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La Era de la Jaula de Oro – I

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Resulta algo paradójico que arranque este discurso desde una experiencia de la academia.

La universidad podría ser uno de las ilusiones  más viejas enraizadas en el modelo cultural de occidente y su perversa noción de que para ser alguien en la vida tenemos que pasar por esta.

Como si cualquier otra cosa no fuese loable o como si de hecho hubiese que preocuparse por lo que es loable; una angustia que arrastramos con el ethos griego, matando por Esparta,  dándonos golpes de pecho (patadas al pecho, en este caso).

Hay que estudiar, y si no, morir en la guerra al menos. O al reves. Qué se yo.

Pero sin caer en la diatriba de qué le puede deber alguien a su alma mater, algo de lo que sí estoy convencido es que si pasas al menos una vez por el encuentro con uno de esos profesores que te llevan a una suerte de epifanía intelectual, al descubrir de un universo de conocimiento que siempre ha estado allí pero que nuestra propia idiosincracia ha cerrado con llave para que no podamos acceder, entonces habrá valido la pena.

He tenido la suerte de asistir a tres cursos que se convirtieron en tres puntos de quiebre de mi vida universitaria. Tres grandes maestros.  Es mucho, y me considero afortunado por eso (o mi ingenuidad era tan colosal que estaba más susceptible al cambio, de cualquier forma me hizo bien).

La  última fue la cátedra de Cine de Ciencia Ficción del profesor Francisco Pellegrino, una electiva que ahora cumple 20 años de antigüedad en la Escuela de Comunicación Social de la UCAB.

Aquella materia que pensaba iba a ser divertida o sólo un ejercicio de crítica y visionado cinematográfico, resultó ser, por las características propias del género, una clase extraordinaria de filosofía y existencialismo. También de otras cosas más banales de las que siempre terminamos hablando cada semana o curiosidades de otros campos.

Son dos horas deliciosas de la semana en la que se habla con confianza de ciencia ficción y de la vida. Dos horas que me acuerdan del taller de escritura con Roberto Echeto. Son personas cuyo entusiasmo voraz por saber de tantas cosas, por preguntarse y observar, se contagia con las palabras como un virus gripal.

La gran consigna del Prof. Pellegrino en cada tarde del lunes es que al contrario de la manera en la que Hollywood vende la ciencia-ficción –como un género de atracción y efectismo de burda superficialidad–, es en realidad una de las formas narrativas que más se preocupa por las grandes preguntas de quiénes somos, a dónde venimos y a dónde demonios vamos a parar. Su centro, en realidad, es el hombre en sociedad aunque parezca tratarse de cualquier otra cosa (robots, extraterrestres, super poderes, viajes en el tiempo, naves interestelares…)

Esto puede resultar obvio para muchos, pero era algo que no me había detenido a pensar –lo cual es embarazoso como un fanático auto proclamado del science fiction.

 Tomemos un caso moderno: Matrix.

Un ejercicio clásico en la escritura de guión para crear una idea  fílmica es responder a la pregunta ¿Qué pasaría si…?
La trilogía completa responde a algo como ¿Qué pasaría si los robots nos dominan?  ó ¿Qué pasaría si el mundo que conocemos es creado por robots? ¿No?

A partir de allí los Wachowski se volvieron completamente dementes con una serie de subtramas y secuencias interminables para crear tres obras de las que rescato la primera, porque lo demás fue estirar la masa demasiado.
Y rescato la primera porque más allá de esas preguntas hipotéticas que para muchos pueden sonar improbables, está una cuestión más simple y al mismo tiempo más aterradora:  ¿Qué pasaría si esto no es real? 

Brillante, y la escena de la píldora habrá quedado tatuada en la memoria de todos.

El género se originó de la mano del cine, como el documental. Hace 50 años debía parecer más descabellado preguntas como estas.
Cuentos como los de Philip K. Dick, Harlan Ellison y Asimov siempre han sido bien valorados pero pienso que considerados en el pasado como escenarios improbables. De ahí deben venir expresiones que usan el termino ciencia-ficción como intercambiable con la palabra «mentira» o «imposible».

Fast forward al 2011. Estamos en un planeta en el que falta muy poco para que no quepa un hombre más, en el que ya hemos creado una vida paralela con el internet, las redes sociales  y toda esa masa virtual indistinguible que cada vez son más agresivas en su esfuerzo por desplazar a la «real».

Todo eso como ingredientes de un post modernismo en el que no hay quién se pregunte cómo es posible digerir y creer en las religiones,  cómo enfrentarse a un aparato opresor que nos dice dotarnos cada vez más de libertad pero que por detrás ustedes saben qué nos está haciendo.

Nos hemos vuelto un monstruo más grande y más feo.

Pestañeamos y estamos viviendo el mismo cuento que los libros de ciencia ficción nos están contando desde hace años.  Estamos viviendo, mejor dicho, la pregunta.

¿Es el progreso una ilusión?

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