«Este es un ambiente 100 % libre de humo de tabaco». Y de parroquianos, de paso: desde la instauración de la fulana ley antitabáquica el flujo de clientes del pequeño bar había disminuido notablemente, y con él los ingresos de su dueño, el señor Fulgencio Rojas. Añoraba los viejos tiempos, cuando el local se llenaba de gente que consumía ingentes cantidades de cerveza y otros licores, tomando y fumando como carreteros. En cambio ahora cada día la cosa era peor: la caja daba apenas para los gastos, tuvo que prescindir del mesonero de toda la vida, y estaba pensando seriamente en liquidar el negocio y regresar a Galicia.
Los días pasaban lentos y espesos en el local. Hombre de costumbres, Fulgencio abría regularmente su negocio a las 11 de la mañana, acomodaba las 4 mesitas, le pasaba un trapo por encima para librarlas del polvo que se acumulaba constante, encendía la cafetera, y lustraba la barra, que de tanto roce con la tela lucía resplandeciente. Y esperaba. Muchos días en vano: por la puerta cruzaba uno que otro cliente pero de esos que no consumían lo deseado por Fulgencio; se limitaban a un fugaz café que tomaban de pie, y se marchaban inmediatamente, dejando sobre la barra las pocas monedas que costaba su consumo. Rojas las recogía con displicencia, y las arrojaba en la semivacía caja registradora; ya no se daba el trabajo de anotar los ingresos.
Un miércoles cualquiera se desató un gran aguacero, cerca de la hora de cerrar. Un señor entró corriendo al local, escapando de la lluvia, y se sentó en uno de los taburetes de la barra. Le calculó unos 50 años; de flux y corbata, seguramente algún ejecutivo que estaba haciendo una diligencia por allí cerca. Fulgencio, que no había hablado con nadie en todo el día y como buen barman era bastante conversador, se dirigió al imprevisto cliente:
-¿Tremendo chaparrón, no? Hacía tiempo que no llovía, parece que el agua se estaba acumulando para caer toda junta hoy.
-Pues sí, menos mal que encontré este sitio… ¿tiene una cerveza bien fría?
-¿Una? Una nevera llena, si le cabe…
-No, amigo, por ahora una es suficiente.
– ¿Alguna marca en especial?
-La que sea, que esté bien fría y que no sea light, por favor.
-Enseguida se la traigo.
Fulgencio se agachó por debajo de la barra, en donde tenía el enfriador que, tal como había mencionado, estaba lleno de botellas de la espumosa bebida. Cuando emergió, notó con agradable sorpresa que estaba entrando al local otra persona, una mujer. Una hermosa señora en sus 40, con un porte que no congeniaba con el local, demasiado elegante para el sitio. Venía azorada, se notaba que estaba escapando también del aguacero.
-Buenas tardes…- dijo, educadamente. El accidental parroquiano reaccionó como si le hubieran aplicado electricidad al escuchar la voz, se volvió hacia la persona que había emitido las palabras, y exclamó:
-¡No es posible! ¿Eres tú? ¿Eres Aurora?
-¡Rodrigo! No puede ser…
Fulgencio se quedó absorto, con la botella en la mano, viendo como el cliente se levantaba de su asiento y abrazaba con un cariño inmenso a la mujer, mientras le decía:
-Aurora, 20 años…
-Si, parece mentira…
-Pero sentémonos en una mesa, para conversar… ¿no estás apurada, verdad?
-No, para nada… y aunque lo estuviera, esta ocasión ameritaría postergar cualquier otro compromiso.
Aurora y Rodrigo se sentaron en una de las mesitas del local, y éste le preguntó a la dama:
-Yo acabo de pedir una cerveza, ¿te provoca algo de tomar?
-No soy muy tomadora, será un refresco…
-¿Tiene refrescos, señor?
-El que quiera…- dijo, con cierto dejo de desilusión, el barman.
-Una Coca Cola entonces, por favor.
Fulgencio colocó sobre una bandeja la cerveza recién destapada, la botella de refresco, y dos vasos. Con la habilidad que dan 40 años de oficio procedió a llevar la orden a la mesa, diciendo ceremoniosamente:
-Los señores están servidos. Si desean alguna otra cosa, estamos a la orden.
