Este cuento debería ser en otro idioma –uno anglosajón- pero debido a la latitud y longitud de mi nacimiento (y a la aún perteneciente fidelidad) lo narro en este romance.
Encontraba su inspiración en ver a las parejas caminar agarradas de mano. Pensando que esa unión es tan importante como la de un aparato eléctrico y su fuente de poder. Reflexionaba sobre la piel y su capacidad, más fuerte que la del agua, para conducir energía. Ya que si las manos de los amantes se alejan se pierden los ánimos y se apaga el motor para continuar la travesía.
Veía gente entrar a restaurantes con las manos entrelazadas. En otras circunstancias algunos ocupaban ambas extremidades, uno con su amor y la otra paseando al perro. Compartiendo charlas que sólo se tienen con personas cercanas, donde no se habla directo a la cara del oyente como si fuese una entrevista de trabajo, sino que al articular las palabras uno ve los árboles, ve el cielo, como si se leyeran las palabras en el aire, y se estuviese recitando un manifiesto sobre lo que nos dedica el mundo.
Hizo una observación que lo sorprendió. Notó que nunca había nadie comiendo solo en los restaurantes. En el cine jamás había visto una persona sentada con dos asientos vacíos a los lados, tampoco observó a nadie en sus conciertos entonando sus canciones sin algún compañero al lado como una segunda voz fanática.
Los flashes de las cámaras, la apretada agenda y los gritos de las personas al verlo, no dejaban completar sus pensamientos. Ni en sus sesiones de estudios lograba una idea concisa de donde están los que se encuentran solos. Los que no se ven en los restaurantes ni en los conciertos.
En una de sus giras encontró ese espacio personal donde por minutos se encontraba herméticamente aislado del acoso del mundo: los ascensores, de los hoteles, se convirtieron en su terapia de relajación donde podía enfocar mejor sus pensamientos.
En uno de sus tours se encontraba en un hotel lujoso, la habitación estaba en el tope del edificio y el ascensor le daba unos dos minutos de relajación. Lo único que lo interrumpía era la presencia de una ascensorista. Los pocos ascensoristas que había visto eran hombres y no intervenían con su terapia, pero por alguna razón su atención se fijaba en ella y no en sus dilemas mentales.
En los días que estuvo en aquel hotel veía a la misma ascensorista. Ella nunca pronunciaba una palabra, esperaba a que dijeran el piso y presionaba el botón. Nada la caracterizaba, sólo la pequeña placa amarilla sobre su uniforme azul en la que llevaba su nombre, imposible leer por lo pequeño de la letra.
Después de su última presentación en esa ciudad, no había logrado concluir su pensamiento sobre las personas solitarias, y se dio cuenta en camino al hotel que no hay trabajo más solitario que él de esa chica. Aislada en un ascensor donde todo el mundo que entra tiene un lugar a donde ir mientras ella se mantiene inmóvil, sin saber como es el clima afuera en la calle y recibiendo ordenes como un chofer que no tiene por donde mirar el paisaje.
Ese mismo día, él y su banda tenían que tomar un vuelo. Subieron juntos en el ascensor para arreglar el equipaje. El salió de ultimo de la habitación y sus amigos habían bajado, esperándolo en el Lobby del hotel.
Sabiendo que ese sería su último viaje en el ascensor decidió hablarle a la ascensorista, pero no hizo falta. La chica intuyó que ese sería la última vez que lo vería y le dijo: “Me llamo Eleanor” “Bonito nombre” respondió él.
Ya en el Lobby, él salió del ascensor y se estaba despidiendo con un movimiento de su mano cuando fue jalado por la espalda por su amigo John, y éste le preguntó con su acento británico: “¿Qué haces? Nos tenemos que ir” “Despidiéndome de Eleanor, la ascensorista” respondió Paul. “Allí no hay nadie, loco” respondió John suspirando. Paul volteó y se sorprendió al ver que Eleanor ya no estaba, no encontró más que un universo de soledad contenido en ese pequeño espacio. En la esquina del panel de botones, reposando en el piso consiguió la plaquita amarilla, al acercar la mirada Paul pudo leer: Eleanor R.
Paul no volvió a ese hotel, con su bajo y su banda pasó toda la vida preguntando a donde pertenecen las personas solitarias.
arrechísimo.
Lo que más me gusta del primer concurso colectivo es que llenó a éste panfleto de amor.
Hey, ese final betleliano no me lo esperé nunca. Muy bueno.
Me encanto, lo devore, lo volvere a leer y dire lo mismo: Sera un loop escrito. Salu2.