Y en ese preciso instante supe que no iba a ser fácil. Pasa cuando, por descuido, dejo mi teléfono celular en casa. Justo ese día, recibo las llamadas importantes. Y así pasó cuando me trasladaron a la sala de “observación”. Pasó una hora, y nadie me observaba. Pasó otra hora, y nada. Nadie pasó a preguntar si tenía frío o si quería ver otra cosa en la tevé, u otra tonta cortesía como esa —dos hora de Animal Planet es más que suficiente.
El sistema médico venezolano tiene varias fisuras. Los médicos no tienen un pago que justifique los riesgos a los que se someten diariamente, en muchos casos, no poseen el equipo necesario para cumplir su tarea y la delincuencia ha encontrado un nicho particularmente lucrativo: asaltar doctores en los hospitales. En definitiva, ejercer la medicina en Venezuela tiene sus obstáculos. Sin embargo, nada de esto me va a impedir quejarme.
La medicina es una ciencia dura. Anatomía, citología, asepsia. Pero, ¡oh, sorpresa! El objeto a tratar es el ser humano, no un montón de huesos y carne, sino un montón de huesos, carne, miedos, inseguridades, dudas, etcétera. El oficio del médico debe no solo generar el diagnóstico para recetar el mejor tratamiento, también debe generar confianza. Después de todo, si entras a cirugía, el médico va a ver tu interior –literalmente. Es bueno tomarse la molestia de no solo curar el cuerpo, sino calmar el espíritu, tampoco es tan difícil una palmadita en la barriga.
Debe existir un relación entre “estar bien” y “sentirse bien”. Estar bien es tener los valores de glóbulos bancos y rojos normales, una presión arterial de 120/80, mientras que sentirse bien es, probablemente, no tener los valores normales, pero reírse de todo, llegar hasta el límite y regresar ileso –la mayoría de las veces. El balance entre estos dos estados, cuando alguien se encuentra en una situación médica, es la calma que da la comunicación con el médico cuando se expresa expedita, clara y asertivamente.
No supe el nombre del doctor que medianamente me auscultó en la emergencia, y que terminó siendo el que me “desapendisó”, hasta seis horas después de salir de quirófano. Gracias a que, afortunadamente, uno de los enfermeros resultó un amigo de la infancia, mis familiares lograron saber que la operación fue exitosa y que no hubo contratiempos. Por un mínimo de cortesía, luego de encomendar a alguien que quieras a las manos de un total desconocido, ese individuo de informar que todo está bien. Algo así como un Manual de Carreño hipocrático.
Afortunadamente estoy bien. Ya no tengo dolor y creo que puedo seguir atentando contra mi juventud sin ningún problema. No creo que exista discusión en que una palabra o un gesto alivie más un dolor que una buena dosis drogas, sin embargo, la palabra ayuda, calma. Las depresiones no solo se medican, también se hablan.
Lo que sigue es una crónica de un dolor crónico. Ausente de asepsia redaccional y con una sobredosis de infamia.
El frío es la constante. «Aquí está su kit de cirugía». Unas medias, un gorrito y una de esas batas abiertas por detrás, todo azul. «¿Me quito hasta la ropa interior?». «Sí, todo», contesta la enfermera. Pero si es una apendicitis, no entiendo porqué tengo que entrar en bolas al quirófano. Con el frío, los nervios y el dolor, las cosas tienden encogerse. Cuestión de honor, claro.
Después de pasar un noche solo en una sala de emergencia, sin comer y con un vecino de cubículo vomitando cada vez que lograba entrar en la fase de sueño, creo que merezco una condescendencia. Quiero dejarme los interiores puestos. No tengo problema con la desnudez, pero como ya me van a ver por dentro, quiero dejar algo de misterio.
Luego de la mirada fría y desinteresada de la enfermera, abandono mi debate mental entre la vergüenza del desnudo y los procedimientos quirúrgicos. Me quito la ropa y me cubro con la bata. Hay frío, mucho frío.
Mientras espero al camillero, mi madre me lanza una mirada que dice: «Te quiero, hijo. Dios te proteja. Vas a estar bien. No te preocupes, yo estoy aquí». Ella está más nerviosa que yo, y eso me da nervios. Preferiría que me dijera: «Sé un hombre, coño. Quita esa cara. Como si te fueran a fusilar. Aaaay. ¡Ahómbrate!». Probablemente así se me quitara un poco el miedo.
Llega el camillero con su camilla. «¿Te puedes levantar, pana?». Con todo dinero que cobra esta clínica, deberías cargarme, «pana», pienso. Asiento con la cabeza, me levanto, cuidando no hacer una escena a lo Marilyn Monroe en Seven year itch, sin tanto glamour, con vestido azul y con más bellos.
