Extraño fenómeno, el futbol. Puede despertar los mejores sentimientos o las más bajas pasiones. Puede reunir bajo una misma bandera a un país dividido, o puede hacer que algunos se regodeen con la derrota de las selecciones a las que le tienen inquina. Puede arruinar amistades, inclusive.
Actualmente el fútbol es el sucedaneo del patriotismo. Me imagino que antiguamente las masas «hinchaban» por los ejércitos que defendían sus banderas; hoy en día los futbolistas son los encargados de llevar esos estandartes y hacer valer la honra nacional.
Venezuela es un ejemplo perfecto de ello. Se ha desatado un furor alrededor de la selección jamás antes visto. Gente que nunca en su vida había reparado en el hecho de que existía una franela vinotinto en el panorama, ahora la exhibe orgullosa. Por supuesto que hay un gran componente de moda en esto, parecido al furor nacionalista de finales de los 90 cuando todo el mundo ponía banderitas en los carros y escuchaba joropo a todo trapo en los carros (los seres que se mueven por el sentido de masa abundan por estos lares); sin embargo, me parece que ahora hay algo más, que hay unión en torno a un proyecto que está dando frutos.
Vayamos a los hechos concretos: Venezuela llega a las instancias finales de un campeonato internacional, el más importante de América. Y llega empatándole al tótem del futbol mundial, el endiosado por todos Brasil; ganándole a una selección ecuatoriana que ha participado en campeonatos del mundo, y sacándole un empate de último minuto (los que más duelen) a un equipo que no cede nada, Paraguay. Y después de eso, en cuartos de final, ganándole un encuentro a Chile, que tal vez no esté en sus mejores momentos pero históricamente ha estado siempre por encima de nosotros. ¿Suerte? Puede ser que la fortuna haya hecho aparición en algunos momentos, pero sería muy mezquino achacarle todo lo que se logró a ese factor.
Y llega el partido más importante que le haya tocado jugar jamás a Venezuela, frente a un rival que fue el único que llegó a inquietarla en la fase previa. Un Paraguay que venía inspirado por haber sacado del camino a Brasil. El juego tuvo a mi modo de ver dos facetas: un primer tiempo que se presentó errático – con muchísimas pérdidas de balón, con demasiados regalos al oponente (y pensábamos que el naufragio estaba cerca) pero que paradójicamente tuvo la jugada más brillante del encuentro, el estupendo gol de cabeza de Viscarrondo, anulado por una regla de offside (la más discrecional que pudieron inventar) que pudo ser aplicada como pudo no serlo- y el resto del partido, que tuvo un claro dominio de la vinotinto, y en el cual Paraguay se resignó a soportar el asedio y tratar de mantener la valla inviolada para llegar a los penales. Si se tuvo suerte en los otros juegos, en éste ocurrió todo lo contrario. El balón se negó a entrar, y esto es parte del juego (pero como duele cuando le pasa a uno, sobre todo ¡como duelen los balones estrellados en los postes!). Los penales, ya se sabe, son una lotería, y en ésta nos tocó perder (aunque con mucha mejor ejecución que el anterior adversario de Paraguay, que no fue capaz de embocar ni uno solo).
Independientemente del resultado, creo que es obvio el hecho que Venezuela ha crecido un mundo en esta última década. Ya dejamos de ser la cenicienta del continente, los 3 puntos gratis de cada partido. Y creo que el apoyo de los fanáticos va a ser un aliciente adicional para que sea así.