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Cuento de navidad (I/IV)

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El año se acercaba a su final: el calendario acababa de soltar su penúltima hoja, y ahora mostraba la correspondiente al mes de diciembre. La gran ciudad se engalanó de luces, en vana procura de levantar los ánimos de la población, postrada por la dura situación económica. Los negocios lucían su mercadería, de calidad bastante inferior con respecto a la de años anteriores, pero con precios exorbitantes. Casi nadie entraba en ellos: los viandantes se limitaban a estrujar sus narices contra las vidrieras, dejando su aliento pegado como recuerdo. Un hombre disfrazado de San Nicolás agitaba su campana bajo la luz del farol que alumbraba la gran avenida, repleta de charcos por las lluvias que no cesaban por esos días. Tenía al frente una caja y un letrero que rezaba:

ABRA SU CORAZÓN.

HAGA SU APORTE PARA LOS NIÑOS POBRES.

 Era un Santa con todas las de la ley: la barba blanca de rigor, natural y no de esas que demostraban su composición de algodón a kilómetros de distancia; su gorro rojo rematado por una alegre borla blanca en la punta; su traje rojo circundado por el grueso cinturón negro y lustrosa hebilla; y, por supuesto, su saco colgado del hombro. Faltaban la carroza y los renos para completar el cuadro.

La caja era fiel reflejo de la recesión por la que transitaban la ciudad, el país y el continente: su contenido era exiguo, casi inexistente. Sin embargo el hombre no perdía su entusiasmo, gritando a todo gañote «¡Ho ho ho! ¡Feliz navidad! ¡Dejen algo para los que no tienen nada!». La escasa gente que transitaba por la avenida a esa hora lo miraba de reojo, o simplemente lo ignoraba, por lo general. La excepción la constituían los chiquillos harapientos que se quedaban mirándolo con curiosidad, y de vez en cuando se asomaban dentro de la caja, cuando el Santa no la estaba custodiando. Pero eran contadas, muy contadas esas ocasiones.

Ya era casi la hora de recoger, cuando de la nada salió un vehículo, precedido por un horrible ruido cacofónico que algunos confunden con música, y al pasar al frente del San Nicolás alzó un pequeño tsunami de agua de charco, bañándolo por completo. La cosa no quedó allí: del carro bajaron dos jóvenes, bastante alicorados, y sin mediar palabra le arrebataron el gorro y trataron de arrancarle la barba, actividad de la que desistieron al ver que la misma no cedía, y los gritos de dolor del hombre eran auténticos. Se fueron corriendo entre risas, mientras le gritaban: «¡Feliz navidad, cabrón!» y agitaban su botín de guerra por la ventana.

El pobre hombre se incorporó del suelo con dificultad. Le dolía horrores el mentón por la brusquedad de la que había sido objeto, y empezó a sentir el frío de la época gracias a sus ropas empapadas. No dijo nada; se limitó a constatar los daños sufridos por su vestimenta y notó con alivio que no tenía ningún desgarrón; solamente se había ensuciado por el baño de agua cochina. A continuación revisó la caja y supo que los agresores lo habían hecho por pura maldad, ya que no la habían saqueado. Tomó las escasas monedas que no llegaban a forrar el fondo del recipiente, y un par de billetes de ínfima denominación, se echó el dinero en uno de los bolsillos del traje, y de otro de ellos extrajo una carterita de metal, y se dio un buen trago.

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