El idioma deviene un punto neurálgico cuando se estudia la tentativa de radicarse en otro país. De allí el caso de numerosos latinoamericanos que voluntariamente optan por establecer patria en España, cuando gozando de oportunidades y visado, desisten emigrar a otras sociedades industrializadas donde la calidad de vida (aunque poco entendamos de los instrumentos de la ONU para determinar el significado de “calidad”, o de “vida”) es superior. De todas formas, abandonar el nido es, en todos los casos, una experiencia estomacal y disruptiva. Pero necesaria.
Todos merecemos sentirnos extranjeros. Porque viajar a Shanghái nos obliga a desempolvar referencias. Irnos a Atenas, y escuchar cómo se escapa la ñ de alguna boca es, ineludiblemente, un llamado a la cofradía. Sentir otra cultura completamente distinta exige adoptar el visto de un niño para diseccionarlo todo muy lentamente. Es nacer de grande, seguir aprendiendo. ¿Cómo agradecer a los nórdicos su implacable concepción del tiempo, y con los años llegar a citarnos a las dos y cincuenta y nueve de la tarde?; O el caso del neófito moscovita que tendrá que conciliarse con la implacable nieve por los próximos tres años. ¿Y el recién Quebeco?, éste no gritará “frío” sino cuando la piel se le vuelve tiesa y azul.
Olvidarnos de nuestra cultura, aunque sea por instantes, y volver a ella, nos convierte en un sano instrumento de crítica y cuestionamiento. Por otra parte, se dimensiona nuestra admiración por las virtudes autóctonas, y por último, como carnívoros, los colmillos se nos dilatan. En fin, nos vamos lisos y volvemos grietas. Porque la uniformidad sólo deviene estética en las tortas, y uno el hombre debería ser producto de sus inquietudes tanto intelectuales como geográficas. El viaje, como catarsis, nos concede la belleza de reinventarnos.