Yo jamás he leído un libro en una pantalla. Para mí, leer literatura implica todavía una fascinante mezcla de sentidos. Leer es también una experiencia táctil. El libro es un objeto personalizado que forma parte de mi intimidad.
Es incluso un relato de olores, una historia. Podría revisar mi vida siguiendo los subrayados o las anotaciones que a lo largo de los años he venido haciendo en las páginas de libros que he leído. Sé que el futuro es irremediable y que, a la vuelta de alguna esquina, estaré detenido frente a un libro digital, pero mientras tanto, mientras pueda, seguiré siendo un cavernícola aferrado a unas hojas de papel.
Barrera Tyska en El Nacional, 30 de Octubre de 2011. Si, esto fue escrito en 2011. Sorprende que todavía, en alguna parte del mundo, se esté usando públicamente el argumento de la «experiencia sensorial». Como si sostener un tablet, usar un teclado o un ratón, no fuesen experiencias táctiles. Como si los computadores, que también son objetos, no olieran.
Siempre he pensado que hacer anotaciones al margen es destruir un libro. Y si ese libro se comparte, peor. Porque las anotaciones, aunque pueden ser interesantes, rompen con la narrativa del autor.
Los libros digitales, en cambio, soportan anotaciones no-destructivas. Notas que pueden ser consultadas, indizadas y buscadas. Que registran una fecha precisa y nos permiten repasar nuestras vidas. Que se sincronizan automáticamente y pueden ser respaldadas. Inclusive pueden ser impresas, si quieres seguir usando papel. Anotaciones que nos hacen independientes de los objetos, menos resistentes al cambio.
Puedo entender que la adaptación sea difícil. Puedo entender que Venezuela es tierra fértil para las ideas retrógradas. Pero la masificación de la lectura y el acceso al conocimiento, pasa por acabar con los cárteles editoriales que, apoyándose en la idea del objeto y en el costo de la materia prima, fijan precios a niveles en los que sólo los que romantizan los libros físicos, pueden acceder a ellos.