EL TERAPEUTA (UN CUENTO DE NAVIDAD)

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Todos los años por esta época, el hospital psiquiátrico de El Peñón se prepara para dar de alta a todos sus pacientes. Bueno, a casi todos. Romualdo Adolfo Rincón Paredes, mejor conocido como «el terapeuta» siempre permanece en el hospital para las fiestas decembrinas. Él nunca ha recibido, como el resto de los internos, la estampa de «alta por mejoría» en su historia médica en esta época del año.

A algunos este hecho puede parecerles extraño y, sobretodo, sospechoso; vacaciones de navidad, mejoría súbita… El algún momento algún activista por los derechos de las personas con problemas mentales apuntó a esta asociación, y la institución se apresuró a escribir un comunicado diciendo que sus puertas estaban abiertas a cualquier auditoría que las autoridades competentes consideraran necesaria; que este centro asistencial, pilar en la formación de los profesionales de la salud mental en Venezuela, podía rendir cuentas y que, de hecho, sólo salían aquellos pacientes que mostraran signos evidentes de mejoría clínica, mientras que el resto permanecía para continuar recibiendo el tratamiento adecuado que necesitaban. Claro, nunca se mencionó que ese resto era Romualdo. Así, el terapeuta representaba el 100% de los pacientes durante las últimas semanas de Diciembre y las primeras del año siguiente.

En algún momento, este hecho se volvió cotidiano. Tan cotidiano que nunca nadie se preguntó por qué Romualdo no mejoraba. Yo me enteré de la historia cuando hacía mis pasantías de Psicología Clínica, cuando ese Diciembre todos los pacientes fueron dados de alta y Romualdo se quedó, como siempre, sólo entre los pasillos y las rejas del pabellón de hombres. Mi supervisora, primero, y el resto del personal de planta, después, brevemente me refirieron lo que recién narro, incómodos ante mi curiosidad creciente. «Su delirio no cede. Es algo orgánico», era la frase típica para zanjar cualquier conversación al respecto.

A Romualdo lo apodaban el terapeuta porque decía que tenía la habilidad de viajar con su mente a través de las mentes. Esa era, otra vez, la versión oficial. Yo pude saber más que el resto de mis compañeros, a quienes no parecía importarles la cuestión. Lo logré simulando que me interesaba la historia del hospital, preguntando mucho sobre la arquitectura y el hecho de que los edificios habían sido la residencia de Marcos Pérez Jimenez. Los fastidié al punto que me dejaban caminar a mis anchas, para observar la arquitectura, para hacer bocetos y, sin que lo supieran, para conversar con Romualdo. Así me enteré que, ciertamente, él decía que podía viajar a través de las mentes, pero sólo si encontraba una puerta abierta.

Fueron conversaciones muy interesantes, sobretodo la primera, cuando empecé a entrar en el mundo de Romualdo. Me explicaba que podía cerrar sus ojos y sentir como su mente se despegaba de su cuerpo hasta llegar a «ese lugar sin tiempo ni espacio». Desde allí era que donde podía visitar otras mentes cuyas puertas estuviesen abiertas. Y claro, en este punto surgían muchas inquietudes que tenía que organizar para ser estratégico en mis indagaciones. Ya en el hospital habían notado mi interés y me habían aconsejado «amigablemente» que dejara el asunto Romualdo de ese tamaño. Por supuesto, no me lo asignaron cuando pedí trabajar con él. ¿Por qué lo llamaban el terapeuta y no, simplemente, el viajero, por ejemplo?

Lo que averigüé lo hice en el curso de mis caminatas por los jardines, los pabellones y las áreas comunes, con la excusa de explorar «la historia viva de El Peñón». Resumiendo un poco esta labor detectivesta, puedo ahora explicarme que le dijeran el terapeuta. No era sólo porque viajaba a través de las mentes, sino porque se veía a sí mismo como un operario que se introducía en esos «mundos del sueño», como él los llamaba, para reparar lo que no funcionara. ¿Pero cómo sabes que una mente está abierta? fue la pregunta que más tardé en responder. Le costaba darme indicadores, sólo decía cosas como «porque lo se», «porque lo ves»… Finalmente, y casi por casualidad, apostó por una definición ostensiva: «mira ella tiene la mente abierta». La mujer a la que señalaba, era una paciente con los signos claros de la impregnación por haloperidol; rigidez motora, mirada perdida, la lengua asomada fuera de la boca… En una palabra, una mujer catatónica que temblaba, ida, en la silla en la que la habían dejado.

Romualdo sentía que podía entrar en las mentes de aquellos pacientes que habían sido sobremedicados, en ese paso previo antes de que les prescribieran la terapia electroconvulsiva -sí, los electrochoques- y que, además, podía hacer algo para salvarlos de esta opción tan invasiva y desesperada. Tuve la oportunidad de verlo una vez, durante una de mis caminatas. Yo entraba al área de actividades libres,  y a lo lejos vi a Romualdo acercando una silla a otro paciente catatónico. Sin hacerme notar, me ubiqué a una distancia prudencial, para observar lo que sucedía. El terapeuta inició su sesión colocando la silla al lado de la poltrona donde habían dejado a ese hombre, rígido y tembloroso. Se sentó, cerró sus ojos y respiró lenta y profundamente. Pude contar 27 minutos exactos a partir de ese momento, tiempo durante el cual no hizo absolutamente nada sino meditar (así parecía), al lado de aquel infortunado paciente.

Yo hubiese dejado las cosas hasta ahí, confirmando lo que todos me decían: Romualdo cree que puede viajar a las mentes de los pacientes en crisis y que, sentándose al lado y cerrando los ojos puede, además, curarlos. Pero al día siguiente, y para mi sorpresa, el otrora paciente catatónico estaba lúcido, orientado en tiempo, espacio y persona, diciendo que había despertado de un sueño horrible justo cuando un hombre apareció y comenzó a mover unas cuerdas que colgaban del techo de su cerebro, lugar en el que se encontraba encerrado con muchos demonios. Creo que fui muy obvio en mi manera de abordar a este paciente para que me contara la historia. Las enfermeras se acercaron a decirme que no podía hablar con él pues aún estaba recuperándose.

Después de eso, era evidente que me vigilaban. Me prohibieron continuar con mis caminatas y me exigieron que me limitara a ver los pacientes que me asignaran. Además, que fuera de esos tiempos no podía permanecer en la institución. Fue así como terminé colándome una noche durante la segunda semana de diciembre, entendiendo por qué todos los pacientes son dados de alta.

Todos los años por esta época, en el hospital psiquiátrico de El Peñón ocurre un extraño ritual de navidad. Los enfermeros impregnan a los pacientes con haloperidol. Es durante esas noches frías y secas que el terapeuta tiene sus jornadas más largas. Con infinita paciencia, con amor desinteresado, va sentándose, uno a uno con cada paciente, respirando hondo y viajando a sus mentes. Para el momento de la última ronda médica del año, los internos muestran una mejoría que permite al hospital darlos de alta, a todos menos a uno, el que nunca mejora, el que sufre de este delirio pertinaz que lo lleva a creer que puede viajar a las mentes de los pacientes en crisis, sanándolos.

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NOTA: Este es un relato ficticio. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

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