, tomado por atracción, marcó mis primeros años. Todavía recuerdo la lectura. Cantidad de palabras y frases que no entendía y que volvía a leer y releer. Palabra por palabra, tratando de recomponer con el contexto el significado total. Me llevó varios años poder hacerlo. Y creo que lo entendí después, ya terminando la adolescencia.
A través del proceso de leerlo fui recibiendo el marco que me permitiría comprender aquel otro proceso por el que desapareció Inés. ¿Es posible que todo fuera tan literario? La biblioteca de mi tía Inés ocupó su lugar en mi infancia. Me enseñó los valores y la forma de relacionarme con el mundo. La literatura siguió años ocupando un lugar privilegiado en mi vida. Fue lo que finalmente desencadenó todo.
Mis otros recuerdos de niño: mamá abrazándome junto a la abuela. Todos llorando sin mencionar palabra. Apretados, muy juntos.
Recuerdo una pesadilla recurrente. Hombres sin rostros, entrando en la casa para llevarse a Inés. Yo inmóvil, escondido entre el último estante de la biblioteca y el plafón. Viéndolo todo, desde arriba. Al despertar me paralizaba el terror. Mi madre no estaba a mi lado. Su depresión la alejaba de todo. Hasta de mí
También tenía otra pesadilla: el del coche que regresaba. Un Renault 12 amarillo trayendo a mi tía a nuestra casa de Andecito. AGREGAR
Recuerdo a mi compañero de banco, cuando tenía siete años, que me preguntó sobre ella y yo le respondí con la mentira de siempre: está estudiando en Buenos Aires.
Tendría que inventarse otra palabra para este tipo de mentira. La palabra mentira es equivocada. La mentira es para engañar al otro. Yo, con ese vocablo intentaba protegerme. Mi compañerito contestando: No es así, tu tía está muerta y la humedad de las lágrimas que se habían adelantado a la posibilidad de cualquier otra respuesta o pelea.
De chico la instrucción por parte de mis padres de no hablar de eso porque eso había dejado de existir, auque siempre estuvo ahí, a la sombra de la biblioteca. Recuerdo que con diez años me enteré que mi tía había estado afiliada a un partido político. El solo hecho de escuchar la palabra político me hizo prender las alarmas. Había aprendido a callar. A enterrar. A mentir. Siempre había vivido mi doble vida y la política, significaba peligro en mi manual de supervivencia. Y la angustia por mi tía, y después mi prima que estaba en peligro y las pesadillas entre el techo de la biblioteca y el plafón de nuevo y la angustia como sólo puede sentir alguien con diez años.
Del secundario. Los exámenes———-, a acompañar a la abuela a buscar el cuerpo de mi tía y el paradero de mi prima. Con los años vería esta elección como un intento más de diálogo con mis padres que parecía no importarles que la hubiesen secuestrado. Y yo, con mi búsqueda en la biblioteca de Inés. Trataba de descubrir algún mensaje encriptado, que me condujera a sentir su vida. Su presencia.
Luego, el accidente de mi amigo Leo. El camión que casi le arranca la pierna y la sensación de que todo puede terminar en un segundo. El sabor del absurdo y el abandono me asaltaba la boca y la garganta. ¿Quién podía entender lo que esta decisión significaba en mi sistema de pensamiento? Otra vez la sombra de la biblioteca en un diálogo que había sido interrumpido.
La sed de saber. Empezar a leer. A cuestionar. Así llegué a Verónica. Al primer día de verla sentí que la conocía de toda la vida. Tomamos un café en la única confitería de Andecito. Ella había venido a entrevistar a la abuela. Nos contamos nuestras historias. Ella vivía algo parecido. Me sentí desdoblado, podía oír lo que estaba contando como si saliese de otra boca y repetía una historia que por primera vez se estructuraba en mi memoria. Otra vez la literatura y la narración. Muchas postales y sensaciones que siempre habían coexistido comenzaban a relacionarse y a formar una historia. Mi historia.
Desde ese universo paradojal construí el marco en el cual podría finalmente recibir a Candela. Pero esto era solo formal, algo me impedía sentir, dar el último paso. Verónica me había contado que todavía estaba en terapia, algo que yo rechacé siempre.
Me condenaba a no enamorarme. No había lugar para el amor entre la repisa y el plafón. No había lugar para sentir. Sentir era sufrir.
Tuve que combatir luchas internas entre mis realidades: la del secreto y la de la búsqueda. A veces ganaba una. A vces la otra. Las estructuras me obligaban a mantener mis mecanismos defensivos en alerta permanente.
Pero lo que sentía por Verónica era más fuerte de lo que pensaba. Esa posibilidad de duelo de a dos cambió mi forma de vivir. Esa experiencia no era un punto de llegada. Todo lo contrario, se convertía en un nuevo comienzo. Podría pensar en una vida sin emociones adormecidas. Sin secretos.
Si. Me sentí liberado de un peso increíble: el del silencio. Esta nueva manera de vivir no fue fácil, y a veces tampoco agradable. Sólo con Verónica podía alejar las sombras que acechaban mi vida.
Una tarde fuimos al cine en Buenos Aires. Cine independiente. Vimos una película de Marco Becáis. Tuve que salir de la sala corriendo. Era Garage Olimpo, un retrato de uno de los más famosos campos de concentración durante el proceso. En el segundo intento pude permanecer en la sala hasta el final pero me costó un gran esfuerzo no vomitar. Esa película, extremadamente fuerte, reponía en mi cabeza imágenes que hasta ese momento faltaban.
Si bien muchas veces había tratado de imaginar la tortura, el cautiverio, las imágenes que había visto superaron todas mis barreras de protección. El horror de Garage Olimpo agregó más piezas al rompecabezas infernal que es la desaparición de mi tía Inés. Lejos del morbo innecesario, la película muestra sin metáforas ni alegorías la brutalidad del proceso. Al tiempo compré el DVD, aunque nunca me atreví a verlo de nuevo, pero lo guardo con cuidado. Lo siento como algo mío. Es extraño, lo percibo como si fuese mi herencia familiar.
Reconocí similitudes entre la búsqueda que realizaba el protagonista de la película y la que yo mismo realicé al final de mi adolescencia. Él deja de ser Javier Ramos para convertirse en un hijo de desaparecidos. Yo también tuve la sensación de haber tenido que cambiar de piel para poder convivir con el pasado. De haber tenido que liberarme de un personaje para poder aceptar mi historia.
La película comienza con la imagen de un parto en cautiverio. Una mujer pare gemelos. La situación es infernal, ella puede salvar a uno, a la niña. Es allí donde la realidad se divide. En la unificación de la realidad está la tensión del film: Rosa, la que permaneció con su familia biológica, sin sus padres y sin su hermano. Tendrá luego que hacer las veces de Virgilio y guiar a Javier, su hermano apropiado, por el infierno. Entre otras cosas, Javier descubrirá que fue despojado de toda su historia y familia, viviendo en una gran mentira. Criado por miembros del proceso, cómplices de la tortura y muerte de sus padres.
Esta es otra de las formas de horror a la que nos tuvimos que enfrentar los familiares de desaparecidos. Llevada hasta el punto más extremo de crueldad. Niños apropiados por los asesinos de sus familias. Era similar a mi historia. A todas las historias, que como Inés tuvieron la desdicha injusta de parir en cautiverio.
El personaje de la película vive, una doble realidad presentada con una clara demarcación territorial: Javier Ramos habla italiano, vive en Milano, en un paisaje gélido y deshabitado. Rosa actúa como la llave hacia la otra realidad, hacia el otro territorio. Entonces la quietud de la ficción que es la vida de Javier Ramos se verá progresivamente invadida por el sonido de tambores que empiezan a filtrarse por las grietas de la farsa sostenida por sus secuestradores.
La acción de Rosa producirá finalmente el derrumbamiento total de la mentira, entonces nos encontramos en el mundo del hijo de desaparecidos: el orden de las imágenes en Europa es reemplazado por el caos de Buenos Aires. El silencio, por la música de los tambores que se hace continua. El italiano deja paso al español del río de la plata. Los últimos rasgos de Javier Ramos se desintegran, dejándole lugar a una nueva identidad que es un signo de interrogación.
En todo este movimiento hubo un reflejo de Javier que me impactó. Luego de enterarse de lo que les había sucedido a sus verdaderos padres alucina, en un estado de desesperación, el reencuentro con estos padres ausentes, a los que imagina jóvenes, detenidos en el tiempo. Reconocí este reflejo como algo de mi pasado. Una manera de sobrevivir al horror. Esta construcción se destruye rápidamente y Javier, destrozado, regresa con sus falsos padres, intenta buscar refugio en la estructura ficcional en la que siempre vivió pero que ahora está vacía de significados, no funciona más. Y allí es cuando Javier Ramos muere y nace el hijo de desaparecidos.
Un cambio gigantesco que le cierra para siempre la puerta de su realidad anterior. ¿Cómo se puede negar la verdad una vez que se conoce?
Candela vendrá. Nos abrazaremos. Y la vida de Inés que se le fue a mi abuela llevándose parte de su sangre, podrá, quizás renacer en el jardín de espinas de Andecito.
A veces me parece increíble que durante tantos años pude adormecer mis sensaciones sobre la desaparición de mi tía. Creo que ahora sería imposible tratar de meterme en una de las rutinas que con anterioridad me servían. Jamás podré volver atrás de esta toma de conciencia, de asumir quién realmente soy. Ya no puedo pensar que esas cosas le pasaron a otro, ya no puedo no pensar en eso. Me pasó a mi. A mi familia y de ese viaje no hay retorno
En plena búsqueda Javier le pregunta a Rosa qué siente por sus padres desaparecidos, ella responde que no lo sabe, y agrega: ¿cómo se puede amar a quién no se conoce? ¿Le pasará eso a Candela? No sé si me atreveré a preguntárselo.
Esta pregunta me caló profundamente y me dejó ver la otra cara de la monstruosidad del crimen del proceso. Les negaron la posibilidad de conocer a sus padres. De establecer un vínculo de continuidad con su historia, de amarlos plenamente.
Entonces comencé a recordar todos los movimientos que realicé en mi vida para conectarme con mis padres. Que lejos están de mí. Tan lejos como Inés y Juan de Candela. En ningún lado encontré un lazo de unión con ellos. Eso ha sido desesperante para mí. Me imagino lo que habrá sido para mi prima.
Pero ahora Candela viene. Viene y la abuela Marta ahora es un sol que brilla en esta noche en Andecito como una luminiscencia ajena a esta realidad impenetrable que nos ha tocado vivir.
Candela jamás podrá conocer las manías de su madre. Sus malos humores y sus chistes. Jamás discutirá por sus desacuerdos. Porque ya lo ha hecho con su madre adoptiva. Nunca podrá mostrarles a sus hijos Todas éstas y otras miles de cosas que también le fueron robadas.
Durante los primeros años en que comencé la búsqueda de Inés con la abuela, estuve deseoso de honrar su memoria. Que se reconociera su muerte absurda y sus ideales. Que su secuestro y tortura fuera ejemplo, para que estas atrocidades no ocurran más. Finalmente, después de mucho tiempo, siento que hay también lugar para el dolor. Un dolor que carcome mi cuerpo hasta dejarlo exhausto.
Pero ahora Candela viene, y es como si volviera parte de Inés y todo se tiñe de violeta en Andecito desde los jacarandaes que anuncian su llegada.
Inés, no sé si te he llegado a comprender o si alguna vez lo haré, pero estoy orgulloso de vos y quiero que todo el mundo lo sepa. Sé que te quiero, más allá de toda lógica. Ya nos robaron demasiado, no voy a permitir que me quiten también la posibilidad de aprender a quererte, de sentir que te tengo a través de tu hija.
Mi madre me quiere, lo sé, lo siento, pero está adormecida frente a los afectos, vive su universo de trabajo y silencio. Quizás, el vacío que representó para ella la ausencia de Inés la transformó, aunque nunca lo expresó con palabras, sólo con esa incapacidad de actuar que muchas veces le reprocho. Ella me mira con ojos de mar seco, extinguido, y no me contradice.
Muchas veces pensé que era desamor lo que manifestaba, después me di cuenta que se trataba de una forma de preservarse ya que nunca pudo aceptar sobrevivir a Inés.
La abuela, ahora sí, puede colgar el teléfono y no mentir. Ahora sí, puede decirles a todos que ella había hablado con Candela. ¿Quien sabe? Tal vez todo haya llegado a su final y pueda transitar junto a la abuela la Plaza con un cartel en alto dándole la bienvenida a mi prima en este abril en el que los soles no estallan.
Hubo un tiempo en que la abuela ni podía asistir a misa y eso que era muy religiosa. Le resultaba imposible, las miradas de los vecinos. Los desplantes. Hasta el Padre Iñigo le reprochó no haber cuidado a Inés culpándola a ella de la terrible tragedia en que nos metieron esos desgraciados. Pero a la abuela nunca le importó enfrentarlos. Ella es así, un roble, si la habré visto morderse el labio inferior para no llorar y demostrar que estaba preparada para todo.
La vanidad de los cobardes reinaba cuando la tía se fue para estudiar con Matilde a Buenos Aires, Juan las acompañó. Los tres cursaban el primer año de Abogacía juntos. Los imagino desde las hojas muertas de la historia y hoy quiero soltarme de sus manos para seguir los rieles de mi vida porque nunca hice otra cosa más que seguirlos, en realidad seguir a la abuela hasta que conocí a Verónica..
Tantas veces viajé en ese tren de vagones imprecisos en los que no reconocía formas ni colores, contornos o encantos. En los que la claridad me abrumaba y me desterraba de la vida, hasta el día en que me enteré del por qué yo era diferente. Claro, si era Lucas, el nieto de la loca esa que circulaba por la Plaza de Mayo buscando a su hija y luego a su nieta.
Terminal, salidas y entradas de gente confundida como yo cuando fui por primera vez a Buenos Aires. Tenía sólo diecisiete años y una sombra que trataba de encontrar para que la abuela fuera feliz de nuevo, cómo cuando mi mamá y mi tía eran chicas e iban con el abuelo a pescar en el río que corre a través de Andecito besando la costa alineada de eucaliptos y sauces. Fingía disimular las vergüenzas de mi adolescencia y si bien no entendía de política, me atreví a desafiar junto a mi abuela a esos hijos de puta que se llevaron a mi tía Inés. Busqué y busqué y sigo buscando.
Debo decir que a pesar de las últimas noticias, que son maravillosas, no alcancé el alivio que tanto anhelaba. Las consecuencias de la búsqueda dejaron una huella oscura en mí, como si se hubiera tragado mi frescura en el coraje de ayudar a encontrar a Inés y a Candela
Nunca había logrado hasta hace algunos meses una pareja estable, espero que con Verónica la cosa cambie, ella me entiende y me acepta así como soy, un tanto conflictivo y siempre en alerta. Trabaja para un diario chico y se interesó mucho en la historia de mi tía, desde ese momento estamos juntos, hay una fuerza que nos une, no sé como explicarlo, es un imán que me sale de la boca del estómago, muy parecido a la sensación que siento por la abuela. Creo que con Verónica va a ser posible la convivencia. ¡Que sigamos juntos!, en verdad lo deseo. A ella le gusta que sea maestro, no es común que los haya de mi edad, casi todos eligen profesiones que los lleven lejos del pueblo. Una manera de partir para no volver, aunque los padres hablan con orgullo de ellos y me comentan:
– ¡Sebastián vive en Buenos Aires!, trabaja en una Compañía de Seguros.
–¿Sabés que Pablo se recibió de médico? Si, ahora es residente en el Garraham, hizo una carrera brillante ¿quién lo diría, no? Con lo terrible que era y el trabajo que nos dio para que terminara la secundaria. Lo hizo en el EMPA, ¿te acordás?
Me detiene un abismo de preguntas y las curvas de una historia que se pierde en la linealidad confusa de un lienzo donde están dibujados Juan, Inés, Candela, un triángulo equilátero quebrado, que jamás se recompondrá, por que le faltan dos lados.
