Los cuatro amigos seguían recorriendo las calles de la ciudad, buscando personas desprevenidas a quienes fastidiar. Iban a toda velocidad, y seguían escuchando la horrenda música a máximo volumen. La antena del vehículo estaba engalanada con el gorro hurtado momentos atrás.
-Coño, Raúl, se te pasó la mano. Casi le arrancas la barba al Santa – comentó muerto de la risa Javier, uno de los jóvenes.
-¿Como iba a saber yo que era de verdad?
-De pana que ese tipo debe estar tostáo, ¿se creerá San Nicolás de verdad? – Dijo Sandro, el conductor.
El cuarto de la partida estaba callado. Raúl le dijo:
-¿Que te pasa, güevón? ¿No te gustó lo que le hicimos al viejo? Estás pasado de pargo, chamo.
-Es que Tomás todavía cree en Santa Claus – replicó Sandro.
-Estoy cansado, ¿porqué no me llevan a mi casa y dejan de ladillarme? Están perdidos de carajitos.
-No, pana. Ahora es que empieza lo bueno. – Respondió Javier, sacando del fondo del asiento una bolsa. – ¡Mira, Carta Roja!
-Dame acá – reclamó Sandro.
-Toma, pero nos dejas.
Sandro se tomó un largo trago, mientras conducía a toda velocidad. Tomás reclamó:
-Coño, están locos de verdad. No tengo intenciones de matarme esta noche, déjame bajar.
-Ah vaina con este mariquito, yo sabía que no era de fiar. Te quedas hasta que nos de la gana, ¿ok?
Tomás no respondió, sabía que sería inútil. se limitó a recostarse del asiento, y ver por el vidrio de la ventana el desolado paisaje de la periferia de la ciudad, por donde estaban pasando. Se alternaban containers repletos de basura con indigentes compartiendo una botella, sin solución de continuidad. De vez en cuando Sandro repetía la gracia hecha anteriormente, y mojaba por completo a los pobres desgraciados a los que les tocaba el baño de agua puerca, entre grandes risas idiotas, fomentadas por el abundante licor que estaban ingiriendo. Sólo Tomás no reía, ni tomaba: sentía que dentro de él empezaba a crecer una rabia sorda.
-Vámonos para el centro, a fastidiar a las putas -Dijo Raúl.
-Dale, esta vaina está muerta.
Enfilaron hacia la Zona Roja, el centro de tolerancia que tiene toda ciudad. En las aceras estaban unas cuantas mujeres, pintarrajeadas y trajeadas con breves minifaldas, aguardando por los esporádicos clientes que se atrevían a llevarlas. La mayoría de los carros pertenecían a mirones, buscando alguna distracción en la aburrida noche decembrina.
Sandro orilló el auto, parándose al lado de una de las prostitutas, y Raúl le dijo:
-¡Vente con nosotros, mami, que vamos a una fiesta!
-Dejen de joder, chamos. Son unos menores, y yo soy demasiado mujer para los cuatro.
Esas palabras alebrestaron a Raúl, quien le tiró la botella semivacía a la cabeza, y le gritó a Sandro:
-¡Arranca, rápido, antes de que se nos peguen las putas atrás!
-Berga, estás loco de bolas. ¡A ver si la mataste! – replicó Sandro mientras doblaba la esquina a toda velocidad. Tomás fue el primero que lo vio: estaba cruzando la calle, con su traje rojo y su saco al hombro.
-¡Te lo vas a llevar por delante, frena!
Sandro maniobró aparatosamente el volante, pero perdió el control del carro. Pasó rozando al Santa Claus y se estampó contra un poste de luz, que cayó derribado por la violencia del golpe. El hombre del traje rojo se tambaleó, trastabilló y terminó por caer en el medio de la calle, llevándose las manos al pecho.