El lago

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-Tu eres un animal de ciudad: te mueves como nadie por las calles, conoces todos los sitios importantes, sabes como hablarle tanto a un portero como a un presidente de compañía. Pero ¿Si te sueltan en un descampado, en donde debas depender solamente de tu fuerza bruta y tu habilidad manual? No vivirías ni diez minutos.

 

-Estás total y absolutamente equivocada. Cuando quieras te lo demuestro.

 

-¿Si? ¿Que tal este fin de semana? Conozco un lugar perfecto, en la serranía. Es precioso: un lago bordeado de pinos.

 

-Eh…¿Tan pronto? No se…

 

-Sabía que te rajarías. ¿Ves? Por eso no te tomo en serio.

 

-Bueno, bueno. Este fin de semana. Te voy a demostrar que también puedo ser un animal de monte.

 

Ignacio se había metido en el brete de su vida: en lo que tenía de existencia jamás había acampado. Lo suyo era un hotel 5 estrellas; para él, pasar trabajo era tener que bañarse con agua fría. Pero tanto su amor propio como las ganas que le tenía a Eloísa lo hicieron tomar una determinación: era lunes. Tenía 4 días para volverse un experto campista. Como analista de planificación, montó un pert mental de las actividades que debería realizar para lograr esa meta, que figuraba dulce y excitante: frente a una hoguera, con una botella de vino, por fin tendría entre sus brazos a la muchacha que le quitaba el sueño desde hacía meses.

 

El primer día lo destinó a documentarse: gracias a Dios existía Google, por lo que con unos cuantos clicks pudo hacerse de todo el material indispensable. El día siguiente lo utilizó en estudiar a fondo las lecturas recolectadas, y al finalizar la jornada ya era, en teoría, capaz de armar una carpa, prender un fuego, y  cocinar a la brasa cualquier alimento. El tercer día fue para las compras: se dirigió a una gran tienda por departamentos, con su lista preparada, y previo desembolso de una considerable cantidad de dinero adquirió equipamiento y provisiones suficientes como para montar una empresa de excursionismo. No le faltaba nada: desde la cocinilla a gas hasta la ducha portátil (bajo la cual prefiguraba un sensual baño con Eloísa), se sentía capaz de no solamente sobrevivir, sino disfrutar de la experiencia al aire libre. El cuarto día fue el del ensayo general: en el jardín de su casa se puso a armar y desarmar el campamento tantas veces como fuera necesario, hasta que por fin todo le salió perfecto (con gran estupefacción y regocijo de los vecinos, que asistieron divertidos al inesperado espectáculo).

 

Por fin llegó el sábado: Ignacio se despertó tempranísimo, y después de apenas 45 minutos ya tenía todo el equipo montado en su camioneta. Salió raudo hacia la casa de Eloísa, quien lo hizo esperar una hora y media, dentro de su carro (pues no se atrevía a bajarse por miedo a que lo desvalijaran). Por fin la muchacha salió, con un morralito a la espalda, y lo primero que hizo fue morirse de la risa al ver la camioneta disfrazada de convoy tipo tormenta del desierto, y  a su conductor ataviado cual guía de safari.

 

-¡Ignacio, no vamos a Africa! ¡Por lo menos no por 5 meses! – Le dijo al montarse en el vehículo.

 

-Tranquila, lo tengo todo bajo control. Por cierto, vamos a programar el GPS para llegar sin perdernos.

 

– Nada de GPS. Yo te dirijo. Faltaba más… – le respondió, risueña.

 

Y así fue. Eloísa le iba indicando el camino a Ignacio; abandonaron la ciudad y transitaron por una gran autopista. Todo iba bien hasta que a la hora de camino cayeron en un enorme bache y sintieron un ruido anómalo, al tiempo que el vehículo se salía de control.

 

-¡Se me pinchó un caucho! ¡Agárrate bien!

 

Afortunadamente Ignacio era un estupendo conductor, y supo dominar el carro sin mucho trabajo. Lo orilló en en hombrillo, y se bajó a revisar los daños. Constató con cierto alivio que no había pasado nada grave, pero tuvo que afrontar una dura tarea: cambiar el caucho. Para ello se vio en la obligación de bajar la mitad del equipo, ya que la rueda de repuesto se encontraba dentro del habitáculo de la camioneta. Después de una hora y media, ya estaban en codiciones de seguir. Lastimosamente la ropa de Ignacio, originalmente color caqui, ya parecía de camuflaje en fango. Eloísa fue noble, y no se rió tan fuerte.