Bifurco con certeza cada geometría del posible rostro de mi prima que dicen igual al mío, al de mi madre, al de Inés. Y entre deformes realidades adopto la elegancia de ciertos balcones en la trama secreta de este otoño de encuentros.
_¡Candela viene, viene a casa Lucas!, ¿Lo podés creer? ¡Viene!
Como un fiel satélite giro alrededor de la abuela que clama por un pacto con el tiempo porque ella entregó su alma en la espera deseando su presencia.
Ahora que parece que hallamos a Candela, no sé para donde seguir, mi temor es mi nana ¿y si Candela no quiere verla, reconocernos como su familia,? Eso la mataría, hace tanto tiempo que espera este día, treinta y cuatro años. No es moco de pavo. No.
Son más de las doce, sé bien de que día como también sé el por qué esta melodía que suena en mi cabeza y suelto estas piedras al aire frente a las puertas de mi inocencia, la que perdí junto a la realidad aplastante de una historia que el destino tenía preparada para mí.
Hace meses, años, que trato de ser alguien que quizá nunca fui, porque he sido nada más que el eterno acompañante de mi nana Marta. La constancia hace parecer que viviera en un vago desierto de soledades, que tentándome, me incita a convencerme de que no existe salida alguna que no haya sido la de la búsqueda de los perdidos, de los torturados, de los ausentes sin aviso y sin retorno
Logra seducirme la idea del final que parece esperarme en algún rincón de la realidad, porque hay un nuevo habitante en este entorno que me revuelca hasta convertirse en castigo, se llama Candela, y viene a casa.
Trato de imaginar qué haré cuando la tenga frente a mí. Se habla tanto de nuestro parecido que tengo temor de que ella sea parte de mi cuerpo, como lo ha sido todos estos años de mi mente aún en los sueños.
Soy parte de mi prima y quizás me quede atolondrado ante su presencia, así sin más, dejando de lado las manos tendidas de mi abuela clamando quimeras de redención y justicia para encontrarla.
¿Estará al tanto del tiempo que la buscamos, de las esperanzas que a veces se secaban como la ropa tendida al sol, volando?. Algo de mí se quedó en cada vuelta circular del cemento de esa Plaza que recorro y recorrí hasta que los pies a veces se convertían en las mismas cenizas de la memoria de todos los desaparecidos, hasta el día que vislumbren el camino de la cruz.
Puede que ahora mismo, en este preciso momento que pienso en Candela me esté arrepintiendo de todas las experiencias que tuve que atravesar en esa maniática carrera contra la historia que emprendí al sumarme a la locura de la abuela por encontrarla. Sólo yo sé los malabares que hice para poder seguir estudiando y escoltarla en esa titánica lucha contra todos los silencios y la injusticia.
¿Se convertirán entonces todas las preguntas en prisiones?, ¿o se convertirá nuestra existencia en efímeras treguas de eternidad? Entre miradas gastadas y consuelos de terciopelo que traerá su llegada. Me asaltan las culpas de no creer que sea realidad, como otras veces no lo fue. Aún así, sé que no puedo culpar a nadie más que a ellos de mis miedos. A esos malditos que me hicieron transitar por sus hipocresías y tormentos. A ellos, los mismos que se llevaron a Inés, a Juan. Los mismos que cortaron el cordón de Candela para arrancarla de nuestras vidas. Los mismos que hicieron de las ausencias la más cruel de las rutinas.
Quiero encontrar motivos para que algunas de sus razones se conviertan en valederas, pero no las encuentro. Mi cabeza gira alrededor de un círculo de botas lustrosas, como las que vi tantas veces en la pantalla del televisor, en oficinas militares y en los ojos de la abuela. Tengo la certeza de que todavía están cerca, vigilando con ojos de cuervo azul a mi familia, a mí, y un escalofrío me recorta el cuerpo y el alma. ¿Qué hizo Inés para caer en las garras de esos tipos? ¿En verdad había caído en sus manos? ¿O era sólo un invento, una necesidad de explicar lo inexplicable?
Intento descubrirme desde la oscuridad, recostado y sin ventanas al exterior. Tan herido que ya no siento nada y en mi interior oculto una abertura que mira para adentro. Hacia la concavidad eterna de mi dilema, la del buscador de la verdad y el emergente de la maldad de los otros. Aquellos que hicieron de la tortura un modo de vida
Soy el polvo que se levantó en este combate entre la justicia y la desmemoria, aunque no quise serlo, sino que ellos eligieron por mí al elegirla a Inés. Aún sobrevuelo su huella perdida. Soy yo el que desaparezco.
— ¡Candela viene!, ¡viene a casa Lucas!, ¿Lo podés creer? Viene—La abuela no deja de gritar — ¡Candela! ¡Candela!
Días como este, por las tardes, en especial los fines de semana, me siento en la galería de mi casa del pueblo, para ver como la lluvia ingresa entre las juntas de los cerámicos de la pared del fondo, imaginándome que aparecerá un brazo, un ojo, una molécula de Inés por la rendija. Es una especie de rutina infernal igual a las inevitables noticias de la televisión hablando de nosotros: los familiares, los buscadores, los que reclaman los cuerpos con o sin vida de sus hijos, nietos, tíos, sobrinos….
Entonces escucho y el tiempo a mi entera disposición se posterga al recordar que tenemos una reunión con el coronel el lunes, porque mi abuela u otra abuela la han conseguido.
Me gusta el aroma y el color que atraviesan los eucaliptos en la tarde cuando mateamos con mama. Nunca me habla de Inés, como si en realidad los milicos tuvieran razón y ella se hubiera esfumado sin tiempo y sin distancia, o peor aún, que nunca existió. El olor a tierra mojada que deja la lluvia en el parque este domingo me asfixia. Hace que me sienta vacío en la inmensa soledad de este pueblo de puertas abiertas pero lleno de resentimiento.
Muchos vinieron a vernos después de los llamados de la abuela, me fuerzan a contestar largas preguntas imposibles de responder. Yo afirmo con cortesía muchas de sus opiniones y con algo de temor. Temo que por un desplante o algún gesto incorrecto de mi parte, que haga sin querer, dejen de venir en un momento como este, tan importante para la abuela.
Es una tortura para mi memoria explicar y explicar, ¿para qué?, si lo que cuento es lo que siempre conté y me piden repetirlo una y otra vez con mínimos detalles. Y grito, grito para adentro ¡Váyanse! ¡Váyanse! ¿Dónde estaban ustedes cuando las buscábamos y nos deshacíamos en cada negativa?
Quiero dormir para soñar que duermo plácidamente mientras cables y máquinas se ocupan de mí como un comatoso, y no mucho más que eso, para volver a sentir viejos ruidos, nuevos aromas, sueños de actualidad. Pero no, estoy aquí, con ellos mirando el techo de estrellas entre las chapas rotas del galpón ¿y si Candela no viene? ¿Si no es nuestra Candela, como la bautizó la abuela?
Todo es circular en mi vida, y ahora pienso que todas las otras vidas tienen mucho de circular, mucho de reiteración alienante. Una suerte de mezcla de sensaciones diversificadas que fluyen siendo una y teniendo sólo una esencia específica. Esto me sirve para entender un poco más el sentido de ciertas conjeturas que se prenden a mi cuerpo. ¿Seré yo en sí mismo un circulo más, dentro de la gran máquina?, ¿acaso un rulemán torcido en el engranaje menos pensado?
Hace un tiempo que estoy escribiendo un diario, un cuaderno que recuperé entre los libros de la biblioteca de la tía. No pretendo hacer de él un registro, ni tampoco una bitácora de esta búsqueda que me traspasa y confina al aislamiento. Quiero dejar por escrito algunas sensaciones que me asaltan a veces y en mi torpeza de no poder abrir la boca para decirlas, entonces las manos como si fueran autónomas describen ciertos garabatos codificados.
Hoy, la hoja me devuelve ciertas frases que no sé con exactitud cuándo o por qué las escribí: Ya el mundo había cambiado a partir de ese extrañísimo suceso que se desencadenó años atrás. Fue entonces cuando la humanidad se preguntó con deseo de respuesta quienes éramos y que hacíamos aquí, como si todo lo que sucedía no fuera cierto. Como si todo lo que miráramos sólo estaba allí, porque nuestros propios deseos querían que estuviesen, tanto lo bueno como lo malo, y el interruptor no se activó. La magia no empezó a fluir y los milagros no comenzaron. Todo olía a desesperanza e injusticia y fue entonces cuando las calles se volvieron necias, pero te seguimos buscando Candela, y me aterra no encontrarte o encontrarte porque ambas situaciones me llevarán al final y el final asusta cuando uno pasó la vida buscándolo.
Es probable que piense que le gano al tiempo, ¿pero acaso no sé que haga lo que haga, el tiempo se gasta hasta el final? Tarditi, el psicólogo que me atiende, me dijo que la puntualidad extrema con la que concurro a sus visitas, es algo que uso para evitar el vacío, la incertidumbre, la imprevisibilidad, la sorpresa. En esa espera de minutos, porque si yo me atraso serían minutos, se filtra la desesperación. ¿Y me pregunto desde aquello que es imposible contestar, si estás realmente en algún lado? Me está dominando esta extraña insensatez de querer sujetar el tiempo y sentir que triunfo. Si llego a las diez y diez exactas, me tranquilizo. Como si el conjuro de las agujas confirmaran que voy por el camino seguro.
Creo que debo salir de ese tiempo inmóvil atado al pasado. Reemplazarlo por la aceptación del misterio y la incertidumbre de la vida que incluye la aceptación de la muerte y la de la propia angustia. Por eso, como dijo Tarditi, debería tirar el reloj, para no aceptar la finitud de la existencia, ni mía ni la de Candela.
A pesar de los deseos me anclo en el tiempo de la espera, de los ciclos, del tiempo metálico, cronométrico, para estar en alerta permanente. Es un tiempo irregular, con agujeros. Tiempo de lluvias sobre los campos sedientos y calmos, como las lunas, como las mareas. Espera y revelación de flujos, y reflujos de sangre, que se revelan con el movimiento propio de la naturaleza.
Y peor aún, cuando lo que se espera es algo parecido la muerte. Es ir al encuentro, poder ir al encuentro, sin miedo, como algo individual, personal y único.
Hubo un tiempo en que me creí silencio en esa quietud desorbitada de alguna oficina sin entradas ni salidas. Me pienso en el instante preciso en que la cruz que llevamos atravesará mi pecho pecador, dejándome sin vida porque todavía tengo mucho de ese silencio. Sobrevivo como un espejo roto que alguien se cansó de rearmar y nunca reflejó nada más que el parecido de ese lienzo que por muchos años nos contuvo a Inés, a mi madre y a mí, y ahora se quiebra con la aparición de Candela desbaratando los parecidos.
Está la misma luz iluminándonos y la misma brisa meciéndonos. En estos lapsos me recluyo y el tiempo se detiene sin tantas convicciones ni pretextos. Será otro matiz de mí, otro yo, el que atienda la puerta para recibir a Candela y la estreche casi sin mirarle la cara.
Por eso hoy, trato de disimular el aspecto astronómico del aire que respiro aquí en Andecito y no dejo que nadie se lleve más de lo que trajo, sólo preguntas, porque aún transito por las huellas de las muertes sin respuesta. Verónica es, estoy seguro, mi salvación
Me considero el único culpable de las soledades que giran en torno a mi vida, por eso me limito a esperar la venida de mi prima y la felicitad de mi abuela. La restricción concreta de mi errante psicología es por convicción y no por azar. Porque ser eterno es morir, así como vivir es morir de a poco, pero de una forma que pocos entienden, algo tan terrenal y simple que complica esa comprensión. No hay racionalidad alguna que explique porqué siendo tan normal como los demás terminé siendo diferente hacia el final de los tiempos.
Sigo mi camino lleno de plegarias, tapando los huecos que dejan aquellos surcos que están apareciendo alrededor de mis ojos. No soy más que ese constante y mínimo hilo de agua enhebrado en el río que besa y corta a Andecito en dos y lo hace sabiendo que no existe desagüe alguno que detenga su fluir.
¡Candela viene! ¡Viene! Parece cantar la abuela desde el otro lado de la habitación, mientras la tierra lo borra todo porque aunque en Andecito pavimentaron algunas calles, el polvo se multiplica como los años en la manzana de mi casa que permanece como antes, como cuando estaba Inés y la abuela era feliz.
Juan
“donde nací/morí/tuve sustancia/
huesitos que junté para encender/
tierra que me entierraba para siempre
Juan Gelman
IV
La tortura te deja indiferente. Sin árboles. Sin pájaros. Amasado de dolor, pero sobre todas las cosas, te inunda de odio. Un odio intangible que se trepa a las paredes y se arrastra convertido en furia, hasta el otro cuerpo que tenés al lado tuyo. Querés llegar a él, sin embargo no podés. Se te hace inalcanzable. Porque está estático, casi sin aliento. Vos, desde la impotencia, te empeñás en hacerlo reaccionar, gritarle, decirle:
— ¡Aguantá! ¡Sé fuerte!, que no van a poder con nosotros. Él no puede mirarte. Verte. Porque está detrás del dolor que lo mantiene en un letargo de ojos abiertos mirando hacia la nada. Y así te quedás, petrificado, sin emitir palabra, porque el horizonte de tus ojos y el límite de tu lengua terminan en los gritos de los otros.
Los otros. Ellos, los que hablan y vociferan palabras soeces, descarnadas, dirigiéndose a nosotros. Ellos, los del otro lado, desde la otra orilla de la injusticia, huelen a perfume y sangre. A hembra y a bestia.
En ese grupo subhumano que formaron con argamasas de pistolas y picana, hablan, se ríen. Se burlan de la aventura de vivir estas experiencias siniestras con nuestra humanidad, como la cosa más natural del mundo. Como un trabajo a puertas cerradas. Eclipsados sólo por las súplicas, de aquellos, que habiéndoles quebrantado su entereza, quieren hablar o morir.
Masacre de puño y sangre que se multiplica en miles de puntos enajenados desde cada cuerpo. Desde cada llaga que dejamos contra la tierra. Es una historia que nunca va a ser contada del todo, porque la verdad de cada uno se enterrará con nosotros.
Los que estamos aquí, por lo menos yo, estoy convencido que no aguantaré más de algunos días antes de que ellos, por furia, azar o por puro placer, pongan fin a este dolor.
Con estas heridas que nos desgarran el cuerpo y el alma, cada uno hace lo que puede. Un número, cada vez menor, sobrevivimos en el silencio, desde rituales, desde plataformas que hemos construido en nuestras mentes para elevarnos como el humo espeso del algún cigarrillo. Algunos no pueden seguir y se dejan ir transparentes entre los brazos helados del último aliento
Otros, quizá por un gran misterio vital, podrán volver a confiar, a vivir, a desear. Volver a amar en alguna medida, o restablecer el potente vínculo fraternal con el mundo. De esos todavía no conozco a ninguno. Lo dicho es sólo una suposición, una utopía epifánica, un deseo atávico de ser yo uno de ellos, para poder seguir creyendo en la vida. Hasta ahora todo parece indicar que somos parte de un hecho apocalíptico, tan lejano o cercano como los confines del universo. Son ellos, los que tienen el número exacto que durará nuestras vidas
Miro a mí alrededor sin comprender nada, como si presenciara una película contada con gran maestría. Sin embargo, en cada sesión de tortura, se va haciendo real y amplia delante de nuestras miradas mortales. Al final me doy cuenta que es, por desgracia, no sólo una historia particular, sino, que todos los que estamos aquí, en este inmenso y atestado contenedor de cuerpos, podemos reconocernos en ese andamiaje de sombras desaparecidas del mundo real. Porque pertenecemos al teatro que montaron para nosotros desde el dolor y los silencios.
Los otros, los de la otra orilla, los carniceros, sufren de una ceguera prolongada y permanente, porque no nos ven como somos humanos, sino que observan que trozo de carne atacarán en las sesiones del quirófano. En su sordera, la risa cobra vida en sus gargantas, mientras las nuestras se secan en la impiedad de la sed y la desprotección.
