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Empire State

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Tal vez Nueva York sea la ciudad más conocida a todo lo largo del planeta. Presencialmente, o a través de las innumerables películas que giran en torno a esa gran urbe, quien más quien menos todos conocemos la grandiosidad de Central Park, el encanto de Times Square, y la imponencia de su línea de rascacielos. Sobre todo, conocemos su icono por antonomasia: el Empire State Building.

Nicanor Morgado también se conocía de memoria Nueva York, aún sin haber pisado jamás sus calles. Era un negro alto, corpulento, de andar y habla sosegados, con unos extraños ojos verdes que denunciaban una ascendencia mestiza. En efecto era así: había sido el resultado de la unión casual y febril de una hermosa morena oriental con un musiú, un norteamericano de las compañías petroleras que se establecieron en el país a mediados del siglo XX. El musiú se fue un buen día, dejando como recuerdo de su paso por estas tierras a Nicanor. Su madre nunca hizo de su concepción un misterio: él siempre supo sobre sus orígenes, y tal vez por ello suspiraba por conocer algún día al país de donde provenía la mitad de su carga genética. Aunque nunca supo con certeza la ciudad de procedencia de su padre, se hizo la idea de que se trataba de Nueva York, y desde muy pequeño adquirió el hábito de ver todas las películas en las cuales aparecía la gran metrópoli. Una en particular se le había instalado en la memoria: «An affair to remember», con Cary Grant y Deborah Kerr, una melodramática historia de amor que tiene al Empire State como elemento principal de la trama. A Nicanor, cuyos amigos le decían Nick por pura ansia de molestarlo, se le había vuelto una obsesión la posibilidad de conocerlo, y era el tema central de casi todas sus esporádicas conversaciones. Se había impuesto una meta: el año en que cumpliría 50, iría a la ciudad de sus sueños. Así que desde los 20 años empezó a ahorrar para ese propósito.

Desempeñó muchos y muy variados oficios: desde repartidor de periódicos, pasando por aprendiz de albañil, cobrador, motorizado, hasta recalar en una modesta cafetería, en la cual era todo un personaje: su porte y modales gentiles, más su conocida afición, le hicieron ganar el mote de «neyorquino», apelativo con el que lo llamaban cuando requerían otra taza de café, o una empanada más. Era sumamente escrupuloso y atento en el desempeño de su oficio; siempre tenía una sonrisa y una palabra amable para sus clientes, y eso lo ayudó en el logro de sus aspiraciones. A punta de propinas, que depositaba religiosamente en el banco una vez por semana, estaba acumulando la suma necesaria para ir a su personal Meca.  Simultáneamente  estaba tomando un curso de autoaprendizaje de inglés, y las noches se le iban en su modesto cuartico, dominado por un enorme afiche del Empire State, escuchando los cassettes y repitiendo las lecciones.

Ya faltaba un año para sus cincuenta, y tenía ahorrada casi toda la suma necesaria, cuando empezó a realizar los trámites obligatorios para obtener la visa americana, requisito indispensable para entrar a aquel país. No le fue para nada fácil: la cantidad de recaudos, las imposiciones, las restricciones impuestas por el riguroso sistema de inmigración estadounidense parecían insalvable escollo para el pobre Nicanor, quien veía como se le estaba volviendo imposible lograr su sueño. Pero un inexplicable golpe de suerte lo salvó: un esporádico visitante de la cafetería, quien resultó ser un funcionario de la embajada norteamericana, entabló conversación con Nick y supo de su íntima epopeya por llegar a Nueva York, conmoviéndose con la historia, y le dio una mano con los trámites, no sin antes haber logrado conseguir el juramento de el  «neyorquino» sobre sus intenciones de ir, visitar la ciudad durante unos días y regresarse.

Ya se acercaba el día de su viaje, y casi no podía dormir de la emoción: por fin lograría el sueño de toda su vida, subiría a lo más alto de aquel edificio y contemplaría el paisaje de la más importante ciudad del mundo. En la cafetería le prepararon una modesta celebración, a la cual concurrieron todos los parroquianos que habían ayudado a Nicanor con sus propinas. Éste, con lágrimas en los ojos, les agradeció el gesto con un corto discurso que giró en torno a lo obvio: su ansiado encuentro con la gran urbe, y el edificio de sus anhelos.

Y llegó el día de su arribo a Nueva York. La mirada de estupefacción no se le quitó ni por un momento: todo le parecía inverosímil, gigante, inasible.A pesar de ser habitante de una ciudad capital de un país, le parecía que Caracas venía siendo una aldea al lado de la inconmensurabilidad de lo que estaba viendo. Se sintió realmente abrumado en el trayecto que lo llevaría del aeropuerto al modesto hotel en el barrio de Brooklyn, que había escogido por lo barato. Una vez instalado en su habitación, desempacó sus pocas ropas y se dispuso a planificar su primera visita a la ciudad. No quiso desbocarse, por lo que urdió un plan de paseos por los lugares vecinos, dejando para el día central de su estadía la visita al rascacielos.

Así lo hizo, y poco a poco fue descubriendo los tesoros que alberga la megalópolis. Con ojos de turista, evidentemente: se limitó a ir a los lugares señalados en las guías, que le parecieron a la vez conocidos – por las visualizaciones cinematográficas – y totalmente distintos a lo que tenía almacenado en la mente. Dedicó todo un día a conocer ese enorme pulmón vegetal que constituye Central Park, en donde se dio el lujo de almorzar en un restaurant en el cual lo atendieron a cuerpo de rey, o por lo menos así le pareció. Pero no lo disfrutó del todo, estando como estaba impaciente por conocer el motivo fundamental de su visita. Así que al día siguiente, a las 8 de la mañana, se encontraba frente al portón de entrada del rascacielos más importante del mundo.

Nicanor no se echó a llorar por puro decoro, pero no era para menos: en la pared del rascacielos estaba colocado un cartel que decía: «Edificio en mantenimiento. Visitas suspendidas hasta nuevo aviso.». No podía creerlo: todas las ilusiones que había acumulado a lo largo de su vida, sus ansias, su primordial deseo vital, se veía desmoronado por ese capricho del destino. Se sentó un rato en un banco, a cavilar sobre su mala suerte, pero tomó una determinación. Ya que no podría conocer el Empire State, iría a otro rascacielos, tan o tal vez más imponente: el World Trade Center. Consultó la hora en una enorme marquesina que anunciaba los datos cronológicos y atmosféricos: eran las 8:15 de la mañana, de un día que se preveía soleado: el 11 de septiembre de 2001.

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