– ¿Sabes hacia dónde va el metro?
– Señora, creo que hacia El Silencio…
– Cierto…
– ¿Se montó en el correcto?
– Sí, sólo que no en la ruta verdadera. Ojalá llegar al silencio fuera tan fácil muchacho.
– ¿Hay problemas en la vía?
– No. Hay muchos ruidos en mi cabeza.
Son pocos los diálogos que de un momento a otro pueden cambiarte el día.
Cada día que pasa ratifico que son muchas las palabras perdidas, los relatos mudos y las historias que vagan detrás de tu hombro y debajo de cada paso ejecutado. Gritando en el ruido de toda la gente, luchando por ser escuchadas. Necesitando una razón para no convertirse en palabras rotas en la mente de cualquiera que tenga algo que contar. Necesitando la razón para seguir siendo un cúmulo creíble de ideas y no presenciar su ocaso.
Historias perturbadas, envueltas en cuerpos, adornadas con vidas desgarradas y entonadas por un persistente recordatorio. Atrapadas en los ojos que buscan una respuesta en la lejanía, tal cual como la Sra. Luisa intenta conseguir alivio en cualquier pequeño motivo que le permita querer respirar un segundo más.
¿Qué tanto ruido puede tener una mujer en su cabeza, como para intentar buscar el silencio absoluto?
Respondí a una mirada perdida en el vagón y a dos ojos a punto de brotar lágrimas al verme. Es raro como una extraña con una simple mirada puede llegar a decirle “te necesito” a un simple yo.
La mirada que enmascarada a una simple pregunta, llamó mi atención, me hizo un nudo en la garganta y preparó mis oídos para recibir el respiro de alivio de una historia que intentaba luchar por ser escuchada.
¿Cuántos podríamos tener algún parecido con el hijo de la madre que en un vagón de subterráneo va? No muchos.
Comenzó con un “Discúlpame, sólo…” y continuó con la voz fragmentada en pedazos cual vidrio quebrado, para decirme “Discúlpame… ¿Qué estarás pensando de mí?… es que te pareces tanto a él”.
En mi vida jamás me ha gustado parecerme a alguien, pero por algún motivo, en esa fracción mínima de tiempo sentí que debía parecerme a él.
Él; esa persona de quien sólo pude saber, tenía 23 años, estudiaba medicina y regresaba tarde a casa cuando le dejó de contestar los mensajes a su madre.
Ese hombre que consiguieron sin ropa y con siete balas bailarinas dentro de su cuerpo. Envuelto en sangre, sin privacidad, sin su orgullo, cerca de una estación de metro de la ciudad que nos arropa.
Él. El hombre, el hijo, el hogar de los proyectiles, el asesinado, el de la vida arrebatada. El difunto. La razón del ruido. El porqué de la búsqueda del silencio total.
Nombre a nombre se agotaron las estaciones que a cada ritmo distinto, líneas y colores, sólo dejaban una imagen fugaz de su existencia. Nombre que por parada, lágrimas pintaba en el rostro de aquella madre de hijo arrebatado, quien le relataba a éste descendiente su pérdida y su búsqueda.
Coincidencias. Una madre de nombre Luisa, con un hijo médico quien dejó de contestar sus llamados y cambió la voz de su progenitora por las heridas arbitrarias de cualquier ser que sólo vio al hombre y no a la razón de la vida de un vientre que alguna vez por nueve meses se ensanchó.
Contradicciones. Una mujer en búsqueda del silencio, en el vagón correcto pero en la dirección equivocada.
Realidades, ficciones. Pequeños momentos en la vida en la que te das cuenta de lo común y parecidos que somos todos a pesar de tener destinos distintos.
Vas en el camino, volteas, ves pasar estación por estación. Directo sin detenerse la vida. Velozmente sin alcanzar la paz suficiente y tocas los lazos de la maternidad tan sólo para buscar el camino correcto a su soñado silencio. No al absoluto. No a aquél que inmuta todo lo audible, calla las palabras y evade los gritos de los relatos, sino ese silencio que sólo sirve para cambiar de vía, para seguir tu camino en una dirección distinta, sin mirar atrás.
Para el silencio que algunos necesitan no existen terminales de transferencias ni líneas por terminar, sólo un simple vacío apuntando a la fría nada, en la espera de la llegada de algo mejor. De algo que calle los ruidos y escuche las historias.
De algo como yo, que al parecerme a ese hijo que faltaba, le regala un abrazo sincero a aquella madre que se quedó sin motivos para escribir nuevas líneas.
La madre que queda con las razones suficientes para hacerse la sorda pero nunca la muda. Aquella que cuenta travesía tras travesía, la pérdida de su rumbo.
Sí, no existen estaciones suficientes, sólo vías cortas y muchas transferencias.
Enrique Bejarano Alcalá.
@ebejaranoa