No sé cuantos días, meses o años hace que me fui de Andecito con las chicas ni cuantos, desde que me trajeron aquí, para expiar las culpas de los condenados sin culpas. Un purgatorio con una sola puerta, que abren ellos, para llevarse sólo bultos envueltos para arrojar en aguas profundas o fosas comunes.
Hoy, me desperté con la cabeza zumbando en esta especie de tubo fétido. El cuerpo como una costra, atestado de cortes producidos por el conclave eléctrico de la tarde anterior. El León se pasó de la raya, es así como le gusta mostrarse, flotando en el límite de los sentidos.
Por la tarde nos obligaron a sentarnos a empellones y forzados entraron cuatro más al cilindro. Apretujados y hambrientos escuchábamos hasta los latidos de nuestros corazones. Uno de los nuevos, bajito y delgado, con los ojos entrecerrados se sentó frente a nosotros. Nos ofreció un cigarrillo. ¡Dios mío, un cigarrillo! Cuanto hacía que no fumaba. No llevaba la cuenta. Permanecí mirándolo con asombro. Un cigarrillo, un cigarrillo, seguí diciéndome, mientras lo tomaba entre mis dedos como si fuera un antiquísimo amuleto contra el sufrimiento.
Todos los días son hoy, porque después de cuatro o cinco semanas, la noción del tiempo se difumina en el campo de detención. Lo único que me queda es esperar que me metan en el avión, envuelto como una crisálida, en ese estado comatoso producido por las pastillas que te obligan a consumir. Los pies sujetos con alambre o sogas. Las manos atadas por detrás, sobre la cintura, y la cabeza metida en un cepo de plástico y volar cayendo como una gaviota sin alas hundiéndose sin retorno en la húmeda gruta negra sin testigos, tan solos como el viento.
Así contó que nos llevarían a los de la ESMA el petiso del cigarrillo. Si es así sólo nos espera el olvido de las aguas marrones del Río de la Plata para tragarnos y enterrarnos en el fondo barroso que nunca devuelve nada. Pero pienso y evalúo desde esta inmoralidad en que nos obligan a sobrevivir, si no es eso mejor que estar aquí, esperando a que alguno de ellos te mire y le de ganas de picanearte. O encadenarte de pies y manos, muerto de hambre, con la cabeza cubierta por una capucha, atado a cables de acero para caernos en cada desplazamiento, medios desnudos o pateados hasta casi desmayarte. Las sogas apretadas en las muñecas hasta sangrar y empezar o terminar con el calvario de los interrogadores.
En este momento, transportado por pájaros de cartón, puedo ver a Inés en la foto colgada sobre la pared de su casa. La foto que le saqué en Andecito. Estaba feliz. El vestido de bambula blanco le llegaba hasta los tobillos; el cabello oscuro que tantas veces acaricié y ahora acaricio en el aire casi sin dedos.
Melena sedosa y oscura que le rodeaba los hombros para esconderse en la espalda, esa espalda que se acurrucaba en mi pecho en el departamento de la calle Rivadavia.
La instantánea de la fiesta del estudiante, en el patio del “Club Independencia“. Los hijos de puta se llevaron la Polaroid, con que tomé esa foto. Seguro que ahora estarán sacando con ella otra a alguno de sus hijos.
Yo la acompañé al baile. Fuimos juntos los cuatro. Nosotros dos y Andrea con Jorge. Pobre Jorge, rodeado de tantas mujeres que lo modelaban a su antojo y semejanza, o pobre yo que estoy acá, y Jorge seguro, en la comodidad de Andecito, trabajando en la ferretería de su padre. En el Club se nos unió Matilde.
Recuerdo que Inés y yo no nos separamos en toda la noche. Yo era el único de “Portillo” ese pueblito que queda más o menos a setenta kilómetros del suyo. Antes del baile ella me llevó a la casa de sus padres, el viejo primero me miró fiero, pero después hasta le gustó la idea de que acompañara a su hija y a Matilde a Buenos Aires, así quedó formalizado nuestro noviazgo.¡Que contentos estábamos! Fue bueno para Inés, porque para ella, la palabra de su padre era sagrada.
Luego nos fuimos en el Gordini que nos prestó el viejo ¡Cómo nos divertimos esa noche con Inés!
Inés. Inés ¿Dónde te han llevado a vos, Inés? ¿Qué te estarán haciendo estos desgraciados? Dios ¿Qué no le hagan lo que a mí? A vos no, Inés, no a vos, mi ángel, mi mujer, mi todo.
A estos tipos nada les importa, los han convencido de que son perfectos, la envidia del mundo. Nada es verdad, pero los han educado así, para creérselo desde la soberbia de los necios.
¿Cómo es posible que no haya una reacción en esas mentes, en esos cuerpos que gozan con el sufrimiento de los demás? Que desgarran no sólo la carne sino las ganas de pertenecer a éste mundo ¡No puedo entenderlos! ¿Será porque mi mente y mis piernas están tan entumecidas? Las percibo como si millones de hormigas caminaran dentro de ellas. Son tantas que no me dejan establecer contacto con mi cerebro ¿O es que todo esto pertenece al mundo de los sueños, y yo despertaré al lado de Inés, en las camitas juntadas, oliéndole el pelo que siempre desprende aroma a jazmines recién cortados de algún baldío de Andecito?
Creo que este día, hoy, posiblemente el cuarto, contando desde que llegaron los nuevos, me obligarán al deambular por el largo y duro peregrinaje de los otros campos secretos de concentración que manejan estos hijos de puta. La mayoría de llos en la ciudad de Buenos Aires. Si consigo sobrevivir a los traslados será una bendición o condena de los dioses. En realidad no sé que pensar. No sé que pedir ni a quién, si resistir o dejarme ir en alguno de ellos.
De lo único que estoy seguro es que fue en Abril que me secuestraron junto a Inés. Recién empezábamos las clases en la facultad. El operativo fue desarrollado por un comando paramilitar que operaba en forma secreta e ilegal. Creo que de esto ya pasó casi dos años y algunos meses. Ahora sí me pueden llamar un «desaparecido»¿Pero por qué me mantienen tanto tiempo con vida? ¿No lo sé? ¿Creerán que tengo algo para decir? ¿Que soy alguien importante que podrían utilizar? No lo sé, ni lo sabré nunca.
Siempre pensé, aún antes de mi secuestro, que los torturadores, los represores, eran también seres humanos, como yo, pero esta es una opinión que ya no comparto. Entre los seres humanos hay de todo, santos y asesinos, comprometidos e indiferentes, tontos y genios, perversos y normales, toda una gama de grises, no sólo blanco y negro, pero estos tipos pertenecen a una categoría que aún no tiene nombre.
El hombre, y esto lo digo desde una realidad contundente, crea mecanismos psicológicos para protegerse. Recuerdo los primeros días aquí en el campo: la soledad, la carencia total de afectos, los abusos, el hambre. Todos los elementos materiales fueron reemplazados por torturas que se disfrutaban a escasos tres metros de la celda donde dormíamos o agonizábamos entre excrementos. Pero increíblemente, en medio de esa crueldad y caos no podía dejar de acordarme de Inés. Rogaba que ella se encontrara a salvo, en casa de sus padres, seguramente buscándome. Tenía que aferrarme a ese pensamiento porque ya a esas alturas del calvario, yo, psicológicamente, estaba destruido. Sin embargo, poco a poco, a través de los días, mi organismo fue creando mecanismos de defensas basados esencialmente en la indiferencia.
Ellos te cambian, te marcan a fuego, a agua de submarino. En este momento confirmo que me siento menos importante que una cucaracha de las que reinan aquí, entre la basura y la sangre. ¿Tendrán conciencia estos tipos, estos monstruos de lo que nos están haciendo? Ni siquiera me animo a responder, porque cada día me asalta el temor de parecerme a ellos, al permanecer tan pegado a su enojo, a su odio visceral y descarnado ¿Me convertiré en un ser igual y compartiré su visión binaria y maniquea del mundo? Que Dios no lo permita, prefiero la muerte a parecerme un ápice a ellos.
Estoy convencido que diferenciar quienes somos, donde está plantado cada uno, es esencial para preservar la identidad. Ese pensamiento me ayuda a sobrevivir detrás de estos muros. Tanto tiempo condenándome a presenciar, sin quererlo, obligado por la permanencia y el hacinamiento, las situaciones más macabras que jamás creí que pudieran ejercer unos hombres contra otros ¿O es que el mundo como lo conocía ha dejado de ser y ya no está más Inés, ni mi familia, ni su familia, ni ninguna familia más, porque ellos se las devoraron a todas?
No me permito intentar influir sobre mis torturadores para aliviar el sufrimiento. He logrado que de mi boca sólo salgan gritos, nunca palabras. Trato de demostrarles que puedo soportar el dolor, la burla, la tortura. Aunque no sé hasta cuando esta forma de tratarnos, para que no seamos nada, se convierta en realidad y ya no existamos porque nos habremos desarticulado como juguetes de plástico en desuso.
Con seguridad, hoy puedo afirmar, que desde que fui secuestrado por el grupo de tarea ya era un desaparecido. Me costó asumirlo, porque de alguna manera pensaba que alguien me encontraría, pero Sólo unos pocos, tocados por la diestra de Dios o de Alá u otro Dios, sobreviven, o sobrevivirán. No estoy seguro de ser yo uno de ellos, y menos ahora que el León Florencio Santillán nos visita por las tardes dirigiendo la siniestra secuencia de desaparición-tortura-muerte.
El tiempo ha dejado de tener sentido, sólo lo medimos por las oscuridades y los soles. Transcurrimos los días y las noches casi siempre encapuchados, esposados, engrillados o con los ojos vendados, en el «tubo»
A lo que más miedo le tengo es a ser «trasladado» de nuevo, porque sé lo que significa en su jerga macabra: te asesinan, así, sin más. Me aguanto las otras torturas porque además de las físicas, la vida aquí, en el campo, es una constante tortura psicológica. El trato diario es denigrante. ¡Y nosotros, con Inés, que nos estremecíamos cuando veíamos alguna película de los nazis! Igualitos los hijos de puta, como si los hubiesen calcado, porque al ingresar se nos asigna un código, el mío es Y16. A partir de eso no podemos utilizar nuestro nombre, porque si lo hacemos corremos el riesgo de ser apaleados y torturados.
Nos insisten que hemos dejado de pertenecer al mundo de los vivos, ¡que somos de-sa-pa-re-ci-dos! ¡Me entienden!, nos gritan ¡Desaparecidos¡ ¡No existen! ¡No son! ¡Nunca existieron! ¡Se esfumaron! Y para peor ni siquiera podemos suicidarnos, sólo ellos, los Dioses de carne y hueso, son los dueños de nuestras vidas. Vamos a morir cuando ellos lo decidan, así de simple, tan concreto y contundente.
Muchas veces pienso que he muerto y nadie acude a mi entierro, sólo mi perro y el tormentoso canto de las chicharras, que se deja oír a través de la tapa metálica del ataúd. Nadie acompaña al hombre que me cubre con paladas armoniosas de tierra.
He muerto y no hay lágrimas para regar la única flor que recogí para mi funeral. Una mujer extraña parecida a Inés mira desde lo lejos el entierro y al cura que se alejaron lentitud, tal vez hacia otro entierro. Sus letanías retumban como un eco en mi cabeza “rueguen por él, rueguen por nosotros” “Benditas animas del purgatorio rueguen por él.
Rueguen por él… rueguen por él.
Y me despierto en el horroroso vivir entre los gritos y gemidos de mis compañeros que escucho día y noche. Lo único que me aleja de eso, es la imagen de Inés, pero no de la Inés que arrastraba sus sandalias amarillas contra la vereda, esa tarde a mi lado. La imagen de mi Inés bailando, riéndose, enojándose conmigo porque según ella había mirado a esa chica de culo grande. Es celosa Inés, ¿a lo mejor la dejaron ir porque estaba embarazada? Seguro que a las que están en ese estado no les hacen nada ¿qué sea verdad lo que pienso? ¡Qué sea verdad! ¡Dios!
Dos palomas vuelan perezosas sobre nosotros e imagino si acaso no podría convertirme en una de ellas, pero vuelve el hombre de la pala, me mira desde el fondo de su gordura y hace un conjuro, sacándose del bolsillo del pantalón una carterita con semillas para que una mujer parecida a Inés tire hacia arriba y las palomas desaparezcan.
Yo lo oigo desde el fondo del hueco que abrieron para meterme, sin embargo no puedo hablar ni moverme, y pienso que, a pesar de ser extraño, no hace calor ni frío y los gritos ya no se escuchan aquí abajo
Sin ser poderoso, tengo a mano todos los recuerdos, pero no logro precisar como muero, o si ya morí, y esto no es un sueño, sino la absoluta certeza de la elipsis del tiempo. Mi mente, o lo queda de ella, se bloqueó a la realidad, en el instante mismo en que la puerta se abrió de una patada y los tipos, repartiéndose, para agarrarnos a Inés y a mí aparecieron como un disparo. El resto parece una película en blanco y negro, porque aquí los colores no existen, salvo el rojo. El rojo contundente de la sangre
Pienso si es lunes. Mi madre siempre los lunes iba al médico y solía traerme, cuando era chico, unos caramelos duros de leche que me duraban en la boca toda la tarde. Sí, creo que es lunes y despierto de un mal sueño, una pesadilla, porque esto es una pesadilla que se sufre despierto. Pero no es lunes, ni está mi madre, ni Inés, sólo gritos.
Aún es de mañana. Lo sé, por el olor a café que se están preparando los otros. El aroma dulzón me penetra las fosas nasales hasta taladrar el cerebro que forma con cuatro letras la palabra C-A-F-É, como si el líquido marrón nunca hubiera existido y sólo es una imagen irreal, codificada, que significa agua coloreada que se traga caliente. Trato en vano de no recordar gustos, aromas, texturas, porque cuando lo hago las tripas juegan entre el dolor y el ruido.
No quiero dar pié a conjeturas cuando pienso que nadie parece haberse dado cuenta de mi ausencia. ¿Por qué nadie viene a rescatarme de esta sinrazón y esta feroz carrera para mantenerme vivo, aunque sea un día más?
Y la veo a Inés, a mi Inés, llevando un vestido blanco de seda, etéreo, glamoroso, que se levanta con la brisa del pasillo del departamento de la calle Rivadavia, lleva además un pañuelo azul en su cabeza a modo de vincha.
Es como si la viera por primera vez, pero ahora está aquí, frente a mí y alarga sus brazos para salvarme.
— Te estuve esperando Juan . Ya estaba por irme —me dice con esa sensualidad propia de ella.
Sabe mi nombre, así que si lo sabe, es mi Inés. Sin embargo, estiro la única mano que puedo mover y no la puedo alcanzar. Se diluye entre la voz gruesa del León que ha venido a visitarnos.
—Traiganme a ése. —Dice señalándome— El que tiene el brazo roto. ¿A ver que tiene para decirme esta tarde? —Su voz suena como el trueno
Y me revuelco. Me revelo y el León se enfurece y me patea y ya no veo nada, sólo la figura de Inés que se pierde entre los árboles azules de Andecito.
El león
“el tiempo que vendrá /más justo/
donde juntarse vivos y muertos/
que quisieron la libertad/
que te quisieron /libertad/”
V
Soy el coronel Florencio Santillán. Aquí y ahora debo decir que me gustaba. A mi manera visceral lo disfrutaba. La vida se les escurría entre mis dedos y eso me excitaba. Necesitaba hacerlo una y otra vez. Cuando lo hacía me sentía poderoso. Un Dios de carne y hueso. Un León.
Con mis manos ejecuté unas trescientas personas. No me arrepiento, ellos se la buscaron. No siento vergüenza, ni remordimiento, salvo por lo de Elena.
Recapacito y empiezo a dar una pelea contra las fieras que me consumen, porque tengo un monstruo adentro y no lo puedo sacar. No lo manejo yo a él. Él me maneja a mí. Me hace fuerte, muy fuerte, no lo puedo impedir.
