Internet cambió para siempre el modo en que nos comunicamos, es un hecho. En los últimos quince años la cantidad de información disponible se ha multiplicado exponencialmente, y nuestras estructuras mentales han debido transformarse, con mayor o menor dificultad según el caso, para adaptarse a los innumerables medios de comunicación masiva que evolucionan, aparecen y desaparecen, a veces antes de que podamos mencionarlos.
La web ya no es sólo una red de archivos de contenido referencial o una comunidad de intercambio y entretenimiento para expresar opiniones en una sala de chat o compartir archivos a través de programas de mensajería instantánea. Es la fuerza comunicacional con mayor presencia en el planeta y define cultural y socialmente la primera década de este siglo. Produce noticias, cantantes, revueltas, rumores, bufones, reality shows y un universo entero, multicolor y polifónico, de realidad y apariencia. Es el lugar donde lo humano ha elegido exhibirse. Si a la esencia de una época se le llama “Cultura”, internet es la nuestra, y todos están invitados.
Nunca antes los usuarios estuvieron tan involucrados en la construcción de un medio de cultura masiva que anuncia la hegemonía del acceso y el ocaso de los intermediarios, al menos en el sentido tradicional. En esta era postmoderna, las masas reclaman nueva gerencia y nuevos modelos comunicacionales, unos en los que el individuo es el centro del sistema. “Usuario” es la palabra clave que abre todas las puertas.
Desde sus inicios se ha intentado proteger a la red de las restricciones que imperan en el mundo real, principalmente de aquellas relacionadas con la censura, provenientes de gobiernos y corporaciones que buscan proteger intereses económicos sobre algún producto o servicio. Si la world wide web comenzaba a parecerse cada vez más a una representación digital de la cultura occidental, a una simulación hiperreal de la sociedad postmoderna, era necesario, en la medida de lo posible, levantarla sobre las bases de una libertad casi absoluta en la que cada quien fuese capaz de acceder al contenido deseado con mínimas limitaciones.
La idea de fondo es que los usuarios no necesitan intermediarios que filtren los contenidos y les digan que deben ver, leer y escuchar. Los canales de televisión, las emisoras de radio y las editoriales frecuentemente manejan criterios ajenos al público general, y plantean propuestas por motivos que nadie tiene muy claros. En este sentido, internet se erigió como una comunidad independiente, con identidad propia, que no estaba dispuesta a apelar a la autoridad de los medios tradicionales y los dejó a un lado.
Al analizar varios de los fenómenos más importantes de la red descubrimos una reacción, una versión paralela de algunos medios masivos. Youtube es una respuesta a la televisión programada por canales y operadoras, en la que ahora todos tienen la posibilidad de ser emisores y receptores simultáneamente, con la posibilidad de elegir lo que quieres ver cuando lo quieres ver. Myspace se originó como una alternativa a las disqueras, que hasta entonces controlaban por completo la oferta musical, reuniendo en el mismo espacio a artistas, bandas y fanáticos en condiciones de igualdad, grandes o pequeños, amateurs o consagrados. Sitios como Pandora, Stereomood y Blip reaccionaron frente a las estaciones de radio en las que rotan canciones pagadas por las disqueras, entregándole el poder al usuario para que decida lo que quiere escuchar generando una biblioteca musical de acuerdo a sus preferencias. Y recientemente, Twitter, la red social de mayor proyección en la actualidad, transformó los estándares comunicacionales y periodísticos utilizando un formato conciso y versátil para transmitir información de manera inmediata. Pareciera que en menos de veinte años se han alcanzado los objetivos y que la red es, con ciertas excepciones y puntos a discutir, un espacio fundamentalmente libre en el cual los usuarios tienen poder efectivo y una presencia indiscutible. Sin embargo, no es la sensación que tenemos y no son pocas las voces que advierten ciertas contradicciones y excesos.
Nunca antes los conceptos de tiempo y espacio fueron tan relativos. El ritmo de nuestras vidas condena todo a la banalidad y al olvido. Tenemos acceso instantáneo a tanta información, y son tantas las posibilidades: Programas, series, películas, videos, escándalos y discos, que un año después es casi imposible recordar a Haití o a los mineros de Chile. En unos meses muy pocos pensarán en Osama Bin Laden o incluso en Japón, y sin duda ya nadie se acuerda de Charlie Sheen. Queremos vivir en todas partes y al mismo tiempo aunque sabemos que es imposible. Las cantidades de contenido son tan monstruosas que la verdad se diluye en la opinión y lo trascendental en lo trivial. Lo hemos visto todo, volvemos a verlo cada día. Nuestra capacidad de asombro se encuentra completamente saturada y desbordada, ya no queda nada sagrado. Casi no existen verdaderos eventos, momentos que nos definen y nos hacen detenernos, al menos un instante, a reflexionar sobre quiénes somos y qué queremos realmente. La sobreexposición nos ha insensibilizado y vivimos desencantados, predispuestos a la indiferencia o al chiste fácil. La libertad absoluta, unidad a la falta de criterio, ha engendrado un libertinaje grotesco y vulgar en el que los videos de Lady Gaga tienen más vistas que los de la caída del Muro de Berlín o cualquier otra cosa más importante. Ahora todo parece tan sencillo que cualquiera cree que puede hacerlo.
La fama jamás fue tan ambigua y efímera. Todo el mundo tiene una banda, un blog, un evento en Facebook, una cuenta en Twitter y un video en Youtube. Todos son fotógrafos y escritores y publican en Tumblr y en Flickr. Todos somos críticos y artistas, queremos participar pero sobre todo pertenecer y gustar. En esta era del cinismo pop donde todo es posible y relativo, en la que cada vez es más fácil parecer alguien y pretender que se hace algo, aunque no sea completamente cierto ni suficientemente bueno. Al final no importa demasiado, en poco tiempo todo desaparecerá diluido y olvidado en el océano de información inútil en el que nos hallamos sumergidos. La comunidad de anónimos descubrió su voz y tenía mucho que decir, tal vez demasiado.
Han quedado algunas ruinas como evidencia de esto. El colapso de Myspace por el exceso de bandas con perfiles de música mal grabada que acosaban sin descanso a melómanos saturados y atormentados. El descenso de Wikileaks, desmantelado por la falta de credibilidad al publicar documentos de origen dudoso, obtenidos a través de métodos cuestionables, terminó por aburrir a un público que se acostumbra muy rápido a los escándalos triviales. Actualmente existe una relación inversamente proporcional entre la cantidad y la calidad del contenido, necesitamos menos información y más conocimiento, más arte y menos circo, aprender a llamar las cosas por su nombre y otorgarles su valor verdadero.
En medio del caos y el exceso que nos rodean comienza a vislumbrarse una tendencia más crítica que quiere ser inteligente. Consciente de que no toda la información disponible es necesaria, se hace más selectiva y rigurosa. Comienza a darse cuenta de que en la calidad y en la sustancia hay verdadero poder, verdadera libertad.