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Cuento de Navidad (II/IV)

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El trago lo reconfortó, dentro de lo posible. El calor del licor fue expandiéndose en su interior, y se sintió mejor. Era así, en esos últimos tiempos: cada vez más buscaba refugio en la bebida, que era la sola compañera que le quedaba. Una compañera traicionera. En un primer momento lo reconfortaba, pero a medida que se intensificaba su relación le hacía recordar el pasado y entonces se ponía agresivo, para caer a la postre en un estado de melancolía casi catatónica.

En esta ocasión no fue diferente. Se sentó en un portal de un edificio de oficinas, cerrado ya, y su mente comenzó a divagar. Recordó la primera vez que se vistió de San Nicolás: en ese entonces (quien lo veía ahora jamás lo hubiera imaginado) era un importante ejecutivo de una empresa financiera, hosco y malencarado. Como una broma alguien le propuso que se disfrazara de Santa para la fiesta infantil de Navidad de la compañía. Su aspecto lo permitía: alto, barrigón, con una cabellera blanca y una incipiente barba. En un principio se negó rotundamente, pero su esposa vino a saberlo y le pidió que lo hiciera. No era capaz de negarle nada a su mujer, tal vez como recompensa por los malos ratos que le había hecho pasar en el pasado, y de muy mala gana se metió en el personaje. La fiesta se llevaba a cabo en un parque en las afueras de la ciudad, rodeado de suaves colinas. Estaba previsto que el San Nicolás hiciera su aparición bajando de una de esas laderas, con su saco de regalos a la espalda y gritando el «ho, ho, ho» de rigor.

Ese momento fue determinante: la sensación que le produjo la chiquillada gritando de alegría, el recibimiento lleno de felicidad que le brindaron, le despertaron un sentimiento que tenía sepultado en el fondo de su subconsciente. En ese instante supo que su verdadera vocación era la de brindarle regocijo a los demás. En el fondo de su alma era un Santa Claus, por muy ridículo que pudiera parecer. Desde ese entonces cambió su modo de ser, y poco a poco su extravagancia empezó a ser notada en la empresa. Al principio fueron pequeños detalles, pero su recién adquirida generosidad comenzó a llegar a límites intolerables, sobre todo cuando ponía en riesgo el capital de la compañía. Un buen día decidieron prescindir de sus servicios, para evitar la quiebra. No le importó mucho, la verdad: su liquidación fue bastante abultada, y en los primeros años no tuvo problemas económicos. Desde el primer día de cada diciembre se ponía el rojo traje, y no se lo quitaba hasta Reyes. Vestido de esa manera visitaba las oficinas de su antigua empresa, sonando su gran campana, y saludando a todos los empleados conocidos por su nombre; los viejos lo rodeaban con grandes señales de afecto, y los nuevos se quedaban perplejos ante esa extraña aparición, que les trastocaba la agenda.

Ya en su entorno se rumoraba que había perdido la razón; su esposa no se atrevía a recriminarle, puesto que de alguna manera se sentía culpable por haber sido la propiciadora inicial de esa actitud. Sin embargo llegó un punto en que las cosas no se podían soportar más, y decidió irse del hogar. No habían tenido hijos, por lo que la separación no fue tan traumática (por lo menos para ella, él no podía entender las razones que la habían impulsado hacia esa decisión). Desde hacía cuatro años vivía solo, en el más absoluto anonimato durante once meses del año, esperando por el mes que le daba sentido a su vida.

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