Con lo único que sufro es con el recuerdo de Elena. Yo la amaba a Elena, pero el General…
Él me ordenó matar a mi Elena. Yo fui y la maté. Su sombra se hace tiniebla entre estas húmedas paredes. Elena perdoname. Vos sos la única a la que le pido perdón. Lo tuve que hacer Elena, vos sabés la lealtad que yo le tenía al General. El planeaba, yo ejecutaba. Eso era así, desde el principio, y lo fue en todo momento Elena. Vos me tenés que perdonar. Tte quería Elena y “pucha” si me costó amarte, siendo una de ellos.
El general, la noche de tu muerte, bajó el pulgar como era su costumbre cuando me quería anunciar que alguien estaba frito. Y no dudé Elena, no dudé aunque te vi ahí, dándole de mamar a Gustavito. Pero él está bien Elena, mi mamá lo cuida y lo protege de esas locas, que si se enteran que el pibe es uno de sus nietos se lo llevan. Te juro Elena, que si se lo llevan, las mato a esas viejas, con mis propias manos. Te lo juro, por tu nombre Elena. Lo juro.
Pensando en eso , recordé una de las veces en que usé las manos para matar. Era un muchacho rubio y grandote, creo que amigo del otro pibe que también nos llevamos, ese que te conté. Era un pendejo que vivía en un departamento de la calle Rivadavia, en el barrio de Caballito. El guacho ese, tenía dos minas, aunque después dijeron que sólo una de ellas era la novia, la otra se salvó de pedo, porque ese día llegó tarde y no estaba cuando fuimos a chuparlos.
A la novia del pibe más chico también me la llevé, era linda la flaca de sandalias amarillas. Me los llevé derechito nomás para la Escuela. Se defendieron como gatos salvajes adentro del Falcon.
Bueno, eran jóvenes y la sangre les hervía. Pero los pusimos en vereda. A la piba enseguida se la llevaron dos compañeros que ya estaban duchos con las recién llegadas. Primero es lo primero, se decía por esos días ahí en el Escuela. La arrastraron hasta la barraca A3 a los empujones. Una vez amansadita con unos buenos bifes, se pasaron todos. Yo también me la pasé a la flaquita. Se la bancó bien. Eso lo hacíamos para domarlas. Que supieran que ahí las cosas son como decíamos nosotros. Había que obedecernos.
El pibe rubio, el grandote, que creo se llamaba Ernesto, enloqueció. Se contorneaba como una víbora gritando que lo dejaran ir, así que lo tuve que callar. Me gustó callarlo, ¿que se creía, que como era universitario podía hacer lo que quisiera? Además yo tenía la venia del General. Eso me daba carta libre.
Duró poco el marica. Unos apretones, la bolsita y ya. Se fue.
—Ché, —me gritaron, —no seas animal. Dejanos un poco para divertirnos nosotros. Me reí y lo volví a patear. Que se jodan, yo estaba primero, me dije
Al más chico, al novio de La flaquita, se lo llevaron al tubo, con la cabeza encapuchada. Se la aguantó también el fulano. Lo vi varias veces después en la Escuela cuando hacía visitas. Duró como tres o cuatro años creo. Después no se donde fue a parar.
—Florencio, vos tenés el control del operativo—Me decía el General —Hacé lo que tengas que hacer. Eso sí, anotá todo. Día, mes, año. Llevar las cuentas es bueno, para vos y para nosotros.
Ahora estoy detenido con prisión domiciliaria. Tuve que declarar ante un Juez de Derechos Humanos que lleva los casos de los represores. El juez Molino Recife me pidió que ampliara la declaración indagatoria y lo tuve que hacer el 14 y 15 de febrero pasado. En la primer parte de esa declaración estaban esos buitres del periodismo. Le dije al Juez: si no los sacan no hablo. Pero el hijo de puta se mandó un discurso que ni escuche. Sólo al final pude oír…Cállese la boca y continúe con la declaración. Traté de no hacerlo rabiar y cerré la boca. Al otro día, no sé quien lo hizo, pero por debajo de mi puerta apareció un diario. En la portada mi foto. Abajo, en letras destacadas decía: El represor apodado El león aportó datos respecto de enterramientos de presos políticos asesinados y sobre el destino final de los detenidos-desaparecidos en un centro clandestino.
El segundo día de la declaración fue más difícil. Estaban los familiares de los hijos de puta esos que nos dieron tanto trabajo. Si hubieran podido me linchaban. Idiotas. ¿Por qué no cuidaron a sus hijos?¿Acaso la culpa es toda nuestra, ahora?
El juez otra vez me hizo repetir lo del día anterior y tuve también que apuntar el lugar donde se llevaron adelante Las muertes de los detenidos en la Quinta.
Dije lo menos que pude. Me guardé lo de Elena y sobre todo lo de Gustadito. Le hice llegar a la vieja un mensaje, por un compañero. Que no aparezcan por aquí. ¿A ver si se destapa la olla?
Para que se quedaran tranquilos, durante el interrogatorio, les fui detallando los lugares, sobre todo los que se realizaron en la quinta, propiedad del que fue mi jefe en el Grupo de Operaciones Especiales, ahora detenido. El Teniente Rafael Tolong. En ese sentido, estuve bien, mis afirmaciones coincidían con las que hiciera El Puma, un ex agente de inteligencia que declaró ante el Centro de Estudio Legales y Sociales. También integrante de la patota jerárquica como yo.
Ahí me despaché. ¿Que se creían, que iba a caer yo solo? Entonces le conté que después del fracaso de la operación montada por el ex comandante del Segundo Cuerpo del Ejército, en la que intentó matar a la cúpula de Montoneros exiliada en México, nos encargamos de su mujer que estaba embarazada de mellizos . El tema les interesó. Describí todo lo que me pareció. Les referí que uno de los pibitos murió al nacer. Al otro de verdad que no sé quién se lo llevó. ¡No me creían los hijos de puta! Les juré que no sabía nada más de los pibes.
También detallé ante el juez que por esos días “nos reuníamos, todo el personal del destacamento que éramos más de cien, más la sección Operaciones Especiales, llamada la patota, para que cada uno diga sus opiniones sobre qué hacer con esa gente que teníamos encerrada. Poquito antes del mundial el Ejército decidió matarlos. Es que antes de llegar a México, el que mandaron como infiltrado logró escaparse y denunció en conferencia de prensa la frustrada operación de G y la existencia de campos de concentración. El hijo de puta nos traicionó. Pero nos vengamos, como dije antes. Les hicimos cagar a la mujer y los hijos.
Agregué que un mes y nueve días antes de cumplirse el trigésimo aniversario del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, conseguí un empleo transitorio. Es que éramos mano de obra desocupada y algo había que hacer para ganarse el puchero.
Le di detalles acerca de un artefacto explosivo que coloqué en 1986 en el domicilio de un diputado justicialista en nombre del fulano que me contrató. El tipo estaba ligado a la derecha del peronismo y al Sindicato de la Carne. El que me dio el trabajito, me puso en mano.
—Aquí está —me dijo. Preparadita. La ponés en su casa y listo.
Al final tuvo que ir a declarar también. Ahora está detenido desde hace más de un año por lo que estos abogaditos llaman crímenes de lesa humanidad ¡Qué pelodudez! y con prisión domiciliaria. Como yo. Gracias que pasamos de los 70 años, sino nos tocaba en cárceles comunes.
Ya que estaba, añadí que a instancia de él, desarmé y vendí un automóvil robado que le entregué a un empresario del que no recordé el nombre. ¡Había tantos por esos momentos interesados en vehículos importados. Pagaban poco. Se aprovechaban de nosotros ahora que éramos desocupados.
De lo único que me arrepiento en mi vida es de dos cosas, seguí diciendo: Haber desarmado un auto robado y venderlo, porque andaba muerto de hambre y de haber puesto esa bomba en la casa del diputado.
Uno de los abogados que estaban allí me contestó:
Curiosa moral la suya, señor Santillán. No muestra signos de arrepentimiento por el secuestro, tortura y desaparición de detenidos indefensos, pero lo aqueja la culpa de haber reducido las autopartes de un vehículo robado y haber colocado “un caño” en el hogar de un diputado, con el fin de convencerlo de los beneficios de cambiar su voto ante la Asamblea Legislativa.
¡Que se vaya a la mierda. Mocosito! ¿Que se hacen ahora?
El abogadito este tomó la palabra y me empezó a preguntar sobre el atentado perpetrado al entonces diputado.
Yo le contesté lo que sabía, que era poco. Porque me limité a hacer mi trabajo y nada más. Parece que el tipo este, al que le puse la bomba, si no era elegido senador nacional por Santa Fe le dejaba el lugar al otro, al que me contrató, si se arrepentía. Con el caño esperaban eso. Y fue así, al otro día de la explosión el tipo negaba por televisión tener algún problema con el que me dio el labarito y cantó el voto a favor de él ante la Asamblea Legislativa
Si no me creen, tengo pruebas: En pago a ese trabajo, el senador me tuvo a mí y a una señorita amiga como visitantes del Senado de la Nación.
Por lo que escuché, luego de mi testimonio, el juez remitió los hechos denunciados a las personas que serán las encargadas de analizar si el atentado contra el ex diputado ya prescribió y, en caso contrario, cuáles son las medidas procesales que deben adoptarse para mí. Ya no me importa. Que pase lo tenga que pasar. Fueron buenos tiempos y yo los aproveché. ¿Si no fuera por lo de Elena?.
Ahora espero, entre las sucias y húmedas paredes de mi casa recibir sentencia.
Lo que no entienden es yo no mataba porque amanecía aburrido, ni porque estaba enojado, ni por política, sino porque me gustaba. Me gusta, lo sé, lo siento. Muchas veces de noche pienso en Elena y me gusta, ella para mí es la compañera que alienta los recuerdos que devano como esa Penélope que tejía y luego destejía.
¡Quien te ha visto y quien te ve León! ¡A mí, que me gustaba el agua para hacerles submarino a los zurditos! ¡A mi!, que cuantas veces había acompañado el paquete de los vuelos de la muerte. Era impresionante verlos caer como bolsas de papas al agua. El rió salpicaba como si se hubiera producido una explosión. ¡No, el León ahora está recluido, como en el zoológico! El león, el Dios de carne y hueso ahora varado en esta pocilga inmunda. Parece una broma. ¡La que te parió!
Recuerdo el León de esos días. Me tenían miedo, y eso me complacía. El León. Si hasta Gustavito le gustaba llamarme papá León y a mí se me caía la baba ¡Qué lindo el pibe!, se parece a Elena. La extraño mucho después de lo que tuve que hacer.
Por suerte mi vieja se ocupó del nene. Ella no sabe lo que hice. Le dije que Elena había tenido un accidente, y como por esos días muchos tenían accidentes, no sospechó nada la pobre. Gustavito ¡Todavía le sigo llamando nene! Ahora tiene como treinta y pico. Para él también su madre murió en un accidente. Bueno, la verdad fue un accidente por así decirlo.
Si el General no se hubiera enterado de que Elena era una de ellos no pasaba nada. Pero no, ella se empeñaba en tratar de escapar cada vez que podía. Encima, quería llevarse al nene Que se le va a hacer, eso lo supo el general cuando hacía otro operativo. ¡Se lo contó El Turco! ¡Que hijo de puta! Cómo me traicionó, si yo lo hice entrar y bien que sacó tajada! Hasta tiene una casa en Pinamar. Yo no pude hacer nada.
Qué ejército de borregos que eran y yo un León. Un Dios de carne y hueso.
Ahora que no está Elena la extraño. Sin embargo estoy tranquilo. No podía dejarla irse y menos con el nene. Si es mi hijo el pendejo. ¡Morite Elena!, ¡Morite por boluda! Si te hubieras quedado conmigo hubieras sido una reina. No viste las cosas que te traía, muebles, alfombras vestidos, joyas. Vos decias que eran botín de guerra, que me las llevara, que era un maldito, un hijo de puta. A cualquier otra, bien que le hubieran gustado las pieles que te traje Cuando entrábamos a una casa yo quería elegir para vos Elena, para vos.
Te acordás del día que te regalé las sandalias amarillas, vos las escupiste. Mirá que eras estúpida Elena, si te quedaban justitas. Prometí arreglártelas porque estaban medio deshilachadas, pero no quisiste y te largaste a llorar. Entonces se las cedí a Rico para que se las diera a su novia. Él después me dijo, que a ella le encantaron y que el zapatero se las había dejado flamantes. Las usó por años la novia del Rico.
Te extraño Elena, pero jodete, al fin de cuentas, por más que hiciera, vos no ibas a cambiar. Siempre con esa manía de fugarte. Irte a tu casa. Jurabas que no ibas a contar nada. ¿Es que yo no te atendía acaso?
Te fuiste desde mis manos cuando te abrazaron la garganta. Tenías la garganta tan delgada Elena. De eso me dí cuenta cuando un sonido a cristal roto explotó entre mis dedos. Y al fin te fuiste para siempre ¿no querías eso? Jodete. Te la buscaste. Y o soy, fui y seré así. Me debo al General.
Lo que me apasionaría es volver a aquellos días donde era el dueño y señor de la jungla de cemento. Bueno a veces lo soy, debo admitirlo. Como un vampiro que debe darse el gusto de la sangre fresca.
Me sentí bien hace un par de años, el día que dispuse ir tras el tipo ese que zafó al cautiverio, Carlos Quintero. ¡Cómo disfruté seguirlo sin que se diese cuenta!, después cuando lo tuve todo cocinado me lo chupé, para asustarlo nomás, porque ahora, lo que antes hacía por gusto y obligación, ahora es un delito.
Forcejeó el fulano, y eso que ya está viejo. Después de unos toquecitos lo hice aparecer, como para que todos se den cuenta que aún existimos y estamos en forma.
Los diarios hicieron un quilombo “Esto es obra de un grupo de tareas, los famosos grupos de la mano de obra desocupada», aparecía en los titulares de un periódico al otro día
Yo me cagaba de risa. Un susto nada más che. No es para tanto.
Lo que pasó es que metí la pata porque el tipo, yo no sabía, en ese momento era titular de un Organismo de Derechos Humanos o que se yo, algo así. Que se joda, yo tenía ganas de divertirme. Aparte no le hice nada, un poquito de picana, para recordar los buenos tiempos.
Guardé el recorte del diario, para joder no más. “El titular de la Casa de la Memoria de Quilmes fue dado de alta médica esta mañana y se retiró del Sanatorio, donde había llegado anoche poco después de su liberación, a bordo de un automóvil particular, acompañado de custodia policial, con presunto destino a su casa”.
Lo voy a guardar, para recordar cuando me den ganas, para ver que todavía puedo si quiero. Pero nadie lo sabe y menos ahora que me llevaron a la Corte. El pedacito de hoja está bien guardado. No lo van a encontrar. Le giré a mi mamá la llave de la caja seguridad de un banco. Le dije que ahí hay papeles importantes. Sobre todo un dinero para el futuro de Gustavo. La vieja es de hierro. No le van a sacar una palabra, aunque poco sabe. Yo no le comenté muchas cosas para no comprometerla. Si no sabe mejor.
Se lo hubiera mostrado a Elena, me encantaba ver su cara de asco y terror cuando le contaba de mis aventuras. Pero te fuiste Elena. Yo tengo a Gustavito. Le guste a esas viejas o no soy el padre.
Porque a vos te separé para mí, no quería que te tumbaran todos. Pero te empeñabas y te empeñaba en huir, por eso yo tomé cartas en el asunto. ¡No querés estar conmigo, bueno, como te vas a quedar aunque no quieras, vas a tener que soportar estar alambrada! Si al final, podías andar por toda la casa: ir al baño, a la cocina, al dormitorio. Ahí me gustaba verte más que nada.
Te parecía siniestro. Decías que no entendías como yo me conformaba con tener sólo tu cuerpo. No entendías que era eso lo único que me gustaba. Así que pedí asesoramiento a esos tipos que conocía y preparamos la casa. Puertas blindadas, paredes a pruebas de ruidos y el alambre. Sí el alambre, desde donde te desplazabas Elena, con la tobillera atada a él. Después de todo, a mi no me importaba, yo te tenía a vos, y después a Gustavito. Eso sí, a mi vieja nunca la traje a la casa por esos días. Me hubiera dado vergüenza que te viera así.
