Nunca pelees con la persona que te sirve la comida. Es una conseja popular, que no deja de ser cierta: quienes tienen acceso a tu alimentación tienen poder sobre tu vida. En el mejor de los casos, pueden hacerte pasar un mal rato, si los logras molestar.
André Valjean era un hombre que se había hecho a sí mismo, partiendo desde el nombre. Antes de ser quien era hoy, un respetable chef con estudios en Francia – en donde había logrado dominar a la perfección las destrezas indispensables para su oficio, gracias a largas pasantías en restaurantes de las más variadas categorías: desde humildes bistrots familiares, en los cuales le enseñaron lo básico, hasta grandes comedores merecedores de más de un tenedor en la guía Michelín – era Juan Camacho, un humilde muchachón de un barrio cualquiera de la capital, que hubiera podido terminar como un malandro o como un oficinista, dependiendo de las encrucijadas propuestas por la vida, pero que tenía una pasión innata por el buen comer. Ésto, y una decepción amorosa, lo empujaron un día a dejar atrás su previsible vida de carencias y luchas para sobrevivir en su hostil entorno y, armado únicamente de su valor y una carta de recomendación de un «padrino» (un amigo especial de su madre, quien tenía algunas conexiones en la embajada francesa y le había caído en gracia Juan) emprendió el viaje a Europa. No los fatigaré con el relato de su vida en tierras francesas, solamente diré que después de 10 años de arduo trabajo se sintió capacitado para ejercer el oficio en su tierra natal, por la cual no había dejado de sentir nostalgia desde el primer día de su voluntario exilio.
Volvió, pues, a la capital que lo vio nacer, pero en condiciones muy diferentes: ahora tenía un nombre y unos pergaminos que lo acreditaban como maestro de cocina, y lo primero que hizo fue instalarse en un pequeño salón, unas cinco mesas y un diminuto espacio de cocina nada más, en el cual desplegó todos sus conocimientos y comenzó a destacarse dentro de la oferta gastronómica de la ciudad. Fue corriéndose la voz, y se volvió el sitio de moda, frecuentado por la farándula y la alta esfera política.
El negocio marchaba bien, mas André no tenía habilidades para la administración, y empezó a acumular deudas; eran bajas al principio, pero poco a poco fueron aumentando como bola de nieve; llegó un momento en el cual tuvo que tomar la triste decisión de venderle el punto a unos inversionistas lusitanos, y aceptar la propuesta de trabajo que le había hecho algunos meses atrás uno de sus clientes, un político que aunaba a una inmensa fortuna una descomunal mala educación. Sin embargo el hambre tiene cara de perro, y Valjeán optó por aceptar la oferta de Nicolás Serra: sería su chef particular, con derecho a vivienda.
André se instaló en la mansión de Serra, y desde el primer día se arrepintió de la decisión. Nicolás era el clásico patán recién vestido, cuyas únicas virtudes eran la astucia y la malignidad, y había llegado a una alta posición social reptando, denunciando, traicionando y adulando. No tenía el menor atisbo de educación, ni de urbanidad. Su casa era un compendio de mal gusto, en la que abundaban dóricas columnas de mampostería, cuadros de mujeres desnudas y esculturas de yeso, un ambiente que él se figuraba barroco pero en realidad era de pacotilla, simplemente. Nicolás trataba a Valjeán como un sirviente, ni más ni menos; lo obligaba a hacer mandados, a encargarse de las compras, y de las mascotas (Serra tenía una gran colección de animales, siendo sus consentidos dos enormes gatos de angora, gordos y peludos). Para rematar, sus gustos culinarios no habían evolucionado a la par de su inmerecida fortuna, y la mayoría de las veces André cocinaba pasta (a la cual Serra bañaba de mayonesa, con gran bochorno del chef), o bistecks con tajadas. Solamente en algunas ocasiones, cuando el nuevo rico daba alguna cena, Valjeán podía lucirse en los fogones, y todo el mundo elogiaba sus creaciones culinarias. Todos, menos Nicolás, quien nunca estaba satisfecho y a cada preparación le encontraba algún defecto.
Valjeán estaba ya bastante harto, y había tomado la decisión de irse, cuando un día le tocó atender a una importante visita de Serra. Sintió que el corazón se le desbocaba, al darse cuenta de quien se trataba: Maigualida Hernández, la muchacha que le había destrozado las ilusiones unos doce años atrás. Como pudo trató de disimular su estado de ánimo, y procuró mantener el más bajo perfil posible, para evitar que ella supiera quien era él en realidad. Nicolás, con sus modos insultantes, le dijo que la señorita iba a tener una reunión íntima con él, la noche del sábado, y que deseaba una cena especial, en la cual derrochara toda su sapiencia, sin escatimar en gastos. André replicó que cocinaría un banquete tan memorable, que nunca lo podrían olvidar en lo que les restara de vida.