 

Prosiguieron el camino por la autopista hasta llegar a la salida correspondiente a una pequeña población, y Eloísa le dijo:

 

-Salte aquí, y toma por la calle principal. Conozco un negocio en donde pueden repararte el caucho.

 

Siguiendo las indicaciones de la muchacha, llegaron a una pequeña cauchera. Eloísa se bajó, al tiempo que una persona vestida con una braga de mecánico le decía:

 

-¡Hola, mi reina! ¿Que la trae por acá?

 

-Hola, Juan. Se nos pinchó un caucho.

 

-Ahora mismo se los reparo; mientras esperan se pueden tomar una cervecita, allí en la bodega las tienen bien fríitas.

 

No les quedó mas remedio que seguir el consejo de Juan, y compraron dos cervezas mientras esperaban por la reparación.

 

-Bueno, algo accidentado el viaje, ¿verdad? Espero que no me odies por hacerte pasar tanto trabajo, fuera de tu aire acondicionado y de tu salón de diversiones múltiples… – Dijo con cierta sorna Eloísa.

 

-Estoy como pez en el agua, me encantan estas actividades.

 

-¿En serio? Jamás lo hubiera adivinado.

 

-Ya ves, soy una caja de sorpresas.

 

Al cabo de una hora estuvo reparado el caucho, y retomaron el camino. Rodaron hasta llegar a la entrada de una trocha, que se prefiguraba fangosa por la época. Ignacio dijo, dudoso:

 

-¿Estás segura? ¿No habrá un camino asfaltado?

 

-Dios, que delicado. ¿Para qué te compraste un 4 x 4? ¿Nunca le has puesto la mocha?

 

-¡Claro que sí! – Mintió descaradamente, pues jamás había utilizado la palanca que activaba el mecanismo.

 

– Bueno, creo que ahora es un buen momento para hacerlo.

 

Ignacio pasó por un microinstante de pánico, pero recordó lo que estaba en juego y le vinieron a la mente las explicaciones del vendedor del concesionario, a las que afortunadamente les había puesto cierta atención. Manipuló la palanca, y vió que en el tablero se encendió una luz de advertencia: estaba activado el diferencial delantero. Miró a Eloísa con satisfacción y suficiencia, y empezó a transitar por aquel tortuoso y estrecho camino. Miró el reloj, y constató con cierta preocupación que ya eran las 3 de la tarde.

 

-¿Faltará mucho?

 

-No me digas que le temes a la noche.

 

-Para nada, pero me está dando hambre.

 

-En mi morral tengo un par de sandwiches, los podemos comer mientras llegamos, si te parece.

 

Ignacio tenía como norma no comer dentro de su camioneta, pero no quiso dar la impresión de ser un estirado y asintió.

 

Comieron el fugaz alimento mientras transitaban por la vía llena de recodos. A medida que avanzaban la selva se iba haciendo más tupida, y oscura. Afortunadamente no se toparon con ningún vehículo en dirección contraria, de otro modo la maniobra para esquivarlo hubiera sido dura. Al cabo de otra hora y media, llegaron al lugar. Era realmente encantador: tal y como lo había descrito Eloísa, era la orilla de un lago color verde oliva, y alrededor del mismo crecía un bosquecito de pinos. Ignacio se sintió por primera vez en conexión con la naturaleza, y en un impulso abrió la puerta del carro y se bajó de un salto. Notó con cierto desagrado que lo que pisó en primer lugar no era tierra firme, sino una masa pastosa y, como se enteró a cotinuación, maloliente. Había estrenado sus relucientes botas de excursionista con excremento de algún animal, y lo que lo alarmó no fue ese hecho en si, sino el tamaño que debería tener el ser capaz de producir tanta cantidad. Eloísa se bajó también y al llegar a su lado le dijo:

 

-Ah, ya veo que te tropezaste con las gracias de los búfalos.

 

-¿Búfalos?

 

-Si, aquí al lado hay una hacienda y los sacan a pastar de vez en cuando.

 

-¿Y cómo sabes tanto sobre este lugar?

 

-Cuando pequeña mis padres me llevaban a acampar, y éste era uno de sus sitios favoritos. De hecho pasábamos aquí semanas enteras, y nos hicimos amigos de los lugareños. Después, de grande, he seguido viniendo por mi cuenta.

