EL “PENSAMIENTO POLÍTICAMENTE CORRECTO”
O LOS ACUSADORES ACUSADOS
POR CARLOS SCHULMAISTER
Ya no soporto escuchar la omnipresente referencia al PPC (el “pensamiento políticamente correcto”) por parte de periodistas y entrevistados, enseñantes y aprendientes, hombres “de pro” y marginales, sea en los mass media, en las aulas, en la calle o en cualquier despacho de bebidas.
La expresión en si se ha vuelto banal. La mayoría de aquellos que la pronuncian lo hacen robándola, es decir, apropiándose de algo que no les pertenece, que no es parte de su equipo lingüístico particular. Otro tanto sucede con la mayoría de los receptores. En consecuencia, su utilización resulta casi siempre sospechosa de oquedad (no de la frase sino de los espadachines que la esgrimen con tan poco entrenamiento), y en todos los casos de frivolidad.
Es que la mediatización de la realidad, con su aparente allanamiento y superación de barreras comunicativas, ha llevado cada vez más a no distinguir entre los que saben y los que no saben, aquello de 80 años atrás de Discépolo: “lo mismo un burro que un gran profesor”. Por consiguiente, sus respectivas manifestaciones y producciones intelectuales se tornan indistinguibles para la creciente mediocridad intelectual. Más aún si a ello se añade el subjetivismo y el relativismo a ultranza de estos tiempos: “cada uno tiene su verdad”, “existen tantas verdades como interpretaciones de la realidad”. Básicamente, ya no hace falta aprender sino “apropiarse” y luego repetir y repetir. ¡Bah, nada nuevo bajo el sol!
De modo que los resultados prácticos del empleo de semejante jerigonza culterana sirven lo mismo para un barrido que para un fregado. ¡Y ojo con discutir o querer enmendarle la plana al quía!
Junto con otras perlas de moda, esta frase es un utilísimo preciosismo semántico de la jerga izquierdosa de moda en lo que va del siglo XXI. Y digo “utilísimo” porque brinda los frutos que sus seguidores se prometen, sobre todo cuando la emplean oralmente, con tono sentencioso y apodíctico, en discursos, entrevistas, alocuciones, arengas, lecciones, etc. Es decir, frente a terceros que participan de esa comunión ética y estética, deliberadamente connotada como “crítica y transformadora” que parece brotarles por todos los poros.
A menudo es acompañada de un dispositivo gestual consistente en realizar con el mayor y el índice de ambas manos unas imaginarias comillas en el aire, en tanto que -en un superplus de complicidad comunicativa más bien propio de conmilitones- el orador sintoniza con afectada gravedad durante unos segundos los ojos de sus oyentes, y suspende en ellos la mirada mientras simultáneamente efectúa un leve movimiento de la comisura de los labios dando a entender que ahí va un esbozo de sonrisa.
Esta suma del fonema, las comillas en el aire, la mirada en suspenso hasta recibir el tácito okay del otro u otros, y la media sonrisa cómplice equivale a la cerecita en la crema del postre, puesto que no existe quien se resista a tanta efusión comunicativa, es decir, quien no capte el sutil mensaje del pensador o divulgador de turno. Tanto es así que, al final del circuito, asoma automáticamente en los rostros de los oyentes la correspondiente sonrisa confirmatoria del proceso comunicacional realizado, y lo que es más importante para ellos, la satisfacción por el consenso logrado.
Observen a los periodistas políticos en su faena habitual en la televisión y me darán la razón. Pero también háganlo con los intelectuales y los aspirantes a serlo en las casas de estudios superiores. Siempre verán la respuesta subsiguiente: ese gesto de complacencia que connota en los presentes la satisfacción “por estar en el ajo”, por formar parte de la élite que es capaz de decodificar el sentido de las palabras empleadas por esos gurúes que tanto admiran.
