Tuve que googlear “Strawberry statement” para conseguir el título de esta insustancial crónica, la cual escribo con la única intención de documentar una anécdota de mi vida: la noche en la que por primera vez tropecé con una realidad diferente a la burbuja en la que había vivido hasta entonces.
Corría el año 1978. Tenía diez y ocho años cumplidos hacía 5 meses, y desde unas 2 o 3 semanas también ruedas. Tuve la suerte de que me entregaran un carro, un blanco y flamante Fiat Mirafiori: el vehículo que me iba a trasladar a la independencia, y que me colocaría en el mapa. Hasta ese momento era un pobre transeúnte de la vida, un peatón más de los que pululan en las paradas de autobuses y se conocen las rutas de las busetas, y que no llegan tarde a su casa por la inseguridad y la falta de transporte propio. Pero esos días habían acabado: ahora podía trasladarme adonde me diera mi real gana, y a la hora en que se me antojara (la dura realidad distaba años luz de esa fantasía, pues no tenía muchos lugares a donde ir, dada mi novatería en esas lides, pero de ilusiones, al fin y al cabo, se vive también). Valga aclarar, para la crónica, que mi conocimiento de la ciudad era bastante escaso, así como mi dominio sobre las leyes de tránsito (la licencia la obtuve, como gran parte de los venezolanos de mi generación -y de todas- a través de un honesto soborno).
El domingo del cuento, en la tarde, estaba rodando por Las Mercedes con un amigo, que vivía en Cumbres, al cual le iba a dar la cola. Como dije antes, no me movía todavía bien en el trazado de calles, y mucho menos conocía el flechado (valga aclarar en mi favor que en esos tiempos pretéritos la señalización vial lucía por su ausencia), por lo que en un momento determinado vi que delante de mi unas luces me alumbraban, al tiempo que se encendía una coctelera encima del techo del vehículo dueño de los faros que me encandilaban. «¡Mierda, una patrulla!», creo que gritamos al unísono. Efectivamente de eso se trataba: el carro policial frenó a unos pocos metros del mío, se abrieron las puertas y salieron par de policías. Y empezó el miedo instintivo y atávico a la autoridad. Los agentes nos conminaron a salir, nos requisaron, e hicieron lo mismo en el interior de mi Fiat.
Yo estaba algo aturdido, pero más aturdido quedé cuando uno de los «tombos» (perdónenme la jerga setentosa) levantó una navaja de esas suecas, como si de un trofeo se tratara. Conocía esa navaja, pero no era mía: le pertenecía a mi amigo, quien un tiempo antes la había adquirido con la plata que le produjo la venta de un caballo -el pana era, por decirlo así, folcklórico, y tiempo antes había comprado un famélico jamelgo que guardaba en un cobertizo improvisado, en Colinas de Bello Monte, pero cuando se dio cuenta de lo impráctico de la situación salió de él- y la llevaba a todas partes. Juro que no fue por soplón, por lo menos no adrede, pero de mí salió la traicionera frase: «esa vaina no es mía, es de él», al tiempo que apuntaba con mi acusador índice a mi -ya no tanto- amigo. El chamo dijo algo como que se había asustado, y la trató de esconder debajo del asiento. El policía a su vez replicó que admiraba su sinceridad, al tiempo que se guardaba la navaja en su propio bolsillo; supongo que la consideraría botín de guerra, o decomiso. Lo cierto del caso es que hasta allí le duró la navaja al pana.