Después vino el gesto del General y tuve que hacerlo, Elena. Te estabas pasando de la raya, y no podía permitítelo.
— ¿Mirá que te dije? Quedate tranquila, acá estás bien, cómoda, no te falta nada. Ahora tenés al nene, pero yo creo que el nene poco te importaba, sino, te hubieses quedado en el molde.
La casa la desmantelé después de tu muerte. Lástima que no me dejaron enterrarte. Te llevó el General esa misma noche. El tipo sabía lo que hacía. Hubiera sido lindo tener un lugar para ponerte una flor.
Acá estoy, me cazaron como yo es su momento los cacé a ellos. Es viernes. Viene esa otra loca que se dice sicóloga. La acompaña un milico armado. ¿Qué se creen que la voy a matar? Bueno, ganas no me faltan. Me hace preguntas que yo no contesto. Me quedo quieto. En silencio. Matame si le cuento, que se imagine. Lo único que le dije, porque me gustó ver la expresión de su cara, es que a mi me gustaba matar con las manos. Se horrorizó la puta esta, tan suficiente, tan creída que me podía sacar mentira verdad. A mí, al León.
Además esas hijas de puta de las madres y las abuelas no descansan. Siguen y siguen reclamando por esos bastardos.
¿Dónde estaban ellas mientras sus hijos nos desafiaban? Si nos descuidábamos seguro nos mataban los guachos esos. Tuvimos que actuar antes. De eso doy fe, y no me arrepiento, lo volvería a hacer. ¡Yo me debo a mi país carajo y al General!. Soy el León y no quiero que me olviden.
Lo de los vuelos de las muertes. Si. Lo hicimos ¿y qué? Los llevábamos a dar un paseíto, eso si éramos caritativos, antes los dormíamos. Me gustaba verlos caer, como bolsas de papas, quince o veinte por noche. Ni gritaban ni se daban cuenta. Sólo caían y caían hasta estrellarse contra el agua.
A lo mejor un día se lo cuento a la psicóloga, nada más para verle la cara.
Estoy tranquilo, Gustavito no va a venir y de mi madre tampoco. Anda enfermita la vieja. Al pibe ya no lo puedo engañar. Se enteró por los diarios. Sabe que estoy acá, encerrado. Esperando sentencia. Pero no me importa, total les dejé bastante para que vivieran bien, hasta una casa. Nadie sabe que se la expropiamos a unos viejos que no duraron ni una semana en la Escuela. No tenían familia y bueno, me la quedé yo, todo sea por la familia. Ellos se lo merecen.
Por ahora disfruto contándole algunas cositas a la flaca esta que se hace la doctorcita. Me gustaría sacarle una foto a esta mierdita. Pone unos ojos de espanto. Parece que se vuelve loca con lo que le cuento. Tan loca como las viejas putas esas que hace un mes atrás quisieron lincharme.
Marta
“por el dolor pasean como niños
bajo la lluvia ajena/una mujer
habla en voz baja con sus pedacitos
como acunándoles no ser/o nunca
Juan Gelman
VI
Midiendo sin vara la felicidad que una vez hizo ebullición en mi sangre, esta tarde siento que las calles convergen irremediablemente en ángulos rectos en el barrio de Belgrano. Los negocios exhiben las vidrieras de colores como si un arco iris se hubiera prendido a cada una de ellas. Es sábado, y desde temprano los cafés humean aromas a personas y tazas. Espero. Como siempre espero. Voy a encontrarme con la periodista de un diario pequeño. Hace algunos meses me vino a ver al pueblo. Se llama Verónica. A Lucas le gusta. Pasan mucho tiempo juntos. La cité frente a La redonda, esta típica iglesia que a la tarde se rodea de artesanos. Un lugar que en particular evoca algo de Inés, esa ligera bohemia que la envolvía
Puedo palpar la atmósfera de la ciudad. Algunos turistas permanecen todo el día en esta zona, lejos de la vida real, más allá del santuario, o caminan por las calles perdiendo el camino, como tantas veces lo perdí entre la confusa maraña de los acontecimientos.
Me encanta pasear por las calles, aunque echo de menos el pueblo, aún en ratos como éste en que quiero olvidarlo todo. Una antigua ansiedad sigue sujetándose en el fondo de mi corazón, buscando con desesperación, en los ojos de todas las mujeres los ojos de mi hija o de mi nieta. Algunas veces pensé que estaba cerca de encontrarlas pero fue simplemente una ilusión. No. No las encontré, ni encontraré nunca los ojos de Inés en las miradas de los miles y miles de seres que se cruzan en mi camino, porque sus ojos están ahogados.
Para mí el mundo se ha convertido en algo remoto del que sólo me quedan unos cuantos retazos. Fue necesario reunirlos en esta larga travesía de horrores y errores para poder permanecer en la cordura. Primero lo hice con mi marido, luego ayudada por Matilde y por último en compañía de Lucas. Mi gran compañero. Mi nieto, transformado en un luchador incansable, peleando por la búsqueda de la verdad. Atravesando historias que abrían paso a otras historias. Sin embargo, estoy segura que el hallazgo de Candela es inminente y ni él ni yo, descansaremos hasta encontrarla.
Aún Buenos Aires es hogar de los asesinos de la alegría. Se cubren bajo los retablos dorados de las iglesias, pero debo admitir que en realidad, la ciudad de ellos, es un mundo sombrío, porque la historia que escribieron con sangre inocente es una historia de aflicciones e interrogantes que yo recorro gastando suelas y vida.
Nunca hablo de la sensación que me produce el girar por la Plaza. Temo que mis palabras suenen a insensatez. Es una suerte de molinete de calesita que me envuelve en una sutil descompostura que paradójicamente me mantiene en pie, como si la fuerza de gravedad del cemento me imantara las piernas para permanecer parada, aún en el mareo que me provoca describir el círculo. A veces con la justificación de ir del brazo de otra madre, me aferro a esa carne tibia para dejarme llevar como una pluma que quiere permanecer en el aire.
No hay estremecimiento más dulce y agónico que danzar en ese círculo. Pidiendo, rogando por ellos, por lo no encontrados. Porque de esa manera se convierte nuevamente en presente. En mácula sagrada que permanece a pesar de las desapariciones. Cuantas veces busqué en el diccionario la palabra “desaparecido” desde hojas escritas en letra de imprenta con un significado absurdo y casi insolente que no me representaba a Inés, a mi Inés, a mi carne, a la sangre de mi sangre. Sólo una palabra ¿cómo habían hecho para sacarle tanto provecho a una palabra? A treinta mil palabras idénticas y repetidas hasta el cansancio que salen sin permiso ni autorización de nuestras bocas, de nuestras gargantas que envejecen, llamándolos día y noche. En la madrugada. En los sueños disolutos, se vislumbra aún más la ausencia y la pérdida.
Desde el inconciente tratamos, trato, de recuperar el contorno de Inés, y no puedo. Se van desdibujando sus facciones en una niebla azul que invade el espacio y el tiempo y me despierto, entre sudores, para cerciorarme que no morí y puedo seguir buscando a Candela. Me desespero, porque Candela es sólo otro nombre sin rostro, sin músculos ni brazos que me aferren.. Candela es sólo una búsqueda. Una utopía que se pierde en las madrugadas y aparece con las primeras luces para hacerse de nuevo tangible junto al café. La taza que humea es lo único que me ayuda a reconocer que estoy frente a otro día para intentar.
Lo que simboliza para mí la compañía de Lucas no se puedo expresar con palabras. Es una bandera. Un estandarte que me acompaña. Nuestros códigos son indescifrables. Nuestras miradas contienen las llaves de las respuestas a las preguntas que no se enuncian porque serían tan obvias, incluso para nosotros, que callamos y sólo nos entendemos a través de ese ducto que hemos construido. Transparente. Incorpóreo Un puente entre la conjetura y la realidad. Sé que Lucas perdió en esta batalla, más que yo, porque yo la tuve a Inés y él sólo posee palabras, papeles, fotos. Sin embargo eso para él, nunca fue motivo para dejar de acompañarme y luchar. Su presencia es un bálsamo de juventud y fortaleza entre tanta sinrazón.
Todas las otras madres que nos acompañan han tomado a Lucas como su nieto. Es un orgullo para mí, y en esos momentos, cuantifico la felicidad de tenerlo. ¿Será lo mismo cuando encuentre a Candela?
Me deslizo por este territorio sideralmente gigantesco que son las calles, adueñándome de un fragmento de mañana para llenarme el estómago de realidades porque necesito tener algo concreto que ella haya pisado, tocado, olido, amado. Inés eligió vivir aquí, en esta ciudad, por ello la respeto, aunque me duele que hubiese tomado esa decisión. A veces me pregunto ¿por qué lo hizo? ¿Por que se fue de Andecito? Pero las preguntas no me la devuelven. La irracionalidad de las bestias me la arrebataron. Esos seres con nombre y apellido que la secuestraron, la torturaron y la hicieron desaparecer. Pensar que son padres, hijo, también nietos de alguien me hace estremecer. ¿Sabrán esos familiares lo que hicieron?. ¿Lo que nos hicieron?
Hoy, deberé hablar de Inés con Verónica. ¿Con qué empezaré? Porque hay tanto para decir entre tanto dolor. Cómo siempre me mostraré fuerte, no permitiré que una simple entrevista me quiebre, no debo permitirlo. Pero es tan difícil ultimamente. Se dice que el tiempo cura las heridas, pero mi herida aún sangra y se llama hija. Se llama Inés. Creo que sólo cuando encuentre a Candela, esta dolencia arrastrada, irá cicatrizando. Dejará la huella inconfundible de la pérdida, pero cauterizará el pasado, para convertirse en un presente que tendrá nombre y parentesco.
La hora se aproxima y el café está cerca. Belgrano es un barrio coqueto. Tan l lindo por la mañana, no puedo negarlo.
El pavimento sigue expulsando del suelo todo el calor acumulado en esta mañana otoñal y demasiado cálida. Pensé que la tarde sería más fresca pero no, sólo revolotean algunos pájaros en la manzana de la Iglesia. No me gusta la capital pero estar en ella se ha convertido desde hace años en una cita obligada para buscar a Candela, después de lo de Inés.
Las casas se ven extrañas, iluminadas por un sol que hace entornar los párpados. ¿O seré yo la que está triste y me empecino en recoger algún fragmento de ciudad que, quizás alguna vez, miró o pisó Inés al pasear por Belgrano con Juan o Matilde? Tengo tanta tristeza contenida que se desborda por los brazos y rueda por la vereda como una alfombra húmeda.
Recuerdo el día en que los grillos enmudecieron en Andecito cuando sonó el teléfono y esa voz anónima nos habló de Inés. Todos los caminos se volvieron radiales, Los faroles se amordazaron, y entre la hierba de los jardines crecieron ramilletes de flores sanguíneas. Inés se había esfumado, sin huellas, sin retorno. La lluvia de ese día fue sólo una lágrima que se anticipaba como un cuerpo extraño.
La joven de la entrevista entró al bar, pidió un café y casi con vergüenza le preguntó:
—Marta, me va a perdonar por ser tan cruda, pero… ¿Qué se siente tener una hija desaparecida?
Marta bajó la cabeza buscando la verdadera respuesta ante tanta contundencia.
—Cuando se fue de Andecito estaba más preciosa que nunca, se lo comenté a mi marido. Estábamos orgullosos que fuera a la ciudad para estudiar en la universidad.
Marta tenía los ojos nublados pero una entereza conmovedora
—Una vez, de chiquita, casi la pierdo. Estaba pálida como la cera, con los ojitos medios cerrados. Respiraba con dificultad, con una aspiración profunda, como un suspiro. Mi angustia de madre aumentaba por momentos al contemplar a mi hija en esas condiciones.
Por la noche el cansancio me venció, Mario cuidaba de Andrea, la melliza, y yo caí en un sueño perturbador que nunca voy a olvidar: llamaban a la puerta y entraba un hombre envuelto en una túnica, con ella cubría a Inés. Se notaba que él estaba helado. Soplaba un viento cortante esa noche en por poco muere Inés. Con la tibieza del cobertor se había quedado dormida. En el sueño yo preparaba café, en un intento por reanimar al anciano que se había sentado junto a la cuna y mecía a mi niña
— ¿Creé que vivirá? —pregunté.
El viejo hizo un gesto extraño con la cabeza. Lo mismo podía haber sido afirmativo que negativo. Bajé los ojos, y las lágrimas rodaron. Yo tenía la cabeza embotada, llevaba ya tres noches sin dormir, volví a mirar la cuna, estaba vacía. ¡Se había llevado a Inés!
El reloj del rincón dejó oír un ruido sordo. La gran pesa de plomo cayó hasta el suelo y las agujas se detuvieron. Bañada en transpiración me desperté y corrí. Corrí, como si me la hubiesen secuestrado de verdad.
Mario trató de detenerme pero yo salí desesperada a la calle. Creo que esa fue la primera vez que arrancaron a Inés de mi lado. Un sueño premonitorio, porque casi todo se le parece, hasta en el día que me anunciaron que había muerto en la ESMA y yo salí corriendo hacia la calle, en un grito vivo, tratando de revivirla. —La voz de Marta se iba mezclando con el ruido de tazas y conversaciones fragmentadas.
—Sé que a mi Inés la han asesinado, Valeria. Tengo pruebas de que fue arrojada al Río de La Plata, en un vuelo de la muerte. Quiero que todos sepan, si usted lo escribe, que trabajaré sin descanso en la búsqueda de mi nieta. Se llama Candela, no sé si es el nombre que hoy tiene, pero para nosotros se llama Candela.
El reportaje siguió y Marta respondió a cada pregunta con la fuerza y rectitud que la caracterizaban. Luego, se reunió con Matilde que la esperaba fuera del bar. Emprendieron un largo recorrido por calles ajenas, sin que supieran hacia dónde iban. Un viento cálido, inusual, las empujaba junto a las hojas que se empeñaban en dar círculos sobre la vereda como imitando los jueves de Marta en la Plaza de Mayo.
—Te acordás Matilde, —Preguntó con nostalgia Marta— Tenía todo listo para irse con ustedes y Andrea estaba enojada, muy enojada de que su hermana la dejase, pero eso a Inés no la detuvo. Lo tomó como un juego, como el que siempre entablaban entre las dos. Ella invariablemente tenía una palabra en sus labios, era tan cariñosa con todos nosotros, ¡Cómo extraño sus abrazos¡ Su sonrisa, su carisma, y esa juventud que aún respiro en la casa.—Matilde no contestó . No pudo. Un nudo le trababa la garganta como una corbata demasiado apretada.
— ¿A vos no te pasa Matilde? Estar sentada en la cocina y parecerte que va a entrar y decir:
— ¡Preparame unos mates vieja!, así me pongo a estudiar.
Desde que nacieron, en la clínica Amado, sabíamos que iban a ser gemelas, eran especiales. Las enfermeras y los doctores se llamaban entre sí para ver lo gorditas que habían nacido y los ojos grises que tenían. ¡Yo estaba tan feliz! y Mario…. Mario estaba como loco. A veces las alzaba por tanto tiempo que yo le decía
—Mario, me las vas a malcriar ¿que voy a hacer cuando te vayas a trabajar?
Siempre las mimaba y las consentía en todo, como la nona Tonia , Mario se reía
— ¡No voy a poder con las dos! —le repetía. Y podía, porque éramos un triángulo perfecto las mellizas y yo. Un triángulo que desarmaron esos desgraciados el día que me la secuestraron. Por eso me pregunto desde esa tarde de abril ¿Por qué mi hija? ¿por qué ella Dios? ¿Por qué mi Inés?