Luego se ha de producir, inexorablemente, una suave distensión entre los hasta ese momento impertérritos circunstantes. Es el momento en que se dirigen mutuas miradas de complacencia y se acomodan en las sillas con renovadas ganas de continuar aprendiendo por un rato más.
Si bien la frase del título es muy vieja y ha tenido distintos usos, entre nosotros fue empleada por los autoreputados “buenos” para caracterizar el pensamiento de los “malos”. Dicho de otro modo, nació de intelectuales autotitulados de izquierda para referirse al orden, el pensamiento y el relato de la derecha, usualmente considerada como lo más bajo y miserable, cuando en realidad ambas compiten constantemente por el primer puesto en realizaciones escatológicas.
Pero los que se sienten buenos cometen graves errores, como considerar parte del mal al sistema capitalista (el más formidable productor de bienes y servicios), a la democracia burguesa, a la justicia, la igualdad, la libertad, a la democracia, al derecho de propiedad, a la libertad de conciencia, de expresión, de prensa y demás garantías individuales. “Maldades” éstas gracias a las cuales, paradójicamente, sus contradictores han podido construirse y constituirse como tales.
Pero -tal como señalábamos más arriba- la expresión “pensamiento políticamente correcto” no es simplemente denotativa, no señala o designa transparentemente aquello a lo cual se refiere. Por el contrario, lo connota, le añade algo más, algo que para poder develarlo hay que leer entre líneas… si se sabe hacer.
Ese plus es un plus de sentido, consistente en una ironía, en un doble sentido que en realidad impugna la supuesta corrección política del pensamiento referido en esos términos.
De modo que el orden y el pensamiento capitalista, por poner un ejemplo, representan sólo aparentemente lo correcto, pues desde este artilugio semántico la verdad sería exactamente lo contrario. Así, el sistema político internacional tal como es y funciona representaría todo lo malo, incorrecto y negativo. En cambio, el sistema autocrático existente en Cuba, en Corea del Norte, en China, etc, serían la verdad, lo bueno. Por extensión, la ciencia económica será mala, falsa, inmoral, etc, en tanto que el amasijo político económico de los populismos, dictaduras y totalitarismos representará el complejo teórico positivo, bello, justo y bueno.
En Argentina, dicha frase gozó de días venturosos durante los años ´90, los de Menem y De la Rúa, debido a la percepción colectiva habitual como emblemas o expresiones del neoliberalismo y el conservadurismo (otra contradicción bajo el nombre liberalismo), pero fundamentalmente por ser tenidos ambos como la representación legal del poder, o del Gran Poder.
Sin embargo, desde el advenimiento de Kirchner y Fernández los “progres” tuvieron que apuntar para otro lado, no porque este binomio representara lo opuesto al sistema capitalista, es decir, a la tan mentada opresión, explotación y dominación de los pueblos, sino porque -¡obviamente!- no podían arriesgar sus lucrativos conchabos. De ahí que se inventaran un enemigo ad hoc: los medios de comunicación “concentrados”, a quienes acusan de practicar un pensamiento políticamente correcto, es decir, según los buenos un pensamiento en realidad falso al cual ellos invitan a desenmascarar. Y por extensión acusan de cómplices a todos los que, en última instancia, no festejen ni secunden sus ocurrencias transformadoras e incluyentes.
Ciertamente, el poder en Argentina ya no lo tiene la oligarquía, licuada y desvaída, ni las fuerzas armadas, ni la Iglesia, pues hoy hasta las multinacionales deben pagar peaje en Argentina. Por lo tanto, el poder está en manos de Kirchner-Fernández, y es este poder el que establece significados y sentidos debidos, es decir, el verdadero pensamiento políticamente correcto de la Argentina K-K.
Es sabido que este PPC aquí funge de izquierda, pero en realidad daría lo mismo si fuera de derecha, pues los extremos ideológicos se necesitan y son mutuamente funcionales. De ahí que esté constituido por el revival setentista que incluye la acción directa, o sea la negación de la política, más guerrilla, guevarismo, castrismo, comunismo, maoísmo, anarco sindicalismo, chavismo, indigenismo, FARC, narcotráfico, y toda clase de fundamentalismos existentes en el mundo.
