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La cacería

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6:45 de la tarde, la hora perfecta para comenzar la cacería. Sobre todo cuando amenaza lluvia, la ciudad está vuelta un caos y el metro es incapaz de transportar a tanta gente junta, tratando de llegar a lo que sea que llamen hogar. En esos casos es sumamente fácil encontrar a la víctima adecuada, indefensa y literalmente loca de ganas de ser cazada. Generalmente se ponen de acuerdo unas 2 o 3, para compartir el gasto. Pero los cazadores furtivos saben escoger bien a su presa, y tienen la virtud esencial en ese trabajo: la paciencia. Se dedican a merodear el coto de caza, pasando lentamente cerca de las aceras, insinúandosele a las potenciales víctimas que sopesan sus posibilidades; a medida que se va haciendo más tarde, van disminuyendo las personas en la calle, y en proporción inversa va creciendo la angustia de las que quedan. Ese es el momento de quiebre, allí fatalmente abordarán el vehículo, para la que pudiera ser su última carrera.

El cazador de nuestro cuento estaba siguiendo el manual de procedimientos descrito arriba, pero no había tenido suerte aún. El digital marcaba en el tablero las 8:05; ya era tarde como para que alguna damisela en apuros necesitase sus servicios de transporte. Estaba ya resignado a abandonar el sitio, cuando, a la orilla de la acera, una mujer vestida como lo hubiera hecho una ejecutiva (falda negra, a media pierna, blusa blanca y blazer negro también, con un portafolios en la mano) le hiciera la señal de costumbre. Sin que mediara un instante, orilló el vehículo, bajó el vidrio y le inquirió a la dama: «Buenas noches, ¿hacia donde se dirige la señora?» «Voy a El Manzanal, calle 13 con avenida 4…» «Caramba, eso es bastante lejos… le va a costar caro.» «Caro, ¿cuanto?» Le dijo la cifra: ni muy baja como para hacerla sospechar ni muy alta como para que desechara la oferta. «Está bien, pero sin trucos. Nada de tomar atajos extraños, nada de paradas imprevistas. Me lleva derechito a donde le dije.» «Faltaba más, señora. Si duda de mi, es preferible que espere otro taxi.» «No, sólo quería dejar las cosas claras desde el principio.» El cazador pensó que, dada la ubicación de la residencia de la dama, en un lugar bastante apartado y solitario, no iba a ser necesario ningún subterfugio, y le replicó «Se hará como usted diga, uno busca atajos para llegar más rápido, pero el cliente manda».

La dama subió al asiento trasero del vehículo (un carro bastante reciente, aromatizado con ambientador de pino, que le recordó a un desinfectante que utilizaban en su casa, cuando niña). El chofer le preguntó: «quiere que encienda el aire acondicionado, o tiene frío?» «Puede encenderlo, así no escuchamos los ruidos de la calle». «¿Le gusta alguna estación de radio, o algún tipo de música?» «No tengo ninguna preferencia en particular, escoja usted.» El hombre encendió el reproductor, y sintonizó una estación de música clásica, suponiendo que le iba a agradar a su pasajera. Enfiló el automóvil hacia la autopista, cuando los primeros goterones emperon a salpicar el parabrisas del vehículo, al tiempo que sonaba un fuerte trueno. «¡Vaya, como que tendremos tormenta!» «Si, que fastidio. Ahora la cola va a ser infernal.» «Es así, sobre todo hacia donde va usted. La autopista se va a convertir en un estacionamiento.» «Creo que tiene razón, por esta vez vamos a tomar ese atajo que usted seguramente sabe.» Esas palabras le sonaron a gloria al hombre, coronaría la acción antes de lo previsto. «Usted va a ver que maravilla de atajo conozco, va a llegar en un santiamén.»

El conductor se acercó a la primera salida de la autopista a la que tuvo acceso, y tomó por una estrecha callejuela, que llevaba a la carretera vieja. Se la conocía de memoria, cada vericueto, cada callejón, cada barriada habían sido visitados por él en su ya añejo oficio. «No tenga miedo, esta carretera es bastante sola pero es sana, la gente que vive por aquí es decente.» «¿En serio? Nunca me había metido por esta vía.» «Va paralela a la autopista, solo que por la montaña, por eso parece que es otro lado.» «Espero que no se trate de un truco, señor…» empezó a decir la mujer, con la voz entrecortada. «No se ponga nerviosa, señorita, que la voy a llevar sana y salva a su residencia…» decía, mientras avistaba un recodo en la vía sumergido en la más absoluta obscuridad. Con la mano derecha buscó el revolver, disimulado bajo una chaqueta, al tiempo que detenía bruscamente el carro.

Pero ocurrió algo no previsto: sintió sobre la nuca el contacto de un objeto metálico, frío. Y la voz de la mujer que le decía «Quédate quieto, cabrón, o te vuelo la cabeza. ¡Levanta las manos y no intentes nada, si no quieres que te deje pegado aquí!» Una oleada de rabia le recorrió el cuerpo, y en un instante sopesó sus posibilidades. En una fracción de segundo decidió hacerle frente a la mujer, pero el sonido del gatillo, armándose, lo disuadió de hacerlo. Trató de utilizar la psicología: «Pero bueno, señorita, ¿que se figura? Frené porque había un hueco…» «¿Y tu que te figuras, so pendejo? Te estoy atracando, así que te me vas bajando del carro. No lo apagues, y no intentes nada si quieres quedarte vivo.» El hombre bajó del carro, y la mujer también, siempre apuntándolo a la cabeza. La lluvia había dejado de ser una amenaza para convertirse en una fría realidad.»Ahora desnúdate.»»¿Como?»»Me escuchaste, desnúdate.» replicó al tiempo que soltaba un balazo que le pasó rozando el cuerpo. «No estoy jugando.» El hombre se desnudó, tirando la ropa a un lado. «mete la ropa en el carro.» Lo hizo, y preguntó: «¿Ahora que?» «Ahora corre lo más que puedas, cuento cinco y llevo tres». Al notar que titubeaba, la mujer hizo sonar de nuevo su arma, que funcionó como señal de partida para los cien metros planos. El hombre corrió, desnudo como estaba, por la carretera, en sentido contrario al que venían transitando. La mujer se le quedó viendo,divertida, un rato: las nalgas blancas se le se iluminaban con los relámpagos.Cando lo perdió de vista abordó el carro, y se fue, mientras sintonizaba en la radio una estación de salsa brava.

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