El torrencial aguacero cayó sobre la ciudad sin previo aviso. No me quedó más remedio que refugiarme en el primer lugar que me viniera a la mano, ya que no tenía conmigo ni un paraguas, ni un impermeable, ni tan siquiera un periódico con el cual protegerme de la lluvia para llegar a la estación del metro. Silenciosamente maldije mi suerte: tan cerca (una cuadra) que estaba de la estación y nada que pudiera llegar a ella. Este inconveniente podía estropearme los planes que había forjado desde hace tanto tiempo. Resolví tomar el contratiempo con calma; ya conseguiría un teléfono para comunicarme, y posponer la reunión para otro momento. De todas maneras, el aguacero no era de mi exclusiva propiedad, y afectaría a todos por igual. Ya sabemos que en Caracas no pueden caer cuatro gotas sin que la ciudad colapse. Todos estos pensamientos iban apareciendo en mi mente para calmarme un poco, pero la verdad era que sentía un vago desasosiego, influenciado por mi natural pesimismo.
Entré, como dije antes, al primer lugar abierto, que resultó ser un botiquín de esos que se califican como de mala muerte. Lo que me llamó la atención fue el contraste entre la barra, que si bien no estaba en perfecto estado, era de madera y se notaba que en sus buenos tiempos tuvo cierto atractivo, y el resto del mobiliario, compuesto por cuatro mesitas desvencijadas acompañadas por sus respectivos taburetes. La impresión que tuve fue que el dueño del bar invirtió todo su capital en tener una barra acogedora, dejando para mejores tiempos lo demás (claro, los buenos tiempos nunca llegaron). La decoración del bar consistía en afiches y banderines de clubes futbolísticos españoles, en su mayoría del Real Madrid. La nota taurina, infaltable en estos lugares, estaba dada por una escuálida cornamenta, seguramente perteneciente a algún novillo malamente sacrificado en una corrida de espontáneos. Para completar el cuadro, la iluminación era bastante precaria. Como podrán haberse dado cuenta, el lugar era lo suficientemente sórdido como para que yo esperara que escampara lo más prontamente, pero las condiciones atmosféricas me hicieron prever una larga estancia en mi lugar de refugio. Lo primero que hice fue preguntar por un teléfono: el dependiente que estaba detrás del mostrador me señaló con un gesto displicente algún punto impreciso sobre la barra, y entornando los ojos pude ver el artefacto que temporalmente me permitiría paliar la situación. Utilicé el teléfono, pues, y al tercer intento logré comunicarme.
Más tranquilo, tomé asiento en una mesa, que me permitió visibilidad hacia la única ventana del sitio. Escogí ese lugar tanto para darme cuenta cuanto antes del momento en que dejara de llover, como para abstraerme de la fealdad del sitio. Pedí una cerveza, la cual me trajeron prontamente y tibia. Me resigné a mi mala fortuna, y empecé a sorber lentamente la amarga bebida. Mientras tanto, me enfrasqué en observar el paisaje que me brindaba la ventana: a través de ella se podía ver una enorme ceiba, de frondoso ramaje. Al fondo, había una iglesia que pudiera ser de principios de siglo. Mientras estaba dedicado a la observación del panorama, un parroquiano se acercó hasta mi mesa, seguramente en busca de conversación. Yo no soy muy amigo de conversar con extraños, pero la situación no me daba muchas elecciones. Me resigné a entablar una aburrida plática con el señor desconocido.
– Buenas tardes, señor. ¿Conque escapando del chaparrón?, me soltó de buenas a primeras.
– Así es. Pero siéntese, le dije.
-¿No lo molesto? Mire que nosotros los viejos no nos damos cuenta y nos ponemos fastidiosos con nuestros recuerdos.
– No se preocupe. Me imagino que usted es de aquí, ¿verdad?
– Si señor. Desde cuando tengo memoria, he habitado en esta parroquia.
