LAS PALABRAS
POR CARLOS SCHULMAISTER
Las palabras enlazan el mundo interior y exterior del hombre, es decir, su conciencia y el universo que lo contiene, produciéndose así su mutua constitución y referenciación.
Si representáramos al universo como un edificio de mampostería las palabras equivaldrían por un lado a los ladrillos, es decir, a la infinidad de piezas o partes que lo componen -incluidas las inmateriales-, y por el otro a los conectores que facilitan la articulación entre ellas (como el cemento, el hierro, las cañerías y el cableado soldando, estructurando, conduciendo y transportando, respectivamente) y el edificio del mundo viviente que incluye a ambos.
Básicamente ellas designan, señalan, nombran, aluden.
También iluminan, explican, convencen, persuaden o disuaden. Otras palabras alegran, divierten, entusiasman, prestigian, enardecen o conmueven. Y otras asustan, inquietan, paralizan y llegan a matar.
Todas viven nuestra vida y de nuestra vida -por un tiempo- y de la vida de aquellos que las tienen presentes, independientemente de los vínculos que establecen con ellas.
Cada generación descubre y redescubre novedades, las examina, las mide y compara, las bautiza, las nombra y registra con solemnidad, como si la vida recién comenzara.
Pero la vida marcha como siempre, aunque de cuando en cuando nos da sorpresas, pero éstas, así como nacen han de morir. Todo en ella se renueva y refulge por un tiempo; luego, esos brillos se apagan imperceptiblemente como si una capa de polvo se posara sobre todas las cosas. Por consiguiente, a las palabras que las nombran les sucede algo similar, pues pese a su inmaterialidad se tornan cada vez más densas, pesadas y ambiguas, a fuerza de sostener tantos significados históricos que nacen, se reproducen y mueren como los hombres.
Ciertas certezas, nuevas o renovadas, alborozan, emocionan, conmueven y fortalecen a ciertos hombres. Ciertas dudas atemorizan a otros ciertos hombres. Y otros más astutos eligen recubrirse de una coraza o de un pararrayos para examinarlas a todas, junto con los objetos designados, y poseerlas sin recibir descargas peligrosas de ninguna especie.
Estos últimos son los que desmenuzan las palabras y las ideas y dictaminan acerca de su naturaleza, de lo que explícita o implícitamente ellas llevan y traen, de lo que uno interpreta y de lo que encima les carga, como tantas inquietudes y expectativas, por ejemplo esas viejas y tontas preguntas acerca de si la verdad puede presentarse bajo diversas combinatorias de palabras; o si las palabras y las formas no son lo más importante puesto que la verdad sólo puede presentirse; o si existe una sola verdad, o varias, o una sola que muta de acuerdo a las circunstancias; o si…
Estos hombres vuelven siempre sobre sus pasos en busca de huellas, testimonios y mensajes -abiertos o encriptados-; evocando y desenterrando tradiciones y experiencias como tesoros ocultos, y ofreciendo versiones y traducciones propias y ajenas de todas ellas. Por eso actúan como inspectores de cadáveres, fiscalizando sus vidas y sus muertes, imaginando revivir lo que ya no vive ni vivirá.
Estos hombres son muy peligrosos pues acaban siempre desviando y distorsionando las miradas de los demás hombres, de modo que todas las cosas se transforman peligrosamente. Son como chamanes que invocan espíritus presuntos, visibles sólo por ellos, para que les rindamos veneración, adoración y culto. Mientras tanto, ellos (los chamanes) y esos falsos espíritus nos dominan sin que nos demos cuenta.
Al final, todos terminamos prisioneros de los muertos y de sus símbolos, pues todos somos cómplices de estos hombres con carnet habilitante, aunque la mayoría de las veces no lo advirtamos.
Todos usamos y gastamos palabras, frases e ideas consagradas por los hombres sabios; mientras nos resultan nuevas sentimos que encierran verdades, y las aplaudimos, o las respetamos, o simplemente las reconocemos; pero más tarde o más temprano las maltratamos, las engañamos y nos dejamos engañar por ellas; luego nos volvemos indiferentes, las dejamos vacías, las olvidamos y las reemplazamos, fascinados, por otras más recientes, tintineantes y brillantes.
Lo grave de todo esto no es la muerte de las palabras, sino que los asesinos somos todos nosotros. La evidencia de nuestros crímenes constantes anida siempre en nuestros ojos, cuando pierden brillo, cuando comienzan a verse vidriosos, aunque serán otros quienes se den cuenta de ello y no nosotros. Nosotros nos damos cuenta de lo mismo solamente al mirar lo ojos de otros. Esos ojos reflejan la muerte cercana que como criminales que somos nos vuelve inexorablemente.
Por todo eso, para no seguirles el juego a esa clase de hombres recomiendo no cargar mochila, ni baúl ni estanterías, ni pluma ni anteojos, ni pala, ni largavista, ni lastre de ninguna especie.
Huir del ruido y los gritos de las muchedumbres apiñadas hacia zonas abiertas, transitables, amables y bellas.
No intentar cuestionamiento, ni resurrección, ni restauración, ni exorcismo alguno respecto al pasado pues es inútil: lo pasado no tiene arreglo.
Porque angustia, emociones y transfiguraciones son irracionalidades no hay que dejarse atrapar por los duendes del pasado, de la tradición y de la memoria, ni tampoco por el principio de autoridad.
No ser prisionero del ayer, del tiempo que ya no existe de verdad, ni del tiempo de hoy. Ni de los muertos, ni de sus mitos, ni de sus palabras.
o0o o0o o0o