Érase una vez un Barco: Misión Emilio

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Entendemos la buena intención detrás del hecho de incluir a Emilio Lovera como conductor del documental, para apalancar a su público de televisión y asegurar la taquilla de la película.

Ello lo vimos también en “Swing con Son” con la moderación de Caridad Canelón. Del igual modo, guarda correspondencia con el señuelo comercial de “Er Conde Jones”, a la luz de su propuesta formal entre la ficción y la no ficción.

De entrada, somos conscientes de la viabilidad de la estrategia y la asumimos como parte de la influencia del “reality show” sobre el desarrollo industrial del género basado en el registro de “acontecimientos” verídicos. Sin embargo, el problema radica en el resultado de la pieza, de cara a sus objetivos conceptuales y estilísticos.

En tal sentido, la primera piedra en el zapato del nuevo trabajo de Anzola, es el propio “hombre de las 1000 caras”, a pesar de su enorme esfuerzo por lucir fresco, simpático, oportuno y gracioso.

Por largos ratos desaparece de la pantalla y la audiencia se pregunta al unísono: ¿pero dónde está Emilio? Después, cuando regresa el comediante, tampoco sentimos la justificación de su presencia, al pasar a un discreto segundo plano, donde en vez de aclarar, oscurece y estorba el desempeño de los artesanos.

En algún instante, vuelve con un chiste aislado y escondido en el interior de una pregunta alrededor de la apertura de “un hueco”. Al principio y al final, ofrecerá testimonios frente a la cámara, con sombrero, bronceado de playa y camisa “Columbia” de candidato populista de “Primero Justicia”.

Por lo demás, sus opiniones son todas redundantes, elogiosas, solemnes, cursis, conformistas y almibaradas. Algo así como “declaro mi total admiración y respeto” por el oficio de la construcción de barcos.

En resumen, no le queda la careta de antropólogo inocente, de guía turístico paternalista, de “Viajando con Don Francisco”, de personaje de la farándula con rostro humano. Es la impostura de la responsabilidad social.

Comenzamos por extrañar la incorrección política y la mordacidad del entrevistador del programa de Televen. Acabamos por añorar(Alexis Correia dixit) al jocoso imitador de antaño y al divertido relator de cuentos de la cripta de ahora, como el caso del famoso, “El Malandro Cagao”.

Irónicamente, aquí el reconocido comunicador social parece sino asustado, aunque sea menos ocurrente de lo acostumbrado. Su cautela y cambio de piel, son emblemáticos y sintomáticos de los tiempos de hoy, bajo la sombra de la Ley Resorte, la Lopna y la ola de moralidad surgida de la última corriente del puritanismo de izquierda. Hipocresía de pura cepa vinotinto, adaptada al canon de la red de medios del gobierno.

Por ende, una de las peores consecuencias de la instalación de la censura y la “automordaza” en el gremio, es la de haber transformado a nuestros “Cantiflas” de décadas pasadas en los “Capulinas” de humor blanco del siglo XXI, reprimidos y contenidos por las tenazas contra la libertad de expresión. Verbigracia, comparen al Joselo de los ochenta al servicio de “Venevisión” ante el “José Díaz” de las cuñas oficiales del ahorro de energía, transmitidas en cadena.

Por supuesto, nadie los culpa por la impronta del fenómeno. Quizás lamentamos verlos convertidos en copias descoloridas de su formato original. Por tanto, la mudanza de la caja chica a la grande controlada por la “Plataforma”, terminó por opacar y eclipsar la imagen del Conde y Emilio, al punto de robarles mucho de su espíritu, de su ánimo iconoclasta y de su espontaneidad. Me atrevo a vincular su declive con el suscitado con la mayoría de los payasos silentes cuando llegó el sonoro. Pocos lograron sobrevivir al canje tecnológico.

Por fortuna y desgracia, acá la mutación ideológica y partidista, les brinda beneficios económicos en taquilla, al costo de traicionar a su audiencia habitual, la de los caminos verdes, los quemaditos piratas y las noches de desahogo a micrófono abierto, donde El Conde y Emilio no dejan títere con cabeza. Todavía es así. Por tanto, allí reside el principal defecto de “Érase una vez un Barco”.

¿Virtudes? Existen y en cantidad. Primero, la de rescatar a un conjunto de artesanos, de categoría y talla universal, condenados al ostracismo y la “invisibilidad” por un país carente de memoria y afecto por sus verdaderos creadores de “cultura”, belleza y felicidad colectiva.

Andamos ocupados prestándole demasiada atención a una pila de farsantes de Twitter y de estrellas del “mainstream” local, en lugar de voltear la mirada y descubrir a la galería de portentos humildes rescatados por el lente de Don Alfredo Anzola, quien goza un imperio narrando sus aventuras y desventuras en la costa de Margarita, de la mano de auténticos especialistas en la materia como el profesor Fernando Cervigón, cuyas intervenciones derrochan conocimiento, dominio del tema, amor por el prójimo y hasta hilaridad.

