Si se enfrentara un solo mosquito contra un gran guerrero humano en un ring de boxeo, ¿a cuál favorecerían las apuestas? Antes de cualquier respuesta impulsiva, sépase que en toda la historia de nuestra especie el animal que más muertes humanas ha causado no ha sido el hombre mismo con sus guerras, ni los leones con sus garras, ni los osos, ni los lobos, ni las ratas, ni vertebrado alguno; el animal responsable de la mayor cantidad de muertes humanas en toda nuestra historia ha sido el mosquito. O para ser más exactos, las mosquitos, pues son las hembras de los mosquitos las que nos pican en busca de sangre. No necesitan alimentarse de sangre para su propia subsistencia, pero sí para desarrollar y poner huevos. Así que las mosquitos nos pican -y nos matan- por instinto maternal, para tener sus propios bebitos mosquito. Conmovedor. Algunas larvas de mosquito, por cierto, son caníbales, y una sola de ésas puede comerse otras 20 larvas de mosquito al día. Resulta en particular paradójico y trágico que entre los humanos sean las mujeres embarazadas las que más atraen picaduras de mosquito; las embarazadas emiten una cantidad de dióxido de carbono mayor a lo normal, y es este gas lo que olfatean las mosquitos para encontrar fuentes de sangre.
Una de las enfermedades más devastadoras que puede contagiar la picada del mosquito es la malaria. La mosquito anófeles adulta, que vive apenas un par de semanas, succiona primero la sangre de alguien infectado, y de allí obtiene los parásitos de la malaria, los plasmódium. Éstos se desarrollan en su intestino y producen los esporozoítos que se alojan luego en las glándulas salivales del insecto, circunstancia ésta muy desafortunada para nosotros porque, al iniciar su picadura, la mosquito inyecta siempre un poco de su propia saliva como anticoagulante y vasodilatador. Así, en la próxima picada, van con aquella saliva unos pocos esporozoítos que entran al torrente sanguíneo de la víctima, y alcanzan el hígado donde se multiplican y producen miles de merozoítos, que terminan reventando las células hepáticas, luego de lo cual se recubren de la propia membrana de aquellas células descuartizadas para pasar así desapercibidos ante el sistema inmune. Estos microorganismos del infierno se dedican luego a un genocidio olímpico de células rojas de la sangre, en las que se multiplican para también reventarlas por millares y seguir luego atacando nuevas células rojas frescas. Pueden también, por supuesto, pasar al intestino de cualquier mosquito que pique al enfermo mientras éste siga produciendo dióxido de carbono, y así pasan a otros torrentes sanguíneos para perpetuar su especie repitiendo estas masacres celulares en los humanos.
En pocos días se presentan en la víctima los síntomas de la enfermedad: fiebre, vómitos, anemia, temblores y convulsiones. Los casos graves progresan de manera rápida y fulminante; producen daño renal y cerebral, y suelen conducir al coma y a la muerte incluso en cuestión de horas.
Una de las víctimas más célebres de la malaria -y por ende, de los mosquitos- fue quizá Alejandro Magno, rey de Macedonia, pupilo ilustre de Aristóteles, y creador de uno de los imperios más vastos de la historia antigua. Alejandro Magno inició su reinado cuando tenía apenas 20 años de edad, y conquistó todo lo que se propuso conquistar en apenas una década: el Asia Menor, Siria, Egipto, Asiria, Babilonia, el imperio Persa completo, y hasta los bordes occidentales de la India. El impacto de la cultura Helenística, difundida por todo el imperio de Alejandro Magno, duraría por siglos. Fue una de las figuras más famosas de la antigüedad, y se le considera uno de los más grandes conquistadores y estrategas de todos los tiempos.
A sus 32 años, Alejandro Magno ya había consolidado su gran imperio. Regresaba de su campaña por la India y había decidido detenerse en Babilonia, en el palacio de Nabucodonosor, para planificar su próxima invasión a Arabia. Era una tarde de los primeros días de Junio del 323 A.C. El entonces hombre más poderoso del mundo caminaba por los jardines de aquel palacio, rodeado de sus ejércitos invencibles, cuando zumbaba por aquel mismo jardín una insignificante anófeles de Babilonia que quería tener sus bebecitos de mosquito. Henos aquí, pues, ante al ring de boxeo del cual hablábamos al comienzo.
La anófeles olfateó el dióxido de carbono que provenía de los pulmones de Alejandro Magno; le siguió el rastro hasta posarse en la piel de su cuello, sobre el tendón del esternocleidomastoideo, justo debajo de la oreja izquierda; clavó allí su probóscide, inyectó su saliva anticoagulante y vasodilatadora, y manteniéndose alerta, comenzó luego a succionar la tibia e ilustre sangre. Alejandro sintió de pronto la picada y disparó su mano como un relámpago. La misma mano que aplastaba cualquier ejército del mundo podría sin duda aplastar la insolencia de cualquier mosquito, pero no solo la mosquito escapó salvándose del golpe, los microscópicos esporozoítos, inmunes al manotazo, comenzaban ya a circular por el torrente sanguíneo de Alejandro, que se rascaba mientras devolvía sus pensamientos a la invasión de Arabia.
Una semana después, Alejandro Magno yacía en cama moribundo. Los soldados se preocuparon y exigieron verlo, pues ya lo creían muerto. Los generales accedieron, y todos sus soldados pasaron, uno por uno, ante el gran líder que les podía dar la mano pero que ya no les podía hablar. Las anófeles de Babilonia asistieron también al evento, con sus zumbidos y con sus picadas, llegando incluso a transferir la malaria del gran líder a algunos de sus inadvertidos seguidores. El 11 de Junio del 323 A.C., dos días después de aquel desfile de soldados y de mosquitos, murió bajo el sol inclemente de Babilonia, y derrotado por un solo mosquito, el conquistador más grande de todos los tiempos.
Aquella anófeles hembra, tan fácil de aplastar, seguiría por allí zumbando unos días más, llena de vida -y de muerte-, ajena al magno evento histórico que ella sola acababa de escribir. Zumbaría entre el enjambre de humanos, y entre el enjambre disperso de otras miles de anófeles que seguirían zumbando como siempre habían zumbado, buscando sangre con el propósito de tener sus infernales bebitos de mosquitos zumbadores; sembrando la muerte en el intento, sin discriminar entre mendigos y miserables, o grandes conquistadores, niños recién nacidos y mujeres embarazadas.
Los parásitos de la malaria matan hoy en día entre 1 y 3 millones de personas de entre los 400 millones de casos de malaria que hay en el mundo cada año. Y la malaria es solo una entre varias graves enfermedades que transmiten los mosquitos, cada una con sus millares de muertes al año: la fiebre amarilla, el dengue hemorrágico, el virus del nilo occidental, y varias formas de encefalitis. Para agregar indignación al agravio, de todas estas enfermedades, por cierto, ninguna afecta en lo más mínimo a los mosquitos mismos.