Cuando alguien de la familia se enfermaba era Inés quien lo cuidaba. ¿Te acordás cuando Mario estuvo muy grave, hace un par de años, antes de morir? Ella ya no estaba para cuidarlo. Me acuerdo de un día en que Inés era pequeña y Mario que siempre tuvo problemas de corazón cayó internado. Me dijo: Mami, prefiero morirme yo a que Dios se lleve a papá
—Y se la llevaron a ella antes, Matilde ¿Por qué me la llevaron así? —Matilde la tomó del brazo y con la otra mano acarició los dedos de Marta como fuera su madre. y como si ella fuese Inés. Marta continuó hablando. Matilde caminó a su ritmo. Sabia que caminar la tranquilizaba
—Ruego a Dios que esto se aclare. ¡Se tiene que aclarar y todo verá la luz y se sabrá la verdad de quien fue, quienes fueron! Quiero que lo paguen, porque al quitarme a mi hija me dejaron vacía, y necesito llenarme de nuevo como las frutas de un ciruelo, para ofrecerme a Candela y anclarme a su sangre que es la sangre de Inés.
—¿No te canso Matilde? Siempre hablando de lo mismo. ¡Qué gran amiga resultaste, Matilde
—Vos sabés Marta cuanto quiero a Inés y no. No me cansás. Al hablar de ella la acercamos a nuestras pieles. Yo la puedo sentir y sé que vos también
—Es verdad.
Tengo grabada en la memoria las primeras reuniones con las otras abuelas. Yo iría a encontrarme con un grupo que me recibiría en una casa. Me dieron la bienvenida con una sonrisa y a pesar del dolor estábamos felices de componernos como grupo. Desorientada yo había llegado a ellas por Eleonora, que estaba buscando a su hijo, ella tenía ojos azules y una sonrisa que te hacía olvidar todo, aunque fuera por un ratito. Me incorporé decidida a trabajar junto a esas mujeres increíbles. Lo recuerdo como estuviera ocurriendo en este momento.
También tengo presente la confitería Las Violetas. Simulábamos un festejo, un cumpleaños, tomábamos el té y cuando el mozo se retiraba sacábamos de abajo de la mesa nuestras cartas, los habeas corpus, nuestros primeros comunicados, esa confitería lleva para mí el sabor especial de lo clandestino. Tratábamos de organizarnos con alternativas nuevas, y a la vez teníamos que tener mucho cuidado por los seguimientos. Nosotras también corríamos peligro, éramos sus madres, ¡que va!
Yo quería un funeral para Inés. Pero ellos lo hicieron imposible, ni ese gusto pude tener: enterrar a mi hija, disponer de un lugar, un universo para las dos. Pero la vida es así, algunos no llegan a nacer nunca. Otros nacen y mueren sin razón. Los demás, también moriremos, es imposible escapar al anillo.
Dicen que un momento que jamás olvidás en la vida es el día en que uno descubre su mortalidad. Yo conocí la mortalidad de mi hija tanto como la de Mario. A mi marido se lo llevó la enfermedad, pero a Inés, se la llevaron esos hijos de puta que me la arrebataron.
Recuerdo bien el funeral de mi abuela paterna, el olor del pino, el aceitoso aroma de los cirios. El ambiente cargado de angustia, esa angustia que se disfraza de pena por el muerto, pero que en realidad es angustia existencial, cruda y punzante.
Yo me hubiera conformado con enterrar a Inés. Lo diré hasta el cansancio.
Vemos el ataúd que nos causa escalofríos. Nos imaginamos depositados en su interior, yacentes, inmóviles, impotentes testigos de nuestra propia extinción corporal. Las flores, la gente que se hace tan lejana y presente. Tomamos conciencia de nuestra soledad que duele sin heridas.
Si la gente realmente tuviera el valor de decir lo que piensa en los velatorios, en lugar de decir frases triviales y vacías como “lo siento mucho”, “acompaño su dolor”, “era un angelito”. Nadie se atreve a decirlo, ni siquiera a solas que Inés no podrá ser parte de esa última despedida. Yo quiero pensar en la muerte. Lo necesito para estar cerca de ella.
Matilde la contenía mientras Marta daba un grito bajo, acallado contra el viento:
— ¡No te tengo Inés¡ Ni siquiera envuelta en la mortaja porque usaron la palabra de la mejor manera, te hicieron desaparecer. Pero me queda Candela y rodaré por cada calle. Me colaré en cada oficina hasta encontrarla.
Pienso que si te hubieran entregado, no importa cómo, a la hora de los funerales, te hubiéramos llorado con la tristeza de la incertidumbre, con la duda que la religión y las explicaciones místicas nos abrigan. Pero sólo tengo de vos papeles, fotos, ropa, y ese mechoncito de pelo que te cortamos cuando las pelamos, a los seis meses, a vos y a tu hermana.
— ¿Hacia dónde vamos? Matilde. —La joven sólo la miró. No hacían falta palabras Marta las había pronunciado todas
—Lo cierto es que nadie lo sabe. Ni yo. Lo terrible es que cada vez pareciéramos convencernos más y más que a ninguna parte. Pero con todo, ¿no será esa ninguna parte mejor que este lugar certero de dolor e incertidumbre humana?
No sé. No tengo aún una decisión tomada al respecto. Pero hoy por hoy, la muerte sigue siendo para mí ese gran misterio que me envolvió en mis siete años cuando me incliné sobre el ataúd abierto de mi abuela.
Esto no es el destino final, Matilde. Se lo he prometido a Inés. En algún lugar nos encontraremos y al abrazarnos sellaremos de nuevo esa conjunción matemática que se formaba cuando lo hacíamos ¿Te acordás Inés‘ ¿ Te acordas hija?
—Marta. Mejor volvamos. Te va a hacer mal. Estás muy angustiada. Vamos a la estación y ahí nos tomamos un cafecito ¿Si? —Marta parecía pertenecer al mundo de las sombras. Hablaba y hablaba sin dejar de caminar hacia ningún punto en especial.
—Intento aferrarme con fuerza al trozo de vida incrustado en la muerte de mi hija, Matilde. Aún vivo, y me queda Candela. Le puse Candela, porque vos sabés que Inés decía siempre que si tenía algún día una hija la llamaría Candela. Juan se reía, ¿te acordás? —Candela, —decía—Si es nombre de vela. Los dos se unían en una carcajada.
Estuve muchas veces cuando otras abuelas encontraron a sus nietas, Recuerdo que una tarde fuimos como de costumbre a la oficina del Juez, y de pronto nos mostraron un expediente con fotos de dos nenas. Los nombres coincidían con los de las nietas de Alba, habían estado en Casa Cuna. Yo me di cuenta enseguida de que eran ellas, tenían la misma diferencia de edad que sus nietas. Alba no terminaba de reconocerlas. Las veía muy distintas. La más chica era piel y huesos y a la otra le habían cortado el cabello al ras. Pero yo me dí cuenta de que el juez sabía perfectamente de qué eran ellas las que buscábamos.
—Si. Lo recuerdo Marta. Lo recuerdo. Fue hace dos años.
—Le dije al juez: Usted sabe muy bien que son ellas. Insistí e insistí. Y resultó que estaban en la pieza de al lado, con su madre adoptiva. A Alba no la dejaron verlas. La madre adoptiva resultó ser una persona magnífica y nunca se negó a recibir a la abuela, que, de hecho, decidió que siguieran viviendo con sus padres adoptivos.
¿Sabés Matilde que Betina, la psicóloga que trabaja para Abuelas, es una des las nietas de Alba? La más grande. Es muy inteligente y ayudó a encontrar a otros dos chicos.
Su abuela, antes de morir me llevó al fondo de su casa.. Sencilla, allá en Quilmas. Me mostró un roble que había plantado cuando su hija desapareció. Si algún día vuelve, muéstrele este ropero, déle esta ropa y consígale un trabajo, me pidió, con la seriedad propia de una convicción. Con la esperanza intacta y una fotografía arrugada de tanto amor y tanto beso.
La foto era insuficiente para describir la belleza del rostro de Mónica, la madre de Betina y Clara. Siento que las palabras son incapaces de detallar el encanto de esa chica. La imagen pudo, de hecho, dar un mapa de su rostro, pero ¿cómo puedo reproducir la brillante pureza de su tez, o la variante expresión de los movimientos con toda la inocencia de su juventud?
Yo asentí a su pedido y me quedé con la foto para dársela a sus verdaderas dueñas. Es casi imposible que Mónica regrese. Si no apareció hasta ahora, las probabilidades de que esté con vida son remotas o nulas, como las de mi yerno.
No olvidaré el día que visité a Zulma, la madre de Juan que estaba enferma. Después del secuestro de los chicos casi no salía, aunque la sabíamos muy informada por los compañeros de su hijo. Ella pronunció un nombre: Florencio Santillán, el León lo apodaban
—Fue él Marta. Me lo confió Esteban, el que estuvo detenido con Juan. Me confirmó que era uno de los que rastreaba la zona donde vivían los chicos. Fue él Marta, no hay dudas, el León se llevó a Inés y seguro a mi hijo.
Lucas escribió un diario que guarda para entregárselo a Candela cuando venga a reunirse con nosotros. Nunca me lo mostró ni se lo pedí, creo que es algo sólo de él, de su vida en este angustioso presente que el destino se empeñó que viviéramos.
Pero ahora Candela viene. Es verdad. Viene. Yo hablé con ella, vive en Recife, Brasil, aunque habla perfectamente castellano.
Se la llevaron sus padres adoptivos cuando sólo tenía seis meses. Ellos la recogieron sin saber que era la hija de una desaparecida o al menos eso le contaron. Ya lo veremos, lo único que queda para confirmar definitivamente que es mi nieta, será cuando tengamos los resultados de la prueba del ADN. Estoy segura que es ella aunque se llame Micaela. Vi su foto, es parecidísima a Inés, aunque ya pasó a su madre en edad. Mi hija murió con sólo veinte años ¡Que horror!
¡Va a venir, me prometió que va a venir!, Aunque no se atrevió a llamarme abuela.
Siento miedo por su llegada. Por mi otra hija. Por Lucas, mi nieto, mi amigo. Por Matilde que está tan lejos. Por mí misma. Pienso en el tatuaje de mi memoria, todas las imágenes y palabras que tuve que punzarme cuando las buscaba. Ahora están selladas en tinta roja dibujando la cartografía de mil vidas. Trazo la geografía de mi existencia en un álbum familiar que se completará, aunque quede alguna hoja vacía. Quizás con ella vuelva la tranquilidad de hacer un paseo. Escuchar música. Preparar una comida de domingo.
Un álbum que tal vez hable del reencuentro y de todos los reencuentros. Porque yo, no soy sólo yo, Marta, sino que en mi piel hay treinta mil pieles que buscan justicia.
Un Álbum que en los momentos más duros y olvidados sea esa familiaridad que necesitemos para entrar en territorios nuevos cerca de la sangre y la historia de los que ya no están y el nombre del León se irá perdiendo en la distancia.
Matilde
“huesos que fuego a tanto amor han dado
exilados del sur sin casa o número
ahora desueñan tanto sueño roto
una fatiga les distrae el alma
Juan Gelman
VII
… “quizá convalecientes de su muerte privada
/nadie les ha explicado con certeza
si ya se fueron o si no
si son pancartas o temblores
sobrevivientes o responsos”…
Mario Benedetti
No hay entierro esta tarde, ni va a haberlo ninguna tarde de ningún día, ¿porque qué vamos a enterrar, un cajón vacío? La ausencia parece hacer largos los minutos, las horas, los días, los meses que se multiplican en decenios. Me tuve que ir, Dios sabe cuánto quise quedarme, pero no pude. La asfixia me perseguía la garganta desde la sombra la búsqueda.
Hoy le hablé a Marta, me atendió el nene. Es un hombre ya, tiene treinta y cuatro.
—No sabés Lucas que tranquilidad es para mí que vos estés con ella, pero entendé, me tenía que ir, no podía más.
Hablamos. Yo no tengo apuro cuando hablo con ellos, de esa manera se me hace como si estuviera todavía allí, esperando, buscando, mirándome en un laberinto de agua marrón. Ahora espero acá, casi sin esperar nada, aunque el aire es más ligero y respirable sin tanta sombra acumulada.
Me estoy acostumbrando a las comodidades, pero a veces creo que es demasiado para mí aunque Alberto me dice que me lo merezco.
—Con lo que sufriste Matilde, aprendé a disfrutar, es una oportunidad de poder encontrarte con vos, hacer algo que te guste, que te entretenga. Dale, quiero verte contenta.
Lo miro desde el otro lado del jardín junto a la pileta. Unos pájaros beben en el borde, tienen en sus plumas tonalidades azules, como el cielo de Andesito. La casa que alquilamos es espléndida, no quiere que trabaje, sólo que me dedique a descansar. Es difícil para mí no hacer nada después de tantos años acompañando a Marta. Qué mujer increíble, me contagiaba su fuerza hasta que desistí. Fue difícil tomar una decisión como esta cuando uno tiene los padres grandes y siendo única hija, pero ellos entendieron. A decir verdad se pusieron felices, estaban demasiado preocupados que yo me ocupara sólo de eso, de buscar.
Porque durante todo este tiempo mimetizada en Marta escapé de mí misma, enredada en mis miedos, sin poder afrontar que el mundo seguía circulando a mí alrededor.
Escapé del amor tantas veces que casi ni las recuerdo, hasta que Alberto apareció en mi vida y me aferré a él, a su forma de quererme. Así pude confrontar la verdad que a veces me lastima pero sé que me conducirá a reencontrarme con la verdadera Matilde
Pienso que si no puedo controlar el miedo ante esa sociedad que me miraba con injusticia cada vez que hablaba, no podré reconocer el miedo a cambiar porque el cambio me ocasiona miedo.
Debo dejar de escapar de mí, decidir, buscar la forma de saber qué me está pasando y sincerar la conciencia. Quererme y aprender a amar porque nunca amé, el odio fue tan profundo que apagó esa llama que ahora se está volviendo a encender
Lo cierto es que hoy me toca, entre otras cosas, cargar el peso de las palabras y las maniobras que hice y dije para soñar el sueño de soñar menos y ponerme alegre al descubrir que la vida no es sólo una agonía que dura para siempre. Aquí estoy para intentarlo. Dejé la carrera después de lo de Inés. Así que me mantuve dando clases particulares de Historia y otras materias de Secundaria. Nada importante. Lejos quedó para mí, pensar en seguir estudiando. Aunque ahora, no sé, quizás pueda retomar mi vida y hacer algo, pero ya estoy entradita en años. Un poco vieja, diría, para comenzar una historia diferente. Veremos, algo haré, aunque sólo sea para darle el gusto a Alberto de verme ocupada en algo que me de placer.
En el fondo me ganaron. Los hijos de puta me ganaron. Se salieron con la suya, pero no daba más. Era irme o no se…
Me parece estar viendo las sandalias amarillas con plataforma de corcho que llevaba Inés la tarde que la secuestraron. La imagen de ellas es tan fuerte y vacía como la ausencia. Se me presentan como si esos calzados fueran las únicas huellas que me quedaron de ella.. Arrastradas, refregadas contra las baldosas de la vereda, apretando los dedos de Inés que estaban en carne viva.
Las veo frente a mí ahora, sobre el parqué del salón, aquí, en la casa de España. Una junto a la otra, paralelas, como si las calzara una mujer desconocida e invisible, retadora y altiva. En la que ciegamente me he negado a creer hasta ahora, cuando su embrujo ha terminado por desbaratar mi felicidad. ¿Cómo expulsaré de mi mente estas hembra insaciables y crueles que me atormentan desde el color que me penetra desde ese día?
Me asalta el recuerdo de aquella tarde negra, en que Inés y yo visitamos otro clasificado de alquiler más. Habíamos decidido vivir juntos las dos con Juan, y sólo nos faltaba la casa. Estábamos desilusionados porque no encontrábamos nada, hasta que vimos ese amplio departamento con muebles. Enseguida nos pareció que era para nosotros. Lo dijimos al unísono, con una de esas miradas cómplices que tan bien definían nuestra irrepetible sintonía fraternal.