– Entonces podrá ilustrarme sobre el sitio. Por ejemplo, la iglesia. ¿Tiene alguna idea de cuando fue construida?
– Como no. Data del año de 1.900, y no lo se porque yo hubiera estado allí cuando la construyeron, sino que afuera tiene una placa conmemorativa en donde aparece esa fecha.
– Lo que mas me gusta de esto es la ceiba que se ve aquí enfrente. Es realmente imponente. Seguramente será centenaria.
– Así como es de hermosa es de vengativa, dijo con un dejo de amargura.
– Ya está que el viejo empieza a desvariar, me dije para mis adentros. Para no parecer descortés, le di cuerda:
– ¿Como dice usted, que un árbol es vengativo?
– Así como suena. Ya que tiene tiempo, le referiré la triste historia que tiene como funesta protagonista esta ceiba.
– Pues para oír el cuento, le invito una cerveza.
– Vale.
Solicitamos las dos cervezas, y una vez que llegaron empezó el anciano a relatarme lo siguiente:
– En los años cincuenta, esta parroquia era más tranquila. La avenida que separa este bar de la iglesia no existía, estando en su lugar una amplia plaza. En esta plaza se reunían a jugar los muchachos del vecindario, aprovechando los amplios espacios. Había uno de los muchachos que era particularmente travieso: mataba pájaros con china, vivía cayéndose a golpes,,, en fin, un pequeño atorrante. Una de las cosas que más lo entretenía era encaramarse encima de la ceiba. Se subía por sus ramas hasta lo más alto, destrozando muchas veces los vástagos que empezaban a retoñar. Una vez encontró un rollo de alambre de púas y se dedicó a envolver el grueso tronco de la ceiba con él. Estando un poco mayor, en la edad de los primeros amoríos, tallaba el nombre de sus enamoradas con una navaja en el tronco del árbol. En esas ocasiones, la ceiba rezumaba un espeso líquido, como si sangrara por la herida que le infligían. El muchacho creció, se hizo hombre y consiguió novia formal: era una hermosa muchacha, en la plenitud de la juventud. El noviazgo marchaba en serio, tanto es así que a los dos años de amores decidieron casarse.
El anciano hizo una pausa, para tomar un largo sorbo de cerveza. Yo hice otro tanto, y lo insté a que continuara su relato. Notaba que el hombre iba adquiriendo un semblante triste, como si lo que estaba contando lo afectara profundamente.
– Ya vamos llegando al final. Resulta, como le dije antes, que los muchachos resolvieron contraer matrimonio. Empezaron los preparativos, buscaron vivienda, se casaron por el civil; lo único que faltaba era la ceremonia religiosa. El día que fueron a la iglesia (la iglesia que ve usted enfrente, precisamente) a fijar la fecha de la boda, al salir del templo empezó a caer una lluvia, tan repentina y fuerte como la que estamos presenciando ahora. Eran alrededor de las siete de la noche, por lo que no quisieron esperar a que escampara, pensando que se haría muy tarde. Corrieron de la iglesia hacia este lugar, pero hicieron una pausa debajo de la ceiba, seguramente para recuperar el resuello. En ese momento la lluvia arreció y…
Aquí se le entrecortó la voz al señor, y dos gruesos lagrimones corrieron por sus mejillas. Se repuso, y concluyó la narración:
– ¡Esa ceiba maldita dejó caer unas ramas sobre los novios, con tal violencia que hirió de muerte a mi hija! ¡Ella me la mató para vengarse de los maltratos que le propinó su prometido, cuando niño! ¿Pero, porque a mi niña? ¿Porqué no a él?
No supe qué decir. El anciano estaba tremendamente conmovido, y sollozaba quedamente. Balbuceé unas condolencias, que el hombre no debe haber oído. Afuera empezaba a escampar, por lo que aproveché para pagar la consumición e irme.
Salí, y contemplé por un momento la ceiba. De sus ramas caían espesas gotas, que por una ilusión óptica, seguramente, parecían de color rojo brillante.