 

-Que interesante. Bueno, ¿te parece que armemos el campamento?

 

-Como no, te ayudo…

 

-No faltaba más, yo puedo solo.

 

Ignacio se dispuso a repetir lo que tantas veces había ensayado en el jardín de su casa, pero tanto el nerviosismo por la presencia de la muchacha como el cansancio de la carretera no le permitieron trabajar correctamente. Cometió un par de errores al tratar de armar la carpa, una tipo Igloo, y estuvo a punto de perder un ojo con una de las varillas telescópicas que le servían de paral. Eloísa se apiadó de él, y en un santiamén tenía armada la carpa. Ignacio se sintió herido en su honor, y dijo:

 

-No era necesario, la tenía a punto…

 

-Claro, yo lo que hice fue rematarla – mintió piadosamente.

 

-Bueno, ¿que tal si prendemos una fogata?

 

-¿Estás seguro?

 

-Por supuesto, ¿por qué lo dudas? – preguntó seco.

 

-No, por nada…

 

Ignacio tomó su hachuela, replandeciente, y se adentró en el bosquecillo de pinos a buscar leña. Al rato se escuchó un grito de dolor.

 

-¿Que te pasó?

 

-Nada, nada…

 

Pero al aparecer, Eloísa vio que le sangraba un poco la mano. Sin embargo traía con él un pequeño atado de cortezas de pino y algunas ramas delgadas.

 

-Ven, te curo la herida.

 

-¿Herida? No, chica, es un raspón apenas… – pero dejó que la muchacha estrenara su equipo de primeros auxilios. Afortunadamente Eloísa sabía de esos menesteres, por lo que en poco tiempo estuvo limpia y vendada la herida.

 

Una vez curado, Ignacio se dispuso a prender la fogata. Hizo una especie de castillo con las ramas, y alrededor colocó las cortezas, tal como había aprendido en internet. Prendió un fósforo, trató de encender el borde exterior de la fogata, pero nada ocurrió. Unos diez fósforos después perdió la paciencia, y bajo la mirada preocupada y a la vez divertida de Eloísa se dirigió a la camioneta y le extrajo una pequeña cantidad de gasolina.

 

-No me parece una buena ide…

 

La pequeña explosión no le permitió terminar la frase: Ignacio, con las cejas chamuscadas, logró encender aparatosamente su hoguera. Como si nada hubiera pasado, dijo con naturalidad:

 

-¿La dama me aceptaría una copa de vino?

 

-¡Con gusto!

 

Ignacio buscó en la cava una botella de vino blanco, pero al tratar de abrirla vio que no había traído sacacorchos. «¡Estúpido!» pensó para sus adentros. Lo que había planificado con tanto detalle se estaba desmoronando. Se acercó con aire de perrito regañado, y le dijo a la muchacha:

 

-Que pena contigo, no traje nada con que abrir la botella.

 

Ella le echó una mirada de conmiseración, le quitó la botella de la mano y utilizando su navajita se la devolvió destapada. Ignacio no dijo nada; se limitó a servir dos copas, sintiéndose un perfecto inútil. Se le sentó al lado, y le preguntó:

 

-¿Cómo la estás pasando hasta ahora?

 

-Si te soy sincera, me he divertido una barbaridad.

 

-A mis costillas…

 

-No lo puedo negar.

 

-Tal vez no soy un animal de monte, después de todo.

 

-Seguramente no.

 

-¿Estás decepcionada?

 

-Para nada, es exactamente lo que esperaba.

 

-¿Y para qué me lo propusiste?

 

-Quería saber lo que eras capaz de hacer por mí. Verás, pretendientes no me faltan, pero son todos más o menos como tu: citadinos, con miedo a ensuciarse, literalmente. Por eso tengo montado este pequeño test.

 

-Caramba, soy parte de un experimento, entonces. ¿Puedo saber cuantos lo han pasado?

 

-Hasta ahora, solamente uno: tu.

 

-No creo haberlo logrado. Esto es un verdadero desastre, y me imagino que estarás ansiosa por regresarte. Si recogemos rápido podemos estar en el pueblo en un par de horas.

 

-Bésame, estúpido.

 

Una hermosa luna llena alumbraba la escena. A lo lejos, se escuchó el aullido de un lobo.

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