Todavía puedo ver sus rostros lamentándose desde aquí, a pesar de la oscuridad. A veces llego a oír el murmullo ahogado de sus gargantas gastadas, arrepentidas por haber ensuciado el cielo. No recuerdo cómo ni porque, el cuándo también se escapó hace mucho, pero un día —o una noche, tal vez— las llanuras azules que cubrían nuestras cabezas eran ahora negras como el hollín. Decidí entonces, quizás por vocación de artista frustrado o por nostalgia empedernida, devolverle el color a los cielos a pinceladas.
Mi andamiaje de pintor es una cárcel corcel con vida propia, fuerte e incansable, decorada con el azul que no quiero olvidar y que con paciencia trato de revivir. Hasta me procuré una gran tela para no caer en la negligencia de ensuciar el suelo con mi trabajo, es suficiente tener que preocuparme con la bóveda celeste para no condenar a otra alma a hacerle el mismo servicio a la tierra.
Y aunque inevitablemente solitario en la faena no estoy solo en mis días, siempre me acompaña un caracol ardiente que ancla mi cordura con historias de ciudades vivientes y éxodos de fuego. Sin embargo reconozco que mi oficio ha hecho estragos en mi sanidad, a pesar de la compañía, a pesar del empeño de mi pincel. Confieso ver a veces, entre el negro imperante, a una figura infantil que siento mía. Mía quizás por ser fruto de mi vientre o mía por ser el recuerdo de días iluminados. Pero buscando a ese niño furtivo empiezo a ver algo del color que tanta falta me hacía, y sé que aún queda mucho trabajo por hacer. El cielo necesita otra mano de pintura.
Saul Rojas Blonval