La fotografía es el arte de congelar momentos, robar miradas indiscretas, captar facetas secretas. Un buen fotógrafo no es necesariamente el que domine la técnica a la perfección, que sepa de encuadres, diafragmas y velocidades; es aquel que sepa tomar la fotografía adecuada en el momento justo.
Andrés Savarce era de ese tipo de fotógrafos: su formación había sido eminente empírica, fruto de la observación constante y de la práctica. Venía de la época de las cámaras de cajón, esas que se encontraban en las plazas, montadas sobre un trípode, con su inmensa tela negra en la que se sumergía su dueño para captar imágenes de niños disfrazados, parejitas vestidas de domingo, o marineros de paseo por la ciudad, y que exhibían una ristra de fotografías a su lado como muestra de su trabajo. Andrés había comenzado su pofesión desde abajo, literalmente: se había iniciado como aprendiz de uno de esos artistas anónimos de calle, y lo ayudaba a hacer posar a los sujetos que iban a retratatarse: tenía un talento especial para conseguir sonrisas hasta del muchacho más llorón, o el hombre más serio. Poco a poco se fue empapando de los secretos de la profesión, y un buen día su patrón le cumplió su deseo, que no era otro que el de estar dentro de la tela. Hizo su primer retrato, una chiquilla de unos 9 años, disfrazada de Cleopatra (era época de carnaval). No estuvo tan mal, ese novel trabajo: el jefe lo puso en exhibición junto con otras fotos.
A partir de ese momento supo Savarce cual era su vocación, y su mundo giró alrededor de la fotografía. Pronto logró hacerse de una cámara propia, con la que recorría la provinciana Caracas de los 40, y se dedicó a tomar vistas urbanas desde ángulos innovadores, por lo general con el Ávila como gran telón de fondo. En esos años no era común todavía que en cada familia hubiera por lo menos una cámara fotográfica, y por esa circunstancia Andrés empezó a hacerse de una clientela que le solicitaba sus servicios para documentar cumpleaños, paseos e inclusive matrimonios. A los pocos años logró montar un estudio de fotografía en una de las calles principales de la ciudad, y sus retratos empezaron a tomar fama al punto de que para poder beneficiarse de sus servicios, los clientes debían reservar cupo con un par de semanas de anticipación.
Gracias a su natural donaire y simpatía nunca le faltaron novias: más de una de sus modelos accedió a salir con él, a pesar de la evidente diferencia de clases. Por lo general eran amores fugaces, cosas de una o dos salidas,ya que el destino les tenía dispuesto a esas damas otro futuro, y por su parte él tampoco se tomaba esos amoríos muy en serio. Pero en una ocasión si se enamoró profundamente: de Antonieta Berríos, una muchacha que nunca accedió a sus requiebros, a pesar de todos sus intentos. Andrés se desquitaba con las amigas de Antonieta, pero en el fondo nunca la pudo olvidar. Tuvo la desdicha de ser contratado para su boda con el entonces joven empresario Adolfo Guinand, trabajo que – según le dijeron – fue de lejos el mejor de su carrera: ciertos retratos de la novia causaron honda impresión por lo vívido de la imagen, y en ellos la mirada de la joven parecía traspasar al observador.
Como todo en la vida, Savarce, después de varios años de estar en la cresta de la ola, comenzó a declinar. Por un lado la competencia era cada día más dura, y ya eran pocos los que no contaban con artefactos propios, por lo que las posibilidades de trabajo iban mermando paulatinamente. Y por otra parte Andrés comenzaba a padecer los estragos de la edad en el activo más importante para un fotógrafo, la vista. Cada vez le costaba más enfocar debido a la presbicia que iba galopante. Al principio no era tan evidente, pero poco a poco sus fotos iban perdiendo calidad, luciendo vagamente desenfocadas. Eso era evidentemente un problema, y aunque trataba de ingeniarse métodos para contrarrestar ese defecto, era poco lo que podía hacer. Ese tema empezó a ser del dominio público, y los pocos clientes que le quedaban empezaron a desaparecer. Ya nadie lo contrataba, y el espectro de la miseria empezó a rondarlo. Empujado por la desesperación, desarolló una nueva modalidad de trabajo: iba a las grandes fiestas que se celebraban en los clubes de la ciudad, y procuraba colarse gracias a las amistades que había logrado en el gremio de los porteros, a lo largo de muchos años de compartir con ellos en los bastidores de las celebraciones, comiendo y bebiendo los remanentes de los obsequios. Tomaba todas las fotos que podía, las revelaba y posteriormente las iba a ofrecer a los anfitriones, quienes más por caridad que por otra cosa le compraban algunas. La mayoría le quedaban frías, sin embargo.
Andrés, sin proponérselo, empezó a tener un enorme catálogo de fotografías de fiestas de la alta sociedad. Tenía en su haber el registro de los momentos de celebración de centenares de personas encumbradas, momentos en los cuales, gracias al alcohol, se mostraban más desinhibidas que de costumbre. Y gracias a la presbicia de Savarce, aspectos que normalmente quedarían fuera de foco por no ser parte del motivo principal de la composición aparecían claramente: miradas furtivas, manos agarradas, besos repentinos. Fue allí que al fotógrafo se le ocurrió una idea maquavélica: encerrado en su cuarto oscuro, se dedicó a ampliar ciertos sectores de algunas de las fotografías, los cuales posteriormente imprimía y enviaba a los fotografiados, garantizando total discreción previo pago de cierta suma. Empezó a dedicarse a la poco ética pero lucrativa profesión de chantajista.Con tal de no verse descubiertas por una sociedad todavía pacata, las víctimas pagaban gustosas el chantaje. Savarce tenía en un puño a lo más granado de la sociedad, y se lo podía agradecer a su defecto visual.
Un día, realizando su poco edificante trabajo, se topó con algo que lo estremeció: en la esquina superior derecha de un borroso retrato de una quinceañera apareció claramente Antonieta dándose un fogoso beso con un caballero que no era su marido. Y en esa misma foto, al otro lado, Adolfo Guinand aparecía acaramelado con una rubia oxigenada. Andrés meditó un rato sobre el hallazgo que había realizado: era algo extraordinario, dos pájaros de un solo tiro. En condiciones normales ese trabajo le redituaría una ganancia excepcional. Pero hay límites que no deberían ser traspasados, pensó. Hizo dos ampliaciones de los sectores interesantes de la fotografía, los reveló, y posteriormente los ensobró individualmente, uno a nombre de Antonieta Berríos, otro para Adolfo Guinand. Sin solicitud monetaria alguna: hay placeres que no tienen precio.