Enseguida una pequeña turba, compuesta por las trabajadoras nocturnas y sus potenciales clientes, se arremolinó en el lugar del accidente. La escena era espantosa: en el interior del vehículo no se observaba movimento alguno, pero si copiosa sangre. De repente, desde el fondo del carro se encendió un fuego: todos los mirones corrieron despavoridos, temiendo una explosión. Santa Claus se incorporó y sin titubear un instante corrió hacia el vehículo, sin importarle el peligro, para sacar a los pasajeros. Sacó fuerzas de manera inexplicable, y pudo extraer al último de los muchachos justo antes de que las llamas llegaran al habitáculo del vehículo. Los acomodó en la acera, lejos del sitio del accidente, y a continuación colapsó al lado de los jóvenes, que presentaban heridas de variada índole.
Ese último esfuerzo fue demasiado para el pobre hombre; cuando llegó la ambulancia ya era poco lo que había que hacer. El paramédico trató de revivirlo con un masaje cardíaco, pero no reaccionó.
-Creo que ya no podemos hacer más nada, que lástima.
Uno de los mirones dijo:
-Se portó como todo un héroe, él solito sacó a los muchachos y los salvó de morir quemados.
La ambulancia partió hacia el hospital, con los cuatro jóvenes. En la acera quedó tendido el San Nicolás, cubierto por una sábana blanca, a la espera de la llegada del forense. Una tenue llovizna comenzó a caer, empapando poco a poco la mortaja que de esa manera se transparentaba y permitía relucir el rojo del traje del hombre.
Momentos después llegó una patrulla de la policía. De ella bajaron el médico forense y un oficial. Este último registró el cuerpo en búsqueda de documentos, y encontró una vieja billetera, en el bolsillo trasero del traje. La examinó minuciosamente, y halló una cédula de identidad, a nombre de Juan Nicolás Castrillo, de 64 años de edad. No pudo dejar de sonreír por la circunstancia. Siguió buscando y consiguió unas tarjetas de presentación a nombre de San Nicolás, con un número telefónico. Apuntó dicho número en su libreta, tal vez le sería útil para ubicar a algún familiar del hombre. Por último, una tarjeta que lo acreditaba como donante de órganos.
Sin mediar palabras, le extendió el documento al médico forense. Éste lo examinó; al leerlo tomó su teléfono celular y solicitó de manera inmediata una ambulancia para trasladar el cuerpo al hospital central. Tal vez ese San Nicolás tendría la oportunidad de dar su último regalo, después de todo: el más preciado de todos los entregados a lo largo de su carrera.