El inmenso lienzo, crudo, parecía burlarse de él. Arrumados a su lado, innumerables bosquejos arrugados daban cuenta de la infructuosa labor del pintor. Ese encargo lo tenía amargado: maldijo el momento en que había accedido a realizar esa tarea.
Decidió tomar una pausa, y salió de su taller en procura de una taza de café. En la cocina lo esperaba su fiel cafetera, que había destilado miles de litros de la negra bebida, en los 10 años que tenía con él. La preparó, y mientras esperaba que hiciera erupción, se asomó a la ventana, a contemplar el otoñal paisaje que era común en esos últimos tiempos: Caracas parecía un Londres tropical, con sus intensos aguaceros diarios y sus cielos encapotados.Estaba lloviendo otra vez, una lluviecita insustancial, ingrávida, que tenía la particularidad de llenarlo de nostalgia. De repente, empezó a recordar su estadía en Europa, cuando comenzaba a aprender su oficio, y pasaba largas temporadas en una pequeña buhardilla, aguantando frío y muchas veces hambre, pero disfrutando cada minuto. Divagando, recordó una reunión a la que lo invitaron, en donde aprendió a hacer una ranita saltarina, de papel.Se preguntó si todavía sabría como fabricarla.
De la cocina emergió el sonido característico de la greca anunciando la salida del café; en tiempos anteriores ese anuncio venía acompañado por un intenso aroma, pero estaba visto que el café que vendían esos días había bajado de calidad. Se sirvió una generosa taza, la endulzó con discreción, y volvió a su atalaya a observar los movimientos del pequeño mundo que lo circundaba. Había escampado: dos perros ladraban mientras se correteaban; unos vecinos se ocupaban del jardín. En el fondo buscaba inspiración, por mucho que no quisiera aceptarlo. Pero no la encontraba en ningún lado: su bloqueo era total.
Se sentó en una mecedora del porche, a terminar su café. Como era costumbre, de la nada apareció su gata, y se le acomodó al lado buscando cariño. Le ronroneó un rato, hasta que se instaló en su regazo, bien dispuesta a realizar una siesta utilizándolo a él de cama, como solía hacerlo de vez en cuando. Se lo permitía, a pesar de que años atrás no soportaba a los gatos. Hasta que la negra criatura que descansaba sobre sus piernas hizo aparición en su vida: le tomó un gran cariño, al aprender cual era su idiosincracia. La había inmortalizado en un cuadro que exhibía orgulloso en el salón principal de su casa, y consideraba uno de sus mejores trabajos: el animal lucía unos ojos que sobrecogían al espectador, quien se sentía atrapado por la poderosa mirada del felino. Casualmente ese fue el último cuadro que pudo culminar sin contratiempos; a partir del momento en que lo terminó, le sucedió que se le hacía difícil emprender nuevos proyectos. Era como si ese cuadro hubiera marcado el final de una etapa. A pesar de que, gracias a su anterior producción, había logrado un nivel de vida confortable, ya estaba necesitando nuevos triunfos en su carrera. Extrañaba las inauguraciones, los brindis, los aplausos del público y las reseñas de los críticos en las publicaciones especializadas. Tal vez por ese motivo había aceptado el reto que le propusiera el viejo millonario, y que ahora le estaba costando tanto trabajo.
Decidió poner algo de música: años atrás los acordes psicodélicos del primer Pink Floyd lo habían acompañado en sus jornadas de intensa pintura, y pensó que tal vez ahora lo ayudarían. Colocó en el equipo de sonido el cd «A saucerful of secrets» y dejó que la música fluyera por todos los espacios de su hogar, a un volumen considerable. Al rato de escuchar el disco, con los ojos entrecerrados, se sintió transportado a otro plano. Esa música era realmente poderosa: logró despertar un rincón dormido dentro de su ánimo. De manera repentina se dirigió al taller, dispuesto a enfrentarse con el encargo .
La tela aguardaba por él, sobre el caballete. Resuelto tomó un carboncillo y trazó algunas líneas precisas encima del lienzo, que pareció quejarse al contacto. En unos diez minutos tuvo planteado el diseño básico; lo miró crítico durante algunos instantes, y corrigió ciertos detalles. Con alegría constató que el oficio no lo había abandonado. El paso siguiente fue la preparación de los colores: decidió utilizar óleo en vez de acrílico, buscando una cualidad antigua, un aspecto de pintura a la vieja escuela. Una vez dispuestos los colores sobre la paleta, procedió a trabajar con ahínco. Fue como en los viejos tiempos: en una sesión de cuatro horas, tuvo el cuadro definido, y observándolo con ojos de conocedor juzgó que era un excelente trabajo.
Estaba complacido y aliviado: parecía que el influjo pernicioso que lo había invadido por fin lo abandonaba. Resolvió tomarse un descanso, y se acostó en la fiel hamaca que colgaba en un sombreado rincón de su cuarto. Cayó en un profundo sopor, pesado, cargado de sueños inconexos. En ellos la gata se trasmutaba en una mujer, que lo tentaba y lo rechazaba al mismo tiempo. Al rato despertó, bañado en sudor, y vio que la gata estaba vigilándolo, montada sobre su barriga. La espantó con un brusco movimiento, y se paró con urgencia para dirigirse al taller, impulsado por una terrible sospecha.
Al llegar a él supo que lo que temía era cierto: constató con horror que el lienzo seguía impoluto, sin traza de haber sido trabajado alguna vez. Los parlantes del equipo de sonido seguían emitiendo sin cesar la hipnótica música que lo había engañado.