Además el precio era baratísimo, como si el dueño viviera, literalmente, en otra galaxia. Esa misma tarde firmamos el contrato. A la mañana siguiente, muy temprano, abrimos la puerta de nuestro primer hogar y el último. Me horroriza tenerlo presente, pero no hay marcha atrás, así fue, así lo hicieron esos desgraciados.
Comenzamos a familiarizarnos, cada uno por su lado, con el departamento, La cocina era chiquita pero estaba equipada con todo, le agregamos nuestro infaltable equipo de mate y nos repartimos las dos habitaciones. La más grande para ellos, ¡cómo nos reímos cuando juntaron las camitas!, yo los cargaba.
Al otro día, medimos las paredes del salón, inundado por el amarillo de la mañana, calculando el mejor lugar para ubicar las estanterías de la biblioteca común, y la alfombra que Marta nos había regalado. Mi mamá nos había preparado una bolsa con latas y algunas provisiones para que comiéramos los primeros días, así que acomodamos todo en su sitio para después irnos a la Facultad. Habíamos perdido unas cuantas clases buscando vivienda. Inés se puso las sandalias amarillas. Era abril y todavía hacía calor.
Me estremezco ante la aparición repentina de Inés calzada con esas sandalias que no se sacaba de los pies, tenían dos tiras en forma de X sobre los dedos. La veo, echando los brazos detrás la nuca, estirando su delgadez sin dejar de mirarme. La veo y me digo ¡No es real! ¡es una ilusión! porque estoy en otro tiempo y en otro lugar que elegí para estar. Sin embargo la visión se empeña en mantenerse en este plano que he creado para las dos, recordándola.
La veo. Sí, la veo parada en el centro del living, la luz que entraba por la ventana, cayendo de pleno sobre su cara y Juan mirándola embelezado, parecía un ángel Inés ese día. ¿Se habrá convertido en ángel Inés? Un ángel arrastrado, pisoteado, torturado. A pesar de todo, la idea me reconforta. Pensarla cómo un ser leve, etéreo, es una manera de mantenerla en ese plano espacial que ya no la contiene.
Se había recogido el pelo en una coletita, cosa que jamás hacía, y eso, sumado a la túnica blanca, la hacía ver más joven. La ropa era el misma
que había usado para la fiesta del estudiante en Andecito. Impensable que le ocurriera eso. Que nos ocurriera. Que nos esté ocurriendo.
Nunca la había recordado así, tan tangible, tan física. Cuando la buscábamos con Marta, Inés era sólo un papel, un habeas corpus, una foto, una lágrima.
Íntimamente me ilusioné muchísimas veces, cuando nos parecía estar cerca de ella, desde un comentario. Desde una pista. Ahora sé que fue una ilusión. Después la gran verdad.
Imagino a sus padres golpeando los puños secos contra la puerta de la ESMA. Los cobardes respondiendo:
—No, no está. Aquí no hay nadie más que nuestros cadetes y nuestros oficiales. Qué mierda, estaba allí a unos metros de ellos. Estuvo, si estuvo y dio a luz a Candela y yo aquí en España buscándolas sólo en mi memoria. ¿Tendré perdón? ¿Inés me va a perdonar? Perdoname Inés que ya no camine sobre tus pasos ni los de tu hija, pero la asfixia Inés, vos lo vas a entender, vos sabés de la asfixia. ¿Por qué vos Inés y no yo?
¿Qué tenían que ver las sandalias amarillas? Inés se las había sacado a Andrea del armario empotrado en la habitación que compartían. Siempre me decía:
—Matilde, Andrea me odia porque le saqué sus sandalias, pero no me importa, a mí me encantan — comentaba riéndose.
Parecían el único vestigio de conexión con la hermana. Fuera de ellas, no había traído nada más de Andrea, ni siquiera un simple pañuelito.
¿Para qué cansarme con estos procesos del recuerdo en esta evolución dramática que sólo interesarían a un dramaturgo? No sé, quizás el deseo de corporizar a Inés. Traerla a esta realidad. Una realidad paralizada como las tantas veces que critiqué a Andrea por ello. Marta me calmaba.
—No Matilde, no te confundas, no es que no quiera ayudar, es que no puede. Dejala así. Dejala. Dejala.
No hay excusas. Me dejé convencer por Alberto porque quería. Me quería ir. Correr. Huir de argentina, de las marchas, de los comunicados, de los nuevos gobiernos, de las promesas, de Inés, de Marta, de Candela, de todo.
Me desgarró la carne subir a ese avión, pero subí y me senté y voló y estoy aquí de nuevo con Inés. Siempre voy a estar con Inés, aunque el comisario de Andecito me haya acusado de que lo que vi fue mi imaginación o una mentira.
Ese día cuando volví sola al departamento, el barrio se veía sombrío, taciturno, tal vez se resguardaba de ese acto agresivo, que iba a ver en instantes. Como señalé siempre, unos tipos la sacaban por la puerta arrastrándola. Dos la tenían a ella, y dos a Juan, de camisa abierta y ensangrentada. Yo estaba tan asustada que me escondí detrás de un auto estacionado unos metros antes de la entrada. Pero por más empeño que ponga, no me puedo acordar de la cara de los tipos. Los pies de Inés fueron lo que más impresión me causó. Las sandalias amarillas desagarradas como los dedos ¿qué habrán hecho con las sandalias amarillas? ¿La habrán tirado desde el avión con las sandalias amarilla? Quiero las sandalias. Las quiero. Si no está Inés por lo menos quiero que me devuelvan sus sandalias. Las quiero…
¿Qué ocurrió en el auto, nunca lo supimos ni quisimos imaginarnos? ¿Hacia dónde se dirigió, quién lo conducía? Todo era un enigma. Sin embargo tiempo después lo supimos por boca de la madre de Juan. El jefe del operativo se llamaba Florencio Santillán, él manejaba.
Me Duele la muerte de mis amigos, más ahora que sospecho lo que ocurrió aquella tarde. Es probable que fueran directo a la ESMA. ¿O los llevaron antes a otro lugar? Mis conjeturas me angustian. Siento que le debo a mis compañeros esa mirada última, huidiza, que me pesa, y me aplasta. ¿Por qué? ¿Por qué? Si no éramos más que tres estudiantes. Quizás ellos estaban más comprometidos con la lucha, en realidad nunca me lo dijeron ni yo pregunté. Sabía de sus reuniones de los viernes, pero eso no justifica a esos desgraciados los secuestraran. ¡Qué va a justificarlos! ¡No tienen perdón¡
Desde el gran ventanal veo Madrid l atardecer. Las luces pálidas de las calles parecen querer desmayarse. Desde aquí es fácil amar. Buenos Aires se diluye aunque enseguida aparece de nuevo y la figura de Inés se desvanece en ese ir y venir.
Me apoyo de lo que encuentro con tal de no caer, en este pequeño espacio entre la puerta y Alberto, que es como un marco que me contiene Soy sólo un trozo de hielo que se derrite poco a poco. Incansable, trato de borrar los virtuales que te recuerdan, desdibujándose en el corto plazo de las visiones. Minuciosamente traigo a mi memoria los adjetivos que enuncié en los días de búsqueda y me siento milimétrica, encogida. Nada. Las dejé y soy nada, en este páramo confortable en queme he instalado y llamo hogar.
Pero los intentos son flojos, y mis vergüenzas baratas. Tengo tantas ganas de gritar que me duele la garganta de contener el alarido quizás parecido al que alguna vez emergió de Inés.
Muchas veces he contemplado en lo oscuro y he rehuido otras veces más de ese estado de sombras. Jamás te he dejado de nombrar, amiga. ¿Pero vos escuchás mi llamado? Porque quizás dónde estés no lleguen mis alaridos.
Un cursor intermitente antecede al espacio vacío de las coordenadas que no se han podido describir. El letargo me lleva hacia universos desconocidos. Serrat canta, dice que piensa en mí.
Por estos meses me he mirado las manos una y otra vez, tratando de asegurarme que las pequeñas y las grandes desilusiones han tocado y mermado la intermitencia del corazón. Pero su tamaño no cambia porque han rozado la verdad y la abandonaron ¿Son mías estas manos que muestran la cartografía de una existencia? ¿O las líneas de mi palma, las trazó Inés en alguna madrugada cuando mi insomnio se las ofrecía para que dibuje el camino de la redención?
He respirado más hondo, pero aún no he encontrado consuelo. La Familia está más lejos, ha aumentado y se ha esparcido. Siempre es un redil útil del cual hallar arrimo, pero no abraza los interminables deseos de libertad. La soledad ha ampliado los terrenos. Ahora parece que es posible vivir con sólo respirar
Pienso en forma inevitable en Marta, ¿dónde se le habrá quedado el alma, la que se arruga y reciente, la que la guía y la que sostiene? Estoy segura que ella contestaría, que está donde quiere estar, y ahora mismo las va a ir a buscar porque ella nunca deja de buscarlas.
Necesito una bocanada de aire para llenar los vacíos existenciales que deja el paso apurado de tus sandalias amarillas. Se necesita el frío y los neones de la ciudad, como escurridizos haces de mentiras. Poner la música a todo volumen para no sentirse que se está sola aún acompañada. Detenerse a pensarte, a oírte y fantasear que aparecés, que llegás sin apuro a Andecito, y revelás que todo fue un sueño que vivimos todos y vos eras la única que estabas despierta. Y te creemos y nos restregamos los ojos para sacarnos los restos de la pesadilla
Sos mi único referente en estos días de resequedad y exilio voluntario. Sos vida, aún en la muerte. Un tormento. Un viscoso tormento, que retorna con sus dedos destrozados contra el cemento.
Tus sandalias se han vuelto las protagonistas de estos espejismos. Este desierto estéril es el escenario. Los libretos se escriben todos los días entre anécdotas y estupideces. Me falta terminar la historia, la real historia, para entender, argumentar, darte una despedida o un hasta siempre Inés.
Los argumentos se han hecho inválidos. Entre llamadas escuetas e innecesarias, se han vuelto agua, y como agua se me han ido de las manos. El hielo, el maldito hielo que abraza esta coraza que me contiene, se debilita y tengo frío. Ya no son tan altas las empalizadas que se levantaban para taparte. Ya no son tan grandes y vos seguís apareciendo tan mortal como si no hubieras muerto.
Desde esta nueva ventana que me llama siento que han pasado los días sin encontrar el coraje y la fuerza necesaria para dar los pasos siguientes. Las habituales imágenes del pasado se han instalado tan fuertes en estos rincones, que le restan espacio a la espontaneidad y le suman puntos al miedo y la inseguridad que son mi ropaje.
Hay momentos y momentos, como hay planos y planos en la vida. Me ha pasado con frecuencia, desde que me instalé aquí con Alberto. Las secuencias del desarrollo de nuestra historia son tan irreales, que hasta confunden. Puedo catalogarla como historia de coraje, de miserias, de injusticias. Han sucedido miles de escenas durante estos largos años. Millones y millones de figuras repetidas que se apilaban día tras día en la memoria. Pienso, que en el instante final, sólo quedaremos los protagonistas, o por lo menos los mejores recuerdos. Aquellas célebres frases enunciadas en momentos de nuestras vidas, cuando compartíamos casi como hermanas: como había sido el primer beso. El primer te quiero. La primera pelea. La última. La primera vuelta, la segunda vuelta y el final. Las tengo impresas en el celuloide de la memoria, y ahora mismo podría ver el resumen de esas tardes pasar delante de mis ojos.
Pienso en los siete segundos desde los cuales el último aliento de Inés me asalta entre sueños y despertares. Pienso en su boca abierta como una naranja que explota en el piso.
Siete segundos, un plástico se expone al fuego emanando hedores de infancia. Las defensas bajan por las alcantarillas, somos invulnerables como una rata. El Universo fluye lento, entre ecuaciones cuadráticas y teoremas de Pitágoras. Un tornado inconsciente de leyes hace que el mundo se detenga por siete segundos. Tan sólo por siete segundos. El mismo tiempo tuyo Inés. El mismo tiempo en que tus pulmones se llenaron de agua y el aire burbujeó en la superficie planchada del Río de la Plata.
La vida se oscurece bajo la nube de Hiroshima. Siete segundos. Las claridades golpean los fragmentos y la vida fluye entre sudores de mercurio Una lamida de viento recorre la piel. Los árboles vigilan desde su sabia. Un violento temporal de langostas descarga el vómito de los Dioses. Siete segundos. Tan sólo siete segundos.
El rencor del viento refuerza la tormenta concediendo a las hojas el favor de convertirse en aves. Un huésped en las pestañas obsequia mutaciones y cabalgamos en caballos de colores.
Sin embargo, tranquila en la tragedia, duermo, envuelta en el manto del Apocalipsis segura de haber abierto los sellos tan sólo por siete segundos. El sueño concluye y desaparecés entre la bruma sagrada del verano de Andesito.
Desde hace un tiempo hay más desvelos. Los días se han hecho más largos. Las horas de sueño son más cortas, pero las visiones en sí corresponden a infinitas unidades de tiempo. Hoy en día escucho la misma música, pensando siquiera que esta tiene la respuesta a las preguntas, y las preguntas se han vuelto infinitas. Busco con la mirada hacia todos lados para detectar alguna huella que me conforme. En la escalera de roble. En el vagón del subte. En cada entrada, en cada salida. En el parque, se transforma en daga que apunta hacía el ángulo extremo de una Plaza. Considero, que tal vez, este destino que cambia radicalmente a cada rato, traiga tu pequeña silueta a estos lugares donde creo que también frecuentás aunque seas transparente
Todas las conversaciones con Alberto se vuelven en sí una unidad más amplia de tiempo, y este tiempo en sí es una unidad donde aprendo lo que no sé o no quise saber. Madrid no es un pañuelo conocido, porque las calles se reubican cuando quieren y se vuelven laberintos de hormigón. Un latido constante se instala dentro de mí entre tanto ir y venir de gente.
El teléfono suena. No quiero atender porque sé que no será tu voz la que escuche. Porque sé que será una voz cualquiera. El sonido de tu voz está en mi cabeza llamándome y descubro que la puedo acallar con el verdadero grito de tu madre entre las paredes de la casa de Andesito.
El sillón, recoge los despojos de mi cuerpo. Ensoñaciones me asaltan.
Es la última noche en Buenos Aires. No me iría a ninguna parte. Llevaría conmigo las huellas oscuras del silencio exiliándose con mis recuerdos y mis dolores. .
Había tomado la decisión de recluirme detrás de una pared de vidrio que ahora se levantaba frente a mí en lugar de la que me había visto nacer y padecer.
En mi sueño no saldría. Todo estaba arreglado. Mi madre haría la limpieza y la comida. Las compras se harían por encargo y las traería un dependiente a la casa.
La excusa sería escribir tu historia. Nuestra historia. No tenía intensión de apresurarme Era imperioso alargar la sucesión de horrores que me esperaba transcribir. Yo sería la dueña del tiempo y la distancia.
No pararía de tipiar ni tampoco permitiría que nadie leyera nada de lo escrito hasta que Candela apareciese. La pila de papeles iba engordando con los días. Inversamente proporcional al peso de mi cuerpo.
La ropa me quedaba embolsada y un tanto payasesca. Sin embargo continuaba. La vehemencia me afiebraba. Mis dedos doloridos se crispaban sobre el teclado como garras. El alcohol hizo lo suyo y un mareo me invadió. Era raro, yo jamás tomo. Con el punto final mi corazón casi deja de latir.
Hilos rojos se entramaban en mi interior. Los podía ver, desplegándose como una telaraña, quemándome el cerebro. Una luz intermitente y sólida. Un vértigo tornasolado me disolvía y me arrastraba. Mi visión del mundo estaba distorsionada como si él o yo no nos perteneciéramos.
Mi ojo derecho captó en la pared de vidrio colores que trataban de romper mi retina. Traté de cerrar los párpados pero ellos no me obedecían, hipnotizados por la paleta fosforescente.
Una cabeza de perro me vigilaba. Era tu perra de Inés, Lara, la cachorra bretona que te había regalado tu padre.