Menuda tarea montarse en un camilla cuidando no perder los restos del honor masculino y con una vía en la mano derecha pegada a una bolsita de suero. Fue un momento tenso, pero lo logré. Mi madre me arropa con una sábana azul hasta el cuello y me regala un suave caricia en la mejilla, como si fuera directo a la inyección letal. “No hay remedio, es inevitable”, seguro piensa. Una recomendación a las madres en situaciones similares: si tiene miedo por su hijo, no lo proyecte. Empeora las cosas. Es mejor una cachetada oportuna y un fuerte y claro: «Te dije que te ahombraras. Nos vemos en un rato». Si tu mamá está así de tranquila, nada va a salir mal.
El camino hacia el quirófano es largo. No por la distancia, sino por los nervios. Salgo de la emergencia y paso entre todos los acompañantes de los pacientes. Comienzan las miradas curiosas e impertinentes seguido de un coro: «Ay, ese muchacho tan joven», «pobrecito», «mamí, mira ese chamo con el gorro azul», «ese carajo va más caga’o que un pañal de recién nacido». Llego al ascensor, sin hacer cola –porque en este país hay que hacer cola para entrar en un ascensor.
Por fin puedo verme. Tengo una expresión de angustia que me da risa. Mi reflejo en el latón del techo del ascensor es borroso, no solo por la superficie irregular, sino porque no tengo mis anteojos. Pero sin duda tengo una expresión de miedo, y ante ese miedo expectante, es mejor la risa. ¿Qué más puedo hacer? Tengo un dolor insoportable en el costado derecho del abdomen, no tengo lentes y estoy desnudo.
El quirófano no está listo. Me estacionan en la sala de recuperación. Ahora sí tengo miedo. Una enfermera vestida de pies a cabeza con ropa quirúrgica me dice a través de un tapaboca: “¿Tienes frío?”. Le respondo con un tiritante sí. De la nada sale un joven moreno con un atuendo similar al de la enfermera, pero sin tapaboca: “Pana, tranquilo que eso es rapidito. ¿Eres alérgico a algo?”. Sí, a los discursos de Chávez, pienso, pero me abstengo de hacer esos chistecitos de cafetín, no vaya a ser que este sí esté a favor de que los cubanos reemplacen a los médicos venezolanos. Yo soy un fiel defensor de la libertad de expresión y de mis convicciones políticas, claro, mientras no tenga las venas llenas de propofol.
Es extraño que pregunten si eres alérgico a todo. ¿A todo? No lo he probado “todo”. ¿Y si soy alérgico a la nueva sustancia que estén utilizando para anestesiar? ¿O al material del nuevo bisturí del doctor? ¿O si tienen una radio encendida dentro del quirófano y a Chávez se le ocurre encadenar? Desistí de mis pensamientos fatalistas y le contesto al doctor –al menos creo que es el doctor, porque nunca se presentó– con una fingido tono valiente: “A nada, doctor”.
Entro al quirófano. Hay cinco personas. Todos frenéticos. Como si tuvieran una cita muy importante y todavía no se han vestido. La sala está helada, se me eriza la piel. “Aaaay, ¿esto es frío o nervios? Tranquilo que esto es rapidito. Yo soy el asistente de cirugía, el doctor Quirogas”, dice el doctor a través de un tapaboca verde.
Sigue el frío y la tensión. Las enfermeras van de un lado a otro cargando sábanas quirúrgicas e instrumentos médicos. “Boris, ¿no tiene nada de sueño?”, pregunta el que presumo es el anestesiólogo. “No”, contesto rápidamente. Una enfermera y el anestesiólogo comienzan a hurgar la vía que tengo conectada en el brazo derecho. Levantan la cabeza, revisan la dosis, bajan la cabeza, revisan la vía. “Aaah, claro. ¿Cómo te va a pasar si está bloqueado?”, dice el doctor. Pienso: “¡EL COÑ…”. Momento de publicidad. No recuerdo nada. Despierto en la sala de recuperación, aturdido y sin apéndice. Ya no hay dolor.
Cincuenta minutos le costó al equipo de cirugía retirar el apéndice. Literalmente, me destriparon. No puedo estar más agradecido de la ciencia. Según los exámenes posteriores, estaba al borde de la peritonitis. Si hubiese llegado hasta ese punto, probablemente Ud. no estuviera leyendo esto –si es que alguien está leyendo esto. No por lo que está pensando, sino porque la recuperación sería más larga y de seguro no me divertiría escribir sobre un dolor así.
El final de la historia no puede ser más estereotipado: los malos se mueren, el bueno se queda con la chica y la típica caminata hacia el horizonte con un tema de fondo a lo Ennio Morricone. Ya tengo ganas de volver a atacar mi “estar bien” con un poco de “sentirme bien”.