Salvando las distancias, Cayayo podría ser nuestro Gustavo Cerati, un sentimiento muerto en vida resucitado por la nostalgia de una generación también extinguida, aferrada a sus mitos del pasado para sobrevivir al duro presente y al incierto porvenir. Todos en Caracas dicen haberlo conocido y compartido con él aunque sea una vez en la intimidad. Cada quien fue un potencial mejor amigo del guitarrista. Pero solo pocos llegaron a relacionarse, en realidad, con él. Según me cuentan, le gustaba ayudar a la gente joven, componer música y pensar en un futuro alternativo para la cultura de Venezuela. De igual modo, existe una leyenda negra alrededor de su desaparición física, ocultada por la corrección política. Los venezolanos somos así de hipócritas. Solo nos agrada recordar la parte bonita de la historia. ¿Con cuál Cayayo quedarse? En lo personal, lo tengo claro. Mi Cayayo es un Kurt Cobain criollo, un ícaro capaz de volar por encima de la manada y por ello condenado a quemarse en las alturas, cuando su país precisamente comenzaba a precipitarse hacia el abismo. En tal sentido, hasta su partida fue un acto de poesía premonitoria. Luego vendrían los chacales esnobistas, los vampiros y las hienas oportunistas a saquear su legado, en homenajes cada vez peores. Los últimos, sobre todo, son un canto a la cursilería y una falta de respeto con la memoria del difunto. Para mi Cayayo es un psicólogo, un chamán, un terapeuta, cuya música me alivia y me permite superar mis días de depresión, crisis y angustia en Caracas. Es cuando entiendo la magia de su resurrección. Al final, es imposible negar a Cayayo. Lo ideal es saberlo estimar como ser humano, con todas sus grandezas y debilidades. En efecto, sin sombra no hay luz. Dedicado a sus verdaderos dolientes e incondicionales.