De todas las formas de entretenimiento popular, la magia solía ocupar un lugar importante dentro de las predilecciones del público. Con el advenimiento del circo en su concepción moderna, uno de los actos más esperados era el del ilusionista de turno, que sorprendía a una muy a menudo ingenua audiencia -que aplaudía a rabiar- con conejos salidos de chisteras, mujeres aserradas, actos de desaparición y otros trucos clásicos. Al pasar del tiempo, esos artistas dedicados al engaño masivo fueron perfeccionando y sofisticando sus actos, logrando efectuar cosas increíbles e inexplicables. La televisión ayudó en mucho, gracias a la sapiente utilización de cámaras, cortes y ediciones, amén de público «entrenado» (que formaba parte del espectáculo). Todo esto se vino un poco abajo por culpa de los desenmascaradores de magos, esos seres antipáticos que se pusieron a explicar cómo era que los ilusionistas hacían sus trucos.
Sin embargo hubo un mago cuyos misterios fueron imposibles de develar: me refiero al tristemente célebre Van Gougan. Dicho mago, que no pertenecía a ningún circo sino que montaba espectáculos unipersonales, no realizaba ninguno de los actos clásicos, a los que la gente estaba acostumbrada. Van Gougan aparecía sobre un desnudo escenario, en el cual destacaba un caballete con un lienzo en blanco, sin más instrumentos que una paleta y un pincel. Su espectáculo era a la vez simple e impactante: salía ataviado a la usanza de los pintores, o por lo menos como se suponía que lo hacían, vale decir, con un amplio delantal y una especie de boína en la cabeza; se ponía de espaldas al público, empezaba a borronear el lienzo con alguna figura (una flor, un animal) y, a medida que progresaba en su labor, a su lado iba materializándose el objeto que estaba plasmando sobre la tela. Tras un par de imágenes escogidas por él, una linda ayudante pasaba por entre el público, recogiendo en un sombrero las peticiones de los asistentes. Cuando terminaba su recorrido, se colocaba a su lado e iba leyendo los papeles, uno a uno, y Van Gougan pintaba incansablemente. Al terminar, el escenario parecía un fotograma de alguna película surrealista, pleno de figuras de la más variada índole. Entonces el mago hacía chistar sus dedos, se apagaban las luces del escenario un instante y al volverse a encender ya había desaparecido todo, mago inclusive. Solamente quedaban los lienzos pintados, que eran posteriormente puestos a la venta. Es de comprender que dicho acto fuera un gran éxito en donde se presentara, y que el mago recorriera el país entero en inacabables tournees.
Van Gougan empezaba a ganar fama más allá de las fronteras de su país gracias a su sorprendente arte, y empezó a ser solicitado en el exterior. Fue justamente durante uno de esos viajes cuando ocurrió el acontecimiento que acabara con su promisoria carrera. Lo contrataron para actuar en Nueva York, en una de las mayores salas de Broadway. Debería realizar 5 funciones, que se habían vendido por completo. Fue durante su tercera aparición que un crítico de espectáculos, el señor Wilson, acudió a observar su presentación. Ese día Van Gougan percibió malas vibraciones cuando entró al escenario; sentía sobre su espalda algo así como dos punciones, dos dagas que lo agobiaban. Se volteó un instante y vio que la causa de esa sensación era la mirada acuciosa y severa de Wilson. La concentración del mago se resintió y su acto no funcionó como de costumbre: las figuras no terminaban de materializarse, a veces aparecían objetos diferentes a los pintados, en fin, fue un fiasco. Los silbidos y protestas de los asistentes no tardaron en aparecer, y obligaron a cancelar la función antes de tiempo. Al día siguiente, en el principal periódico de la ciudad apareció la reseña del crítico. Atroz, lamentable, insufrible; esos fueron algunos de los adjetivos que utilizara el feroz fablistán para referirse al espectáculo. Terminaba la nota diciendo: «no se si es peor como mago o como pintor, ambas cosas las realiza espantosamente».
La reacción de Van Gougan fue sorprendentemente calmada: respondió con un comunicado en el mismo periódico, en el cual se comprometía a devolverle el dinero a los espectadores de su fallida función, y a la vez los invitaba a un acto de desagravio a llevarse a cabo en el teatro donde ocurrieron los infelices acontecimientos. El comunicado surtió efecto, y la noche pautada para la reaparición del mago el local estaba repleto. Fue un acto rápido y diferente a los demás: Van Gougan se limitó a pintar un lienzo, sumamente detallado, de una persona en el momento de ahorcarse. Dejó para el último momento los detalles de la cara, que trabajó a oscuras. Cuando volvió a encenderse la luz, el mago había desaparecido, y la gente vio que la figura en trance de cometer suicidio era la del crítico que había ridiculizado a Van Gougan.
A ninguno de los presentes le sorprendió que las páginas rojas del periódico reseñaran al día siguiente el aparente suicidio del crítico Theodore Wilson. Después de todo, Van Gougan no los defraudó, esa vez.