Cuando era pequeño, allá en los años sesenta, no tenía muchas distracciones – comparativamente con las posibilidades actuales, se entiende. Las diversiones habituales eran los 2 o 3 blanquinegros canales de televisión, las eventuales visitas a los parques, una que otra ida al cine; pero sobre todo eso privaba la lectura. Desde mis primeros años, una vez adquirida la habilidad de leer, me convertí un devorador de cualquier material escrito que llegara a mi poder. No discriminaba mucho, en ese entonces (creo que esa maña aún perdura). Desde enciclopedias hasta prospectos de productos, todo lo que pasaba por mis manos era leído. Una de las cosas que más disfrutaba, no obstante, era «La doménica del corriere»: una revista italiana que llegaba a la casa después de haber hecho un periplo por los hogares de otros inmigrantes como nosotros. Nunca supe el origen de dichas revistas; supongo que las compraba el más pudiente, o el más ansioso de contacto con la patria lejana, de nuestro círculo de amistades; solo se que llegaban, periódicamente, con un par de meses de haber salido a la calle.Según la recuerdo era una revista maravillosa,con artículos interesantes, gráficas impactantes, y una sección literaria en la cual se publicaban cortos relatos, escritos por -lo que vine sabiendo después- algunas de las más importantes plumas de la narrativa italiana de esos tiempos. De aquellos relatos recuerdo uno en particular, y lo voy a transcribir libremente, con lo que queda de él en mi golpeada memoria.No me acuerdo con claridad cómo terminaba, por lo que le voy a fabricar un final: el que me parece más lógico.
Ana y Marco eran dos jóvenes, pobres de solemnidad, que se habían conocido un día cualquiera y a partir de entonces nunca más se separaron. Vivían en un pequeño y sucio cuarto de una mísera pensión, a las afueras de la ciudad. Para ganarse el sustento, recurrían a algunos subterfugios que no vienen al caso, pero nunca llegaron a cometer fechoría alguna – no faltaba más, éste es un cuento de Navidad. Ana era una hermosa mujer, cuyo más bello atributo lo constituía una larga y frondosa cabellera, negra como la noche sin luna, o como ala de cuervo (esto no lo recuerdo bien). Marco era un joven fuerte y alto, cuya única posesión era un hermoso cuchillo de caza, que llebaba a todas partes y lo había protegido con éxito en más de un trance dificultoso. Como dije antes, eran sumamente pobres, y lo que ganaban lo utilizaban en proveerse de algunos víveres esenciales (se alimentaban casi exclusivamente de manzanas y pan, me imagino que se la pasarían estíticos) y en el alquiler del cuartucho. Sin embargo, como eran jóvenes, soñaban. Soñaban despiertos, cuando paseaban por las tiendas del sector comercial de la ciudad y se asomaban en las vidrieras, soñando con poder comprar todos esas hermosos y relucientes objetos. De vez en cuando, entraban a alguna de las tiendas para observar más de cerca la mercancía, antes de que al dependiente le diera tiempo de correrlos, por su aspecto de indigentes.
Fue en una de esas tiendas, en época de Navidad, que Ana y Marco vieron las cosas que más les gustaron: la muchacha se enamoró de un prendedor para el cabello, una constelación de pequeños brillantes, que hubiera lucido precioso sobre su corvina cabellera; y Marco codició una funda de cuero que le calzó a la perfección a su cuchillo de caza. Ambos fantasearon un poco con sus imaginarias posesiones, pero al cabo de un rato, viendo que afuera comenzaba a nevar (pues para colmo de males en esa ciudad también nevaba), volvieron a poner los pies sobre la tierra y regresaron a su humilde aposento. Iban tristes, sabiendo que nunca habrían llegado a poseer esos objetos. Pero más tristes aún se ponían al pensar que no podrían hacerle un obsequio a su pareja.
El día de la víspera de Navidad, Marco salió bien temprano a la ciudad, a hacer una misteriosa diligencia sobre la cual no le dio mayor información a Ana. Una vez ido, la mujer hizo lo propio, cuidándose de que su hombre no la viera. Estuvieron fuera todo el día, y se encontraron cuando ya la noche había caído sobre la tierra, y en las casas cercanas se escuchaba el canto de aguinaldos y villancicos, y las risas de los niños que celebraban la más alegre de las fiestas. Ana llegó primero, y aguardaba ansiosa a Marcos, con la luz apagada, apenas con el resplandor de la chimenea (era un cuarto humilde, pero por lo menos gozaba de calefacción, aparentemente); cuando éste llegó, le dijo: «Hola, amor: no enciendas la luz, ¡te tengo una sorpresa!» a lo que el muchacho le contestó: «Yo también traigo una sorpresa para ti». «Toma», le dijo Ana; «Toma», le dijo Marcos. De esa manera intercambiaron dos paquetes, cuidadosamente envueltos en papel de estraza (sabrá Dios). Marco encendió la luz, cuando ya habían abierto los paquetes: Ana tenía en sus manos el hermoso prendedor que había visto en la tienda, y por supuesto Marcos observaba embelesado la funda para su cuchillo. Entonces Marco levantó la vista hacia Ana, y vio que su hermosa cabellera había desaparecido. Ana le dijo: «ponle la funda al cuchillo», pero él, con una inmensa tristeza en los ojos, hizo una mueca de negación, y contestó: «el cuchillo lo vendí, para comprarte el prendedor; ¿pero, que le pasó a tu cabello?» «El cabello lo vendí, para comprarte la funda…» y estalló en un llanto copioso y sollozante. Marco la tomó en sus brazos, tratando de consolarla. Pero no pudo hacer menos que constatar que, sin su cabellera, Ana era bastante fea. Y ella, por su parte, lloraba porque se dio cuenta de que Marco, sin el cuchillo, perdía todo su atractivo.