Desde siempre me ha sido difícil separarme de los objetos que he ido recolectando a lo largo de la vida. Sin embargo debo reconocer que llega un momento en el que se tiene un montón de corotos arrumados, que probablemente más nunca serán utilizados (aunque sostengo la teoría de que a los dos días de botado algo, será necesario usarlo). Este prólogo viene a colación por lo siguiente: hace cuestión de unos meses, mi consorte (que no con suerte) me conminó a deshacerme de «ese poco de basura» que tenía almacenada en algún rincón de la casa. Como no tenía argumentos para defenderme, tuve que abocarme a la triste y dolorosa tarea de deshacerme de algunos recuerdos, atesorados a lo largo de muchos años (bueno, sí era basura, la mayor parte, pero le tenía cariño). Entre los objetos candidatos a desechar estaba una bolsa repleta de cassettes. Aquí se me despertó el instinto rebelde, dormido durante muchos años de sumisa subordinación, y exigí poderme quedar con algunos. Graciosamente la consorte me dio su consentimiento.
Me dirigí con mi bolsa de cassettes hacia el equipo de sonido, y me di a la grata tarea de escuchar fragmentos de cada uno de ellos. Algunos estaban francamente inaudibles; otros eran experimentos fracasados, músicas que en algún momento había tratado de incorporar a mis gustos pero fracasé en el intento. Pero un subconjunto de ellos pasó la prueba: gloriosas horas de selección de discos, ecualización, mediciones de tiempo y ajustes de volumen se habían recuperado.
Es que una de las actividades más agradables relacionadas con la música era precisamente la de llevar a un formato cómodamente trasladable y con un sonido aceptable, como lo es el cassette, la música almacenada en el repositorio tradicional: el disco de acetato. A uno se le despertaba el instinto artístico al combinar en una misma grabación temas de bandas disímiles pero que mágicamente se mezclaban con armonía, o elaborando una antología en orden cronológico de determinado artista o grupo musical. Así, tengo cassettes de Grand Funk con Blind Faith, o Meat loaf con Alan Parsons Project, o festivales -inventados por mí- de rock progresivo, cassettes que reproducen de manera sumamente fiel el sutil recorrido de la aguja por el surco del disco, y que conservan los eventuales «scratches» típicos de los lps que habían sido reproducidos hasta el cansancio.
Para mí esa fue una era memorable; la colección de discos era una labor que pasaba por la investigación (¡en un tiempo en el que no existía Google!), las visitas asiduas a las discotiendas, el eventual escondite de discos incunables en otros estantes, cuando no se tenía la plata suficiente para comprarlos, el estudio minucioso de las carátulas, y por fin la audición en el mejor equipo de sonido disponible y su posterior traslado al cassette. Hoy en día, el asunto se queda en comprar en Itunes los temas que nos gusten (u obtenerlos por los caminos verdes, pero eso no es legal, ojo), y bajarlos al reproductor de preferencia. Mucho más cómodo, pero mucho más aburrido también. Llámenme nostálgico, pero no encuentro nada más gratificante que, llegado el viernes en la noche, servirme un trago, colocar en el equipo de sonido un cassette, grabado hace 25 o 30 años, que tenga a Jethro Tull con Renaissance y sentarme en un cómodo sillón para trasladarme mentalmente en el tiempo.