9:30 de la mañana, el sol ha comenzado a asomar por un horizonte de verde selva. Los árboles, los bambúes, y el resto de la flora y fauna que rodea la casa colonial sin paredes te envuelve gratamente y convierte en algo casi agradable el calor húmedo que hace minutos parecía sofocarte.
La mesa de madera con sus grandes sillas de cuero está servida: Arepas dulces y tradicionales, queso de mano, queso telita, caraotas, tajadas, carne mechada y perico. 7 u 8 comensales disfrutan llevando a alturas insospechadas cada uno de sus sentidos. Las guacamayas y los loros ríen, su risa te contagia, y ríes con ellos. Los perros se acercan, poniendo carita de perro triste, esperando con ello recibir un poquito de la carne mechada que abunda en la mesa. «¡Pásame el perico!», grita un comensal, y una mano invisible le pasa el plato de peltre blanco con diseño de flores, que está algo golpeado por los años pero sirve muy bien a su propósito. «¿Te acuerdas cuando…» Risas y más risas explotan de los labios y son llevadas a las casas vecinas por la suave brisa. Tú, quien ayer sufría encerrado entre las cuatro parades de una oficina, o en el tráfico de la ciudad, te deleitas de todo, el desayuno, la vegetación, los animales, el delicioso aroma de la comida entre mezclado con el olor a selva, río y mar. Miras a tu alrededor y sonríes, con la certeza de que estás en el paraíso.