«Ciudadano, usted va preso por infringir las reglas de tránsito», me dijo lacónicamente uno de los patrulleros. Tengo que aclarar que Carlos Andrés Pérez, casi al final de su primer mandato, decidió que los infractores debían pagar su deuda con la sociedad mediante 48 horas de detención, para que les sirviera de escarmiento. Allí sí puedo decir que, de miedo, mi estado pasó a terror. ¿Preso, yo? ¿Yo, que raras veces había pernoctado fuera de mi casa, que como buen lector que era me había tragado «Retén de Catia», libro en voga por esos días, y creía conocer las iniqüidades del sistema penal venezolano, con todas sus aberraciones? Creo que pude guardar la compostura y no llegué a llorar, pero sí traté de convencer al funcionario de lo inconveniente que resultaba para mí tal arreglo; usé todos los argumentos a mi favor, que era un estudiante, que tenía un parcial el día siguiente, que me iban a pasar cosas espantosas en la cárcel… pero ninguno me funcionó, y me fue imposible lograr la dispensa de tan enojosa situación. Supongo que le darían una prima a los polícias por cada incauto que llevaban preso por tránsito, ya que no le encuentro lógica al asunto, más allá del innato sadismo. Me despojaron de mis documentos y de los del vehículo, y se limitaron a decirme «Síguenos», cosa que tuve que hacer a pesar de que las ganas que tenía eran de escaparme al resguardo de mi casa. Pero me tenían en sus manos, y tuve que obedecerlos.
Enfilaron por la autopista, y cogieron hacia el este. Mis recorridos hasta ese entonces habían llegado a lo sumo a la zona de Altamira, por lo que por primera vez transitaba la autopista manejando, solo, más allá del distribuidor de dicha urbanización. En una zona de la autopista en donde había una especie de área de descanso, por los lados de la entrada a La Carlota, la patrulla se detuvo, y yo con ella. Se bajó uno de los policías, y me dijo «Chamo, estás metido en un peo. A menos que tengas como salir de él». A pesar de mi inexperiencia, supuse que estaba aludiendo a alguna especie de soborno, pero lamentablemente no tenía efectivo conmigo.Se los dije, y traté de convencerlos de que me acompañaran a mi casa para allí concretar la transacción, pero no les pareció conveniente, y decidieron entregarme en la jefatura. De Petare, para mayores señas.
Los acompañé hasta un estacionamiento, en donde tuve que dejar mi amado vehículo (presintiendo que lo iba a encontrar desvalijado una vez que acabara mi detención), y me llevaron a la dichosa jefatura. Allí me permitieron hacer una llamada telefónica, en la cual tuve que explicar la situación a unos muy preocupados y enojados padres, y una vez realizada me trasladaron a un pasillo largo, con un banco corrido adosado a la pared. El banco estaba ocupado casi en su totalidad por otros presos, por lo que me tocó sentarme en el extremo más lejano a la puerta. Estaba allí, cavilando sobre mi desdichada situación, cuando al rato apareció al lado mío un individuo algo mayor que yo, evidentemente alterado por el alcohol o alguna otra sustancia. El hombre se sentó al lado mío, se me quedó viendo y me soltó: «¡Catire, usted es igualito al que sale en Las fresas de la amargura!». Efectivamente, mi aspecto era parecido al del actor principal de dicha película, el señor Bruce Davison: flaco, peludo y con lentes. No recuerdo si logré contestarle algo, pero creo que no importó, ya que el tipo no estaba en condiciones de sostener una conversación. Lo cierto del caso es que a los pocos minutos apareció una persona, supongo que sería un funcionario policial, lo hizo poner de pié, y le metió un poderoso puñetazo en medio del pecho, que lo volvió a sentar.
El resto del cuento no tiene mayor importancia; llegó mi padre, trató de sacarme, pero no lo logró, por lo que tuve que pagar mis 48 horas de detención, en compañía de otros transitoinfringientes, con los cuales sostuve amenos juegos de dominó y damas. No recuerdo muchas cosas, salvo el olor a orina de las colchonetas en donde dormíamos, la poceta rebosante de excrementos -valga decir que me volví estítico durante esos dos días-, las visitas al casino de oficiales en donde consumíamos nuestros alimentos, y la espera.
Así concluyó mi primera cana, gracias a mi inexperiencia y a Carlos Andrés Pérez. La segunda se la la debo al Triple Filtrado La Florida, pero esa es otra historia.