Alabada en medio mundo, la nueva película de Nicolas Winding Refn goza de una recepción consensuada y ecuménica, entre sospechosa y redundante, más allá de sus notable méritos de dirección, enfoque melancólico y puesta en escena neonoir. En lo personal, la pieza me encantó desde un punto de vista formal y conceptual.
Sin embargo, antes de unirme al coro y de montarme en la carroza del desfile de seguidores del autor, prefiero tomar distancia y elevar una pequeña voz de disidencia frente al grupo compacto de incondicionales de la presunta “obra maestra”.
¿Las razones, los motivos? Muy sencillos y simples. Para empezar, “Drive” es el típico caso del largometraje “cool” y “artie”, tan inofensivo como “apolíticamente” correcto, fácil de ser instrumentalizado por la industria para capitalizar el mercado de la añoranza “hipster” y kistch por una cultura mainstream del pasado y el presente, devenida en el eterno telón de fondo del cine indie, al punto de convertirse en la fórmula del éxito para series de televisión como “The Wire” y “Los Sopranos”.
Así rentabilizan y homogenizan los contenidos alternativos, dentro y fuera de la pantalla chica. Nadie le niega virtudes al fenómeno, pero objetivamente se trata de otra serpiente condenada a morderse la cola.
Por ello, las maquinarías ensambladoras de premios ya se prestan a consagrar a “Drive” a lo más alto del olimpo audiovisual del 2011. Pasó en Cannes, sucederá en el Oscar. Escríbanlo.
De vez en cuando, a Hollywood y a los Festivales les interesa cambiar sus tuercas de siempre por otras idénticas, aunque de última generación, para brindarse la imagen de instituciones a la vanguardia de los tiempos; conocedoras del sistema y capaces de admitir en su seno hasta los mohicanos del viejo oeste.
Ni cortos ni perezosos, los comanches y apocalípticos aceptan el juego de integrarse a la lógica de las estructuras rígidas y plataformas convencionales. Algunos no sobrevivirán para contarla. Muchos permanecerán en el limbo, al desarrollar una carrera de zombies, donde lo principal es garantizar la eterna repetición de su mensaje, con ligeras modificaciones en la superficie. Todo potable y digerible para las diversas ramas del consumo masivo.
De ahí el éxito global de la operación “Drive”, cuya estructura de aparente desafío a la norma y de mirada europea de un género americano, cautiva e hipnotiza a un target “intelectual” conformado por amantes del llamado “trash deluxe”(Fernández Porta dixit).
De hecho, la estrategia del film es en sí misma fiel al espíritu de una época posmoderna de resignación y conformismo ante la reproducción diferenciada de la memoria histórica.
Es decir, por encima y por el fondo, “Drive” cumple con la tarea de perpetuar un modelo de vehículo diseñado para transitar carreteras perdidas y trayectorias oblicuas, en pleno proceso de normalización y estandarización, amén de una combinación de factores ensamblados en masa.
Por ende, podremos continuar en el carril romántico de “My Blue Valentine”, a la manera bizarra de Lynch en “Terciopelo Azul”,al estilo del caos digital de Michael Mann para “Collateral”(fuera de su experimentación con la fotografía), a la usanza lacónica del Jean-Pierre Melville de “El Silencio de un Hombre” y en la tradición de las cruzadas vaqueras de Tarantino en “Los Ángeles”, al ritmo de una discoteca subsidiaria de “Pulp Fiction”.
Referentes empleados por el realizador, valga la acotación, con total y absoluta solvencia, de lo narrativo a lo intertextual.
Quizás lo mejor de “Drive” sea su capacidad de erigirse en espejo fantasmagórico de un director consciente de su eclipse como autor y de la muerte del séptimo arte, al hundirse en el abismo de la entropía social y expresiva del tercer milenio.
Verbigracia, Ryan Gosling vaga como espectro y verdugo de un espacio artificial y materialista, lleno de mafiosos replicantes, clones de “El Padrino” y no lugares, huérfanos de identidad. Un infierno del vacío en la tierra, donde no hay futuro para la redención humanista del clásico héroe americano.
Propuesta existencial de la novela negra, también transformada en marca registrada y sello de la casa, huelga decirlo.
En su voluntaria ambigüedad pesimista radica la principal bondad de “Drive”.
Lo peor reside en su cómoda evasión contextual , a través de un lenguaje publicitario de promoción de maratón “ochentoso” de VH1. Contracultura pop como negocio.
Nicolas Winding Refn abandona su personalidad radical, de extranjero incómodo, para adaptarse a las condiciones impuestas por los programadores de la agenda internacional, a la búsqueda de rating.
Problemas inherentes a la globalización indolora.
Aquí el escorpión de la chaqueta del protagonista, se clava su propio aguijón.
Por lo demás, la contribución del reparto secundario es soberbia. Albert Brooks huele a estatuilla dorada. Ron Perlman es un gigante. Carey Mulligan hace el trabajo como la estereotipada chica indefensa a proteger. Cliché antifeminista de calado western.
Acá marco la milla delante del conservadurismo de Nicolas.
Indiscutibles son la cámara, el acabado sonoro y la perfecta sincronía de la evolución dramática.
Clase de suspenso.
Nostalgia por la acción analógica de los Mavericks de los sesenta y setenta, en homenaje a “Bullit” , “Contacto en Francia”, “Rebelde sin Causa”, “Vanishing Point” y “Le Mans”, a la gloria de Steve McQueen.
Olvídense de compararla con “Rápido y Furioso”.
Le gustaría al Cronenberg de «Crash».
El tema con la máscara y el asunto del doble,evoca al Quentin de «Prueba de Muerte».
Óptica sombría sobre los moradores de la meca.
Tipo «Mulholland Drive».