Todo comenzó una tarde mientras manejaba por una avenida de la capital oyendo un rico vallenato. A mitad de trayecto escuché un pitido muy particular, conscientemente, detuve la marcha. Desde el primer momento advertí que había cometido una infracción; el parabrisas estaba fracturado; concentrado en la melodía del “GRAN BINOMIO DE ORO”, realicé un cambio de carril brusco y, algo que sería mi condena, el certificado médico llevaba dos días de vencido. En un arrebato de moral decidí que sería mejor pagar la multa, aun cuando, después de un largo periodo de tiempo, las insinuaciones del fiscal ya no eran tales:
-No sea tonto, sólo para un pollito que no he comido- Me decía el fiscal de tránsito con gestos conmiserados. De alguna forma él cumplía con su trabajo, sólo que el dinero de la multa no pararía en manos de algún burócrata, permanecería en los bolsillos de un humilde servidor público que pasaba largas horas observando el tráfico. Pero, en mi tozudez, estaba convencido en hacer lo “correcto”.
Pasado varios días me encontré frente a un inspector, me explicaba lo que debía hacer para obtener mi “cacharrito” de vuelta: una cantidad, no muy razonable, de trámites. A pesar que debía buscar el título de propiedad del vehículo, renovar mi certificado médico, pagar la multa, el estacionamiento y el alquiler de la grúa, consideraba que todo buen ciudadano debe cumplir con la ley como ella dicta.
El título de propiedad del vehículo estaba deteriorado, los fiscales no sabían identificar una “k” de una “l”. Era necesario ir al concesionario, buscar en los registros y expedir un nuevo título de propiedad, debidamente notariado; Luego averiguar dónde y cuando realizaban los certificados médicos; pagar la multa en el banco del estado; cancelar un monto por el estacionamiento donde se encontraba retenido mi “cacharrito” y , su respectiva, cuota adicional por “vigilancia” del vehículo.
Para empezar, el concesionario no tenía oficinas en el país, allí terminaron mis deseos por ser buen ciudadano: Falsifiqué los documentos con la ayuda de un abogado. El primer día que intenté hacerme el chequeo médico atendieron a las cuatro primeras personas anotadas en una lista de asistencia, no sabía que existía; El segundo día, fui el primero en anotarse en la lista de asistencia, me enteré que trabajan dos días por semana: lunes y viernes; el tercer día no había insumos, ya cansado terminé hablando con uno de los enfermeros , dejé algo de dinero olvidado bajo un asiento en la recepción del hospital y, a la media hora, recibí un certificado médico, completamente, legal. Cuando fui al banco me encontré con una inmensa cola, me tomó casi 6 horas pagar la multa.
Para el día lunes, busqué mi carrito. No podría explicar las razones que me atan a ese cacharrito de metal con motor y ruedas, mucho menos la impotencia que sentí al verlo sin neumáticos, batería y, el mayor de los ultrajes, sin reproductor de sonido. Quizás fue porque mi padre lo compró en el año 82 con los reales de su jubilación, fue lo único que heredé cuando murió el viejo, porque ni educación, ni casa propia nos dejó. Después de lo sucedido descubrí que nos atamos a nuestras pertenencias no por el valor que pudiesen tener, más bien por lugar que ocupan en nuestras vidas.
Todos los días al salir veo mi cacharrito sin ruedas, estacionado en el garaje. Después de obsérvalo largo rato, me pregunto:
“¿Por qué coño no le di para comprar un pollito asado al fiscal de tránsito?”
Excelente! Esto me acuerda un plato que se cocina en Italia, un pollito relleno pobre pero muy rico en sabor y historia. Se llama pollo alla cacciatora, que traducido significa «pollo del cazador». Si alguien va a pasar un poco de tiempo in Italia, os sugiero de hacer una prueba y comer eso plato único de la tradición européa!