La cabeza de la perra se transparentaba entre luminosidades verdes y marrones. La forma perruna parecía socavar la pared, volviéndola el mapa físico de un continente desconocido. En la pared, mi pared, se dibujó la cabeza rapada del animal.
Al mismo tiempo yo comandaba una larga hilera, no porque me sintiera más importante, sino porque había decidido caminar hacia delante. Juan, Inés, Marta, Mario y Lucas, en un acto sublime, me seguían.
Una pequeña valija de cartón del lado derecho, un bolso del lado izquierdo y la pena en el pecho me desgarraba el alma. Pero debía partir, la moneda estaba lanzada.
Elegía como ruta las vías, con ella no necesitaría mapas. Una larga fila de piernas se sumaba. Mujeres con pañuelos blancos en la cabeza, llevaban atados, bultos sobre ellas. Todos avanzaban.
Ruido de tripas vacías. Sed, en las bocas saladas por las lágrimas. Los pasos no decayeron hasta la madrugada.
Teníamos que llegar a destino, eso era lo que importaba. Otra pared, quizás de ladrillos, con una puerta y otros sueños me esperaban Pero la pobreza igual me alcanzaba. Exiliada en mi propia tierra, alzaba la cabeza y cantaba.
Extendí el brazo lentamente, como una bailarina. En la palma abierta relucía un frasquito de vidrio. Y en el frasquito, tiñendo la piel del cuervo con reflejos intensos, un líquido amarillo. Lo veía desde la ranura que formaban mis párpados.
Acerqué un ojo a una jeringa llena. A través del líquido pude ver las grietas del cristal que se bifurcaban como venas secas.
La aguja tibia me atravesó la piel. Empujé el embolo hasta el fondo. Sentí un ardor agudo en el brazo pero Lara me sacó con su hocico la jeringa de los dedos.
Miré el colchón de cartones, que se desparramaban en lo que había sido el piso mi habitación. Ya no lo era. En su lugar la pared de vidrio se ofrecía ante mi vista como el Muro de Berlín. Intraspasable. Inés ya no estaba. Todos habían desaparecido.
Puntazos de un dolor rabiosos mordían mi cuerpo, arrancándome del lugar de cristal para devolverme a mi carne, al olor de la humedad, a la dureza del suelo en el que estaba tumbada.
La sed instalada en la garganta y en la boca me atormentaban. La luz de la lamparita me cegó. Volví a cerrar los ojos y el vidrio pareció fragmentarlos. Traté de levantarme pero no pude. Despegué con esfuerzo los labios cuarteados y mi mirada quedó atrapada de nuevo en la pared que ahora parecía una última botella.
Una tela gelatinosa y adherente se interponía ante ella. La pupa se adormecía en la metamorfosis, soñando con un pasado de sedas blancas. Aún así, desde la transparencia gélida, podía profetizar la cabeza de tu perra que se me antojaba de rasgos orientales.
Como yo, el animal permanecía inmóvil. No parecía desear ninguna clase de alimento.
Una vibración, que tal vez emanaba del velo que cubría sus ojos, se enterraba en mis vísceras. Mi estómago dio un vuelco y la náusea ganó terreno en mi boca. No me sorprendió.
Avancé hacia el verde transparente y rabioso de la atmósfera de fondo que me asaltaba convirtiéndome en víctima de las manos que se llevaban a Inés y a Juan. Podía ver sus rostros.
Mi cuerpo colgaba de un pedúnculo sedoso. Me oculté, enmarcada por el marrón intenso del pelo de Lara. .Mi mirada se pegó en la símil telaraña que rodeaba el capullo que lo sostenía detrás de la pared de vidrio.
Me encontré atrapada, como un insecto minúsculo, en una enorme urdimbre de seda. ¿Quién me habría tejido ese velo de novia desquiciada?
Sé que sus ojos perrunos me observaban detrás de la gasa que se adelantaba perfumada de geranios. La perra dejaba paso a tu figura, Inés. Sólo veía tus ojos, el resto de las facciones las podía adivinar.
Alargo mis brazos sin conseguir acercarme a vos, que se distanciabas, absorbida por una fuerza de origen desconocido. Por más que me adelantaba siempre se interponía la pared, como signo de alejamiento entre nosotras.
Me estiré, en un esfuerzo inútil por alcanzarte pero más y más te alejabas. Ahora eras sólo un punto difuso que se perdía entre los silbidos de la noche. Mientras yo me incrustaba en el suelo de cartones que me recubrían como a una crisálida que no llegaría a la epifanía.
Me sentí arropada en un nudo de trapos y las cosas se hicieron más tangibles, casi reales. Un destello, una línea roja. Un destello, una línea roja. Parecía haberme embarcado en una calesita de colores
Ondas, detrás de la pared se hilvanaban en una superficie aquietada. Se entramaban, cosiendo los recuerdos, entre pespuntes dirigidos por una aguja que aún clava. La noche se impregnó del canto de las cigarras y el aroma a jazmines de Andecito invadió mis fosas nasales para dirigirse a las entrañas.
Me provoca acordarme de los dedos pinchados de mi madre reclinada sobre las costuras atrasadas en la entrega, cuando la noche la tomaba desprevenida, sentada en la única silla que presidía la habitación de “las pruebas”. No tenían vidrios esas paredes. No, no lo tenían sólo ventanas cerradas
Recordé sus dedos que obedecían las órdenes estrictas de sus clientas. Jamás envidió colocarse dentro de alguna prenda de telas aterciopeladas. Le gustaba el roce suave de ellas acariciándole la piel. Yo creía que había nacido cosiendo, nunca la había visto divertirse. Sólo alternaba la costura con el cuidado de mí y mis hermanos.
Los días se sucedían entre retazos y tijeras. Nunca me permití jugar a la costurera. Juré que nunca lo sería, que usaría mis manos para reivindicar los silencios arrastrados de mi madre.
Los pensamientos se mezclan con otras puntadas blancas que dibujan una silueta esférica y blanca, tan grande como la noche, bordada con hebras de telarañas.
Veo, a través de la pared de vidrio, arriba de la perra, la Cruz del Sur que domina con su brillo la negra caverna de las alturas. Cinco puntos de luz. Cinco, como los dedos. Dedos ágiles adormecidos en la febril jornada de trabajo que realizaba mi madre Dedos, que forjaron mi infancia, que acariciaron mi castaña cabeza en las horas de fiebre. La oscuridad recorta la silueta blanca y azulada que emerge llena, en la línea de horizonte. Todo es quietud y espera. Un cristal me separa de la luna, pero estiro los dedos en un impulso inconciente logrando con ello que el tiempo se suspenda en un infinito presente.
—No aguanto más, —dice tu perra, — ¿o soy yo la que hablo? ¡O sos vos Inés?
—Todo duele. —Contesté.
—Todo duele repitieron las voces. Todo duele y las cosas aúllan entre fragmentos de cristal.
Los calambres vuelven. Agudos calambres, que se instalan para no dejarme. El eco de aullidos no se extingue. Sólo veo rayas rojas Y la pared de vidrio.
Supongo que detrás de ella está el mundo sin Inés.
Este sueño lo he trascripto, junto a otros, en una libreta donde anoto todas las sensaciones que me llevan a Inés. No sé, quizás algún día se lo muestre a alguien. Alberto no sabe de la libretita. La guardo dentro de un libro que he ahuecado como una caja fuerte.
Caminando a paso largo siento que la cabeza piensa más rápido. Como dirían: Escucha menos de lo que nos dice el corazón. Y es que el corazón ha pulsado tanto, que esa vibración se ha hecho una rutina por largo tiempo. Porfiado ha seguido latiendo como un brusco tambor.
Este camino oscuro que me he designado, el de ir y venir tantas veces. Tantas, que una de esas veces me quedé atrás y decidí huir hasta aquí, creyendo que huía pero al final estoy en el mismo lugar. Anclada a la historia, a nuestra historia, Inés. No hay destino que la cambie, porque ya fue.
Amarrarme a este camino oscuro ha sido la victoria de la parte razonante, inconsciente y porfiada de mi cerebro. El corazón por su parte se ha hecho escuchar, y la razón se ha vuelto impaciente. Los deseos de la mente se fortalecen en el exilio ¿o no debo llamarlo así? Porque lo elegí. Lo planeé. Planeé la despedida para alejarme y a pesar de los kilómetros que me separan del país, tropiezo con la misma piedra.
Más de alguna vez me he sentido volviendo sobre los pasos que dimos en un instante preliminar. Más de alguna vez pensé que por estos caminos ya habíamos andado antes, y que la única diferencia con lo anterior era el peso emocional y físico de lo vivido.
Andamos y andamos tan rápido, día a día, que no nos damos cuenta que las líneas de la mano han sido siempre muy claras y categóricas, que por mas que nademos contra la corriente nuestra vida está mas o menos escrita. Se da una vez. Luego vuelve. Se va y vuelve de nuevo. Cuantas veces te vi Inés, sin saber que en una de las vueltas te perdería de nuevo.
Los círculos giran y giran a un paso lento, pero constante. Me pregunto ¿cuando será la siguiente vuelta? ¿Cuándo me tocará a mi?, mi querida Inés.
Pocas cosas en la vida pueden rotularse definitivamente. Prefiero mil veces a las personas que algo los mueve en la vida, ese algo que los completa y los llena. Antes que aquellos que se quedan atrás intentando que nada diferente los contamine.
Las últimas claridades de la tarde me traen otras tardes, una en especial cuando fuimos Marta y yo al despacho de unos de los oficiales que en ese momento lo habían asignado para atendernos. Atender a las locas ¿No habrá sentido revolvérseles las tripas frente a nuestras caras, frente a nuestras súplicas? El oficial nos pide los nombres, sacamos papeles, fotos, todo lo que tenemos de ella y de Juan.
—Yo busco a mi hija Inés Domínguez, y a mi yerno Juan Palloto.
El milico se movía con desenvoltura en la oficina recargada de muebles de roble, conozco la madera, mi padre siempre fue carpintero. Al ver la foto de Inés su cara cambió y cambió, mientras las manos asquerosas se posaban sobre ella.
— ¿Estos papeles, son suyos?— preguntó.
Marta lo miró, y asintió con la cabeza. Después me confió que había sentido que él la conocía, que en alguna parte la había visto. Estaba segura, con esa seguridad de madre que se lleva en las entrañas.
— ¿Usted la vio oficial, la vio a mi Inés?
Todo se encadena, después de negarlo, nos pidió que nos fuéramos.
—Déjense de pavadas y vayan a cuidar a sus hijos.
Después de aquella entrevista comencé las sesiones con un psiquiatra. No me podía borrar la cara de ese hijo de puta, ni sus manos asquerosas sobre la foto de Inés, como no puedo sacarme ahora de la cabeza la imagen de sus sandalias. Las sandalias amarillas de Inés y los dedos deshilachados sobre la vereda de la calle Rivadavia.
Marta se fue sin saludar. No la olvidaré esa tarde con su trajecito celeste y el pañuelo dobladito en la cartera que tenía apretada contra el vientre. Alta, orgullosa, con ese rictus de neurosis que la caracterizaba. El odio del tipo quedó flotando como una nubecita en la oficina. Había algunas madres esperando que saliéramos. Atentas nos miraron y con ansiedad, pero no nos preguntaron nada, por la cara que teníamos seguro que imaginaron la respuesta del oficial.
Anduvimos caminando el resto de la tarde, casi sin hablarnos, yo la llevaba del brazo y le dije que le llamara a Andrea para ver como estaba el nene porque cuando nos fuimos de Andecito para la entrevista tenía fiebre y lo iban a llevar al dispensario.
Me miró y reflexionó:
—Si no estuviera el nene no sé que hubiera hecho. Cuando lo levanto y sostengo contra mí, me parece que todo se ilumina de nuevo. Es la viva imagen de las mellizas cuando eran bebes.
Pensar que es ahora él, Lucas quien la acompaña. Qué huevos el pibe, los que no tiene la madre, los que no tuve al final yo.
Hombres y mujeres, fondeados en el río. Tirados de un avión, quemados y arrojados los restos por el inodoro o diluidos en ácido. ¡Cuanta horrores tuvimos que ver y oír!
Hoy es jueves. Todos lo jueves llamo a Buenos Aires. Esta vez a Marta. No contesta. Con Alberto estamos sentados junto al ventanal. De a ratos se oyen las bocinas de los autos, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. Me dejo llevar en el abrazo, imaginándome a Inés y sus sandalias amarillas. La piel se le ha vuelto transparente.
Oscurece y la casa se enfría. Alberto, como un actor de teatro se desplaza hasta el calefactor, la cara se le hace invisible entre las sombra de los muebles.
Todo parece tomar vida, siento su respiración ¿o es la mía o quizás la de Inés? Escucho el goteo de la canilla en la cocina y me hace pensar en el agua del Río de la Plata, recibiendo a Inés con la garganta abierta y húmeda.
Alberto mira el sillón donde estoy recostada desde la escalera, no hay nadie más que nosotros dos, y eso me alegra. Él regresa despacio inclinándose en un ademán amoroso.
—Me pareció oír un gato ¿no lo escuchás? Que no pase como la otra vez que entró ese atorrante por la ventana y después no lo pude sacar hasta el otro día.
—Se sienta, más cerca de mí ahora y se mira los nudillos
— ¿Te molesta la oscuridad Alberto?
—No.
—Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre, sabés. En la oscuridad pienso mejor.
—Sí, yo también
La voz de Alberto se pierde en una perspectiva angulosa.
Miro la calle. «Coca» dice el letrero, «Cola». Una palabra simple, universalizada, como las guerras que provocan los que los apoyaron y entrenaron a los torturadores.
En algún lugar de la casa suena remoto, entrecortado, el timbre del teléfono.
— ¡Candela viene a casa Matilde, viene! ¡Esta vez es cierto!, ¡Tenés que volver, estar aquí cuando ella llegue! —La voz de Marta se apaga en un ahogo de emoción y Matilde calla, no puedo decir nada.
— ¡Candela viene a casa Matilde!! viene! ¡Esta vez es cierto!
— ¿Quién es? — pregunta Alberto
—Encontraron a Candela. Va a ir a la casa de Marta. No lo puedo creer
— ¿Enciendo la luz?—Dice en un murmullo Alberto
—No.
—Decile que nosotros vamos cuando ella diga. Vos tenés que estar ahí Matilde cuando ella llegue.
Pero no puedo decir nada. Alberto está sorprendido
— ¿Me escuchaste Matilde?, —repite Marta— ¡Encontramos a Candela! ¡Viene a casa¡¡ Viene!
Miro a Alberto, lo veo, en la otra punta de la mesa, y por un momento, cuando el resplandor de las luces de la calle se refleja en su cara, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por sus mejillas.
—No me haga caso —dice, y se sienta a mi lado en el sofá—Atendé tranquila
Matilde sostiene el auricular y su rostro expresa el fin del mundo.
— ¿Qué te pasa Matilde? —pregunta Alberto—Candela se va a reunir con ustedes, ¿no lo entendés?
Se para y me toca el hombro.
— ¿Eh? ¿Eh? quedaste tildada. Candela vuelve. Vuelve Matilde.
Me mira con desconfianza, mientras dejo caer el tubo del teléfono sobre mi falda y la voz de Marta se cuelga de la ropa que se me empieza a humedecer.
— ¿La sacaron del país? ¿Estaba en argentina? ¿Dónde? ¿Con quién?—Alberto pregunta. Pregunta entusiasmado.
— ¿Cuántas personas lo saben?—ahora se muestra inquieto al verme inmovilizada—-¿Salió en el diario. ¡Hay que escribirlo en el blogg! ¡Publicarlo!
No respondo, es como si me hubieran puesto una bolsa en la cabeza como se la pusieron a Matilde. Pero no muero, no tengo el coraje de hacerlo. Sólo callo
Alberto se acerca despacio. Me mira desconociéndome. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotada de esta batalla, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca, las manos fuertes de Alberto irrumpen en mi ángulo de visión y me acarician.
Me abandono en el abrazo y por fin puedo llorar.