El chef planificó concienzudamente los platos que iría a servir esa noche: quería alcanzar la perfección, crear un viaje gastronómico que conjugara los más exquisitos manjares y los caldos de viñedo perfectos para ellos. Trabajó afanosamente durante dos días, y la noche del sábado, cuando los dos odiados comensales ocupaban sus respectivos asientos en la mesa del comedor principal de la mansión (un bloque de mármol traslúcido apoyado sobre unas bases de basalto negro, esculpidas como cisnes, y unas sillas de estuco dorado y terciopelo atigrado) se acercó a ellos, dando el siguiente discurso:
-Buenas noches, estimados. Para esta ocasión tan especial he preparado un menú que los llevará a través de
varios países, mediante los sabores que he escogido precisamente para tal fin. Los manjares que degustarán tienen la particularidad de poseer un hilo conductor, un ingrediente que estará en cada uno de ellos. Cuando llegue el momento del postre, si no lo hubieran adivinado todavía, sabrán cual es. Sin más prolegómenos, les presento la entrada, que corresponde a nuestro primer país: Francia.
A continuación depositó delante de ambos comensales sendos platillos en los que estaba servido un paté de hígado fresco. Su untuosidad era especial, así como su sabor. Acompañó esa entrada con un champagne Dom Perignon, que se encargó de acentuar el sabor algo amargo del paté.
Una vez que la pareja hubo terminado la entrada, con grandes manifestaciones de agrado, André se volvió a dirigir a ellos:
– Espero que de verdad hayan disfrutado de ese paté tanto como disfruté yo en su elaboración. Ahora, nuestro viaje continúa por la bella Italia.
Dispuso una gran sopera sobre la mesa, la destapó y le sirvió a Serra y Maigualida unos tortellini que navegaban en un caldo denso y oscuro. Como bedida, la elección fue un Pinot Grigio, pefecto maridaje para la sopa. Nicolás le habló por primera vez de manera amable a Valjeán:
-Caramba, chef, hoy si te estás luciendo. Está todo realmente delicioso. Y creo saber ya de cual ingrediente estamos hablando: ¿es algo de cacería, verdad? Siento cierto sabor que me recuerda una vez que un tío cazó una lapa y nos la cocinó.
-Está bastante cerca, patrón. Pero vamos a avanzar en la cena. El plato fuerte corresponde a nuestra cocina mantuana, que como saben está fuertemente influenciada por la española.
Con esas palabras, depositó sobre la mesa un gran fuente en la que estaba una polvorosa, con su delicada costra de masa dorada. Le sirvió una porción a cada comensal, y el vino elegido fue un Cariñena: robusto, con mucho cuerpo, e ideal para contrastar los sabores especiados del plato. Los tenía totalmente embelesados: cada bocado que engullían les sabía a gloria. Esa polvorosa tenía los sabores del terruño: el ají, el cebollín, el pimentón, las aceitunas configuraban los aromas que están en el inconsciente colectivo del venezolano, y evocan épocas pasadas. Los comensales estaban sumamente relajados, y bastante bebidos también, gracias a la ingesta de tamaña cantidad y variedad de vinos.
-Espero que tengan lugar para el postre: esta vez vamos a ir a Bélgica. Cuando lo vean, sabrán cual ingrediente fue el común denominador de esta memorable cena.
-¡Por supuesto que tenemos espacio para ese postre, y la curiosidad nos mata! Tráelo ya.
André se dirigió lentamente a la cocina, de donde salió al poco rato empujando el carrito de los postres. Encima de él campeaba una platón tapado por un mantel. Con un gesto teatral el chef lo removió, y lo que vieron unos estupefactos Nicolás y Maigualida fue algo realmente excepcional: una escultura de chocolate negro, que figuraba una pareja de gatos de angora.
Esto que dices es totalmente verdad, en las vacaciones, entre semestre trabaja de mesonero en margarita. y mejor no te digo lo hacia con la comida de los politicos, y tambien de los pichirres.
Eso no es algo que me sienta orgulloso. Pero se lo merecian.
Comer en la calle es una lotería, por eso trato de no hacerlo muy a menudo, y de no pelearme con los mesoneros. Hay cuentos (reales) bien desagradables.