¿Pero en qué cabezas se asienta esa afiebrada combinación de ismos con sus respectivas estéticas? En las de la feligresía de clientes, empleados públicos y funcionarios políticos, ñoquis, desocupados y piqueteros subsidiados, amén de los “intelectuales” orgánicos (principalmente los de Carta Abierta), además de proveedores y negociantes con el Estado, sin olvidar los artistas “comprometidos” de la progresía, marchando todos unidos y adelante bajo el mantra sacrosanto que se llama “Pueblo”, y acá va con mayúscula pues ese Pueblo con una identidad homogénea es “el Pueblo de Néstor y Cristina”, que marcha por el centro de las calles y entra por las puertas grandes de las instituciones públicas y privadas, empezando por las gubernamentales y siguiendo con las universidades, colegios secundarios, escuelas primarias y jardines de infantes donde pensamientos, voces y escrituras repiten el mismo mensaje solidario y militante que luego entrará en los hogares y en las familias, hasta que llegue el momento de coronar la revolución inconclusa del General Perón, y de paso sepultar definitivamente su recuerdo consagrando cien años venideros (¿… mil sería mucho, verdad?) de nestorcristinismo.
En consecuencia, el pensamiento políticamente correcto en Argentina es el pensamiento oficial. Quien no piense lo mismo, quien piense distinto, será marcado, incluido en una nómina, radiado, neutralizado, y eventualmente se le aplicará un largo etcétera.
Tan efectivo es el disciplinamiento que ejerce, conciente e inconcientemente, el llamado pensamiento políticamente correcto al que nos referimos, y tan generosas son las “contenciones” ofrecidas que los aspirantes a la conversión brotan por doquier, en todas las clases sociales y con los más variados rangos. Para presumir de “progres” los recienvenidos se valen de algunos mantras exitosos como el que hoy nos ocupa. Luego, se han de sentir íntimamente distintos: es sabido que la progresía local es esa corporación de gentes que se sienten especiales, distintos a la mayoría, que se perciben mejor que ésta, más críticos y profundos, y más sensibles. Entonces, lo demuestran, lo sacan afuera, como corresponde…
¡Justamente los “progres”!… que se llenan la boca hablando del pensamiento políticamente correcto de sus enemigos, es decir, de un pensamiento falso del cual se debe desconfiar, son los primeros “políticamente correctos” en el orden oficial, es decir, los primeros correvediles y genuflexos de sus mentores y patrones.
De modo que la cultura hegemónica, o sea la cultura oficial de Argentina como expresión y síntesis del poder, no está en manos del imperialismo norteamericano, ni de las multinacionales, ni de los grandes medios de comunicación concentrados, sino en manos de nuestros presidentes, partidos, políticos y funcionarios gobernantes.
Esto no es nada nuevo; es sabido que el socialismo real había sucumbido mucho antes de su muerte oficial ante las fuerzas económicas del mercado mundial, las que inmediatamente incorporaron las áreas que anteriormente habían sido sometidas por la fuerza a la planificación económica estatal. En compensación, el izquierdismo mundial potenció su dominio de la cultura al punto de que ésta manda mientras simultáneamente la economía es capitalista hasta el punto de mercantilizar los productos y las industrias culturales de izquierda.
Este poder cultural oficial de izquierda es tan poderoso como el poder económico pues maneja el imaginario y las representaciones de todos y cada uno acerca de todas las cosas. Disciplinamiento, domesticación, censura, autocensura, y violencias mayores permiten que el Soberano (¡…!) sepa qué está bien y qué está mal en la nueva codificación del poder, qué puede decir y que debe callar, y por extensión qué le conviene…
Ésta es, pues, la nueva organicidad militante que no requiere de encuadramientos ni de cuadros como en otras épocas. A diferencia de aquella, la clásica, ésta es cómoda, elegante y redituable.
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