Pero la pareja no le hizo mucho caso: estaban ocupados reconstruyendo los años de separación. Fulgencio trataba de entender la pequeña comedia humana que se estaba desarrollando frente a él, de la manera más discreta posible, pero sin necesidad de ello, ya que parecía que el resto del mundo no le interesaba a las dos personas que estaban sosteniendo una conversación plagada de suspiros, silencios intermitentes y palabras cariñosas. Por lo que pudo entender, se trataba de un noviazgo de juventud, relativamente largo pero que había acabado abruptamente. Lo cierto del caso es que la conversación estaba alcanzando cierto grado de euforia, y en un momento determinado el hombre exclamó:
-Vamos a celebrar este reencuentro como se debe, Aurora. ¿Señor, será que en esta taguarita se puede conseguir una botella de champán?
Fulgencio no podía creer lo que estaba escuchando: esta lluvia le había traído fortuna. Tenía en su nevera particular una botella de «Veuve Clicquot», destinada para alguna ocasión especial, pero la sacrificaría en aras del negocio. Ni corto ni perezoso, dijo:
-Por supuesto, de la más fina… Se la puedo descorchar ya.
-¿Tu quieres, Aurora?
-Nunca le he podido decir que no a las burbujas…
-No se diga más nada, señor. Sírvanos esa champaña.
Mientras Fulgencio iba por la botella, Rodrigo y Aurora seguían conversando:
-Aurora, nunca me dijiste el motivo real por el que terminaste conmigo.
-Es algo muy tonto, y ahora me da risa…
-Pero quiero saberlo, siempre quedé con la duda.
-Deja eso, no vale la pena.
-Si la vale, ya que por esa razón desconocida dejé de verte durante todo este tiempo.
-Bueno, te lo diré: cuando empezaste a fumar, te agarré repulsión.
-¿Y porqué no me lo dijiste entonces?
-No se, tal vez me dio pena porque fumar estaba de moda, y no quería parecer una tonta beata.
-Mira como son las cosas… yo luché contra el vicio durante años, y hace un par lo dejé definitivamente. No fue fácil, el doctor me diagnosticó un principio de enfisema.
-En cambio ahora la que fumo soy yo…- dijo, sacando de su cartera un paquete de cigarrillos.
-Espera, no pretenderás encender un cigarro aquí, ¿verdad?
-¿Porqué no? No hay más nadie en el lugar, ustedes no me van a delatar ¿Verdad, señor?- esto último dirigido a Fulgencio, que venía con la botella de champaña y dos copas flute.
-Por supuesto que no, señorita… fume, fume…- dijo con angustia.
-De ninguna manera, Aurora. En mi presencia no vas a fumar. Primero que nada, está prohibido por la ley, y de paso, ¿No escuchaste que estoy enfermo de los pulmones?
-Ay, Dios. Que fastidio con los no fumadores. ¿Sabes qué? Me voy, no soporto a los intolerantes.
-Véte, me alegra de haberme separado de alguien tan egoísta como tú a tiempo.
-Me voy, patán. Hasta nunca.
Con estas palabras, Aurora se marchó del lugar, aprovechando la escampada de la lluvia. Rodrigo le dijo a Fulgencio:
-Las mujeres, ¿quien las entiende? Me botó porque fumaba, y ahora la que fuma es ella… menos mal que no destapó esa botella.
-Si, menos mal…- respondió nostalgicamente.
-Bueno, me voy también. ¿Cuanto le debo?
Rodrigo dejó en la mesa el importe, más una pequeña propina, y se marchó. Fulgencio cerró el local, recogió las mesas, apagó las luces y se dispuso a salir, pero repentinamente se arrepintió de ello: fue detrás de la barra, arrancó el estúpido cartel de prohibición y lo rasgó cuidadosamente en finas tiras. A continuación las amontonó en la barra, las roció generosamente con kerosene y les tiró un fósforo encendido. Salió del bar, cerrando cuidadosamente la puerta, no sin antes prender un cigarrillo.