Aparte, las carcajadas brotan con espontaneidad de las palabras y reflexiones emitidas por los protagonistas de la trama, enfrentados a los molinos de viento del gobierno, de la zona, del contexto y de la historia, siempre a la búsqueda de superarlos con una sonrisa de oreja a oreja. Cero rastro del típico estereotipo comunista del “obrero” triste, melancólico y amargado por su empleo.

A la inversa, como afirma el Doctor Cervigón, las viejas clasificaciones de lucha de clases tienden a borrarse y a diluirse en el sistema de construcción de un barco, donde los supuestos proletarios son dueños de su mano de obra, de los medios de producción y de las ganancias obtenidas por la venta de su trabajo.

Con cierta picardía, Alfredo revela cuál es uno de los escollos en la actualidad: lidiar con el advenimiento de los entes tutelados del estado, interesados en sacar provecho político y económico del asunto.

Contemplamos un pequeño teatro del absurdo, orientado por los incongruentes razonamientos de los funcionarios de “la revolución bonita”, ataviados con gorras y franelas del color preferido del presidente. Afiches de él se cuelan por ahí, con matices de distanciamiento y aires de desmitificación, cortesía de la casa. Aun así, la crítica es moderada y despierta suspicacias por su ambigüedad.

Para varios asistentes, el mensaje es confuso y se presta a la discusión. Yo lo percibí como una tomadura de pelo, como una chanza del viejo zorro de Alfredo. No en balde, incluye a un artesano chavista, condenado a morir por la lengua como el pez, como “chacumbele”. Habla para atrás y para adelante. Su casa exhibe fotos del comandante. Incluso, el “ring” de su celular alude a la contaminación sónica del “Discurso del Rey”. Con todo, no es suficiente y no le convence a muchos colegas.

En lo personal, lo absorbo como un reflejo equilibrado y neutral del tópico, salpicado y filtrado por la vena picaresca del autor de “Se solicita Muchacha” y “Coctel de Camarones”. Pudo eludirlo y esconder la cabeza como el avestruz. Decidió retratar la querella y permitirnos extraer las conclusiones. En síntesis, no lo noté como un encargo parcializado y propagandístico a las órdenes de Miraflores.

El desenlace opta por un derrotero distinto al de la publicidad roja rojita, para empeñarse en honrar y rendirle tributo a los defensores de la trinchera de la madera, opuestos a la moda estéril de la fibra de vidrio. Se sospecha de su futura extinción.

Por fortuna, una generación de relevo descuella y despunta hacia el tercer acto de “Érase una Vez un Barco”, documental adscrito a la tendencia de “Buena Vista Social Club” y “El Último Bandoneón”, a favor de la reivindicación de las tradiciones de la tercera edad.

Una alteridad tentadora para ser instrumentalizada por la demagogia “progresista” de los apóstoles de la constitución. De repente, “Érase una Vez un Barco” jugó pragmáticamente con la marea del 2011, para lograr zarpar del puerto del CNAC.

Los realizadores encajan sus proyectos en el molde de la plataforma, para mantenerse a flote. La diferencia estriba en el acabado. Unos se ahogan como los de la Villa. Otros conservan la dignidad como Don Alfredo, amante de las profundidades de la odisea náutica. Recuérdense de “El Extraordinario Viaje de la Santa Isabel”.

En cuanto al enfoque, observo la persistencia de una dramaturgia harto esquemática y predecible. Es la misma historia de creación y salida de un barco, narrada en tres oportunidades, con pequeñas diferencias. Ciertamente, es didáctico y enriquecedor. Pero se hace monocorde, amén de una fotografía plana de reportaje, generosa en tarjetas postales de calendario.

Le faltó malicia a la captación de los encuadres, ceñidos al corsé del plano medio. Las tomas de apoyo captan el proceso de montaje y diseño de los bocetos. Hay secuencias de nula intensidad por su preparación y condicionamiento. Nos emocionamos cuando la realidad acontece delante de nuestros ojos.

Esperábamos un cierre de mayor calado. Nos despedimos forzadamente en piloto automático, mientras Emilio llueve sobre mojado, a un ritmo de edición desfasado,acorde con el look «ochentoso» de la factura(tipo «Vive»,»Telesur» y «TVes» de la actualidad).

Advertimos descompensación entre lo dicho y lo visto. La acumulación de texto y entrevistas, soslaya situaciones presentidas e intuidas.

“Érase una Vez un Barco” navega por una superficie cómoda y blanda, capaz de ocultar involuntariamente el lado oscuro del objeto de estudio. Un Werner Herzog no hubiese perdido la ocasión de exponerlo. En la cinta de Anzola, nos toca conformarnos con las anécdotas orales de los pobladores de la zona. Según sus voces, los lunes no se trabaja, porque “las peas de los domingos” son de pronóstico reservado.

Las imágenes nunca desnudarán los problemas de alcoholismo de la costa. Tampoco su vínculo directo con otros ejes de la agenda como la piratería, la alienación, la apatía, la pobreza y el narcotráfico, apenas asomados como conflicto.

Sea como sea, “Érase una Vez un Barco” no se hunde antes de levar anclas y arriba a su destino trazado, dentro del plan de ruta del director.

Ojala permanezca en la cartelera, al margen de sus obstáculos y limitaciones para la distribución.

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