Melodrama progresista y “choronga” en toda regla, consagrado con la estatuilla de la academia a la mejor película extranjera. Ello parece darle la suficiente legitimidad para imponer su discurso reduccionista como un verdad absoluta. Es el problema de algunos premios. Vuelven incontestables a ciertas figuras, largometrajes y personalidades. Así sucede con los ganadores del Nóbel. De inmediato, se les canoniza. Otro tanto ocurre con el Óscar y sus dudosos beneficiarios.
Por tal motivo, urge desmontar el aura de probidad y nobleza de “En un Mundo Mejor”, tragedia coral con tintes y aromas de cine “mainstream y artie”, de los países bajos, cuyas formas coquetean con la estética del Dogma 95 y el contenido de las películas moralistas de Hollywood, amén de su corrección política y su visión etnocéntrica del tercer mundo.
A las primeras de cambio, el film propone un interesante y llevadero paralelismo entre la violencia tribal de África y la intolerancia social enquistada en la vida suburbana de Europa, según la óptica de dos niños entrañables y tres adultos azotados por el complejo de culpa. Uno perdió a su esposa en extrañas circunstancias y su hijo no lo quiere. Los demás pertenecen a una familia disfuncional de corte clásico, con una madre histérica, un padre benevolente y un retoño devenido en víctima por el entorno hostil del colegio y la calle. En la escuela lo acosan y lo muelen a palos, hasta cuando conoce al segundo chico de la partida, su aparente redentor. Por allí comienzan a cruzarse las historias y los conflictos de los personajes centrales.
Al respecto, los dos actos iniciales van desarrollándose con solvencia e interés, gracias al adecuado manejo de los recursos de la puesta en escena, donde las actuaciones y los planos cumplen con el trabajo de sumergir a la platea en el caos de la pieza.
Las andazas de los niños son descritas con ojo clínico, en el principal acierto de la dirección. La maldad tiende a surgir, de manera natural, a través de sus acciones, como producto de las circunstancias adversas y del contexto.
Allí habría un punto de conexión con obras de reciente data como “La Cinta Blanca”, “The Town”, “Elephant” y “We Need to Talk About Kevin”, destinadas a estudiar el fondo de la criminalidad terrorista y terrorífica de las sociedades del bienestar.
No en balde, “En un Mundo Mejor” se gestó con apoyo económico de Suecia y Dinamarca, cunas actuales de brotes de racismo, xenofobia y partidos de ultraderecha.
En consecuencia, el libreto da en el clavo al denunciar el germen de cierto fascismo y primitivismo, anclado en el insconsciente colectivo del viejo continente. Quizás con doble rasero, el guión aboga por la paz en lugar de la guerra, a partir de una visión medio predecible, ingenua e hipócrita, rayana en soluciones de manual para problemas de índole global.
En efecto, lo peor del subtexto radica en su parentesco sospechoso y generoso con el esquema de bodrios internacionales como “Babel”. Es cuando explotan las debilidades de la propuesta, a merced del típico canto a la paternidad responsable de los folletines costumbristas de la posmodernidad.
Entonces la miseria, el salvajismo, el darwinismo, el atraso y la caída de la república, no son el resultado de las relaciones del hombre con el estado y el gobierno de turno, sino la secuela del abandono y el desamparo de los descendientes y herederos de las tierras de la abundancia y de los desérticos parajes de las antiguas colonias.
“En un Mundo Mejor” se contenta con dibujar su caricatura de la alteridad en una suerte de campamento médico, tiranizado por un monstruo adiposo, simiesco y siniestro a la altura de Idi Amín. Otro doctor del primer mundo vendrá a curarlo, por una enfermedad en la pierna, y aun así, el dictador se negará a cambiar, a regenerarse. Es solo una muestra del pesimismo y el determinismo antropológico de la película. Toda la metáfora del África es igual de simplona, amarillista y escandalosamente integracionista: la Europa blanca debe curar la enfermedad congénita del continente negro. Es idéntico al mensaje de «Contagio».
Verbigracia, el protagonista reparte pelotas de fútbol a los niños, quienes corretean detrás de su camión como los infantes de los documentales discriminatorios de los hermanos Lumiere. La realizadora Susanne Bier repite la fórmula e insiste en venderla como tabla de salvación. Es el show étnico y exótico como coartada de la reconquista, ahora disfrazada de misión filantrópica.
Me huele a campaña de Angelina Jolie en pro de los damnificados del pueblo de Haití. Era la conclusión de varias trampas en la tradición de “The Constant Gardener”, “Diamantes de Sangre”, “La Caída del Halcón Negro” y la propia “El Rey de Escocia”. Es una tendencia decadente afianzada en la cartelera.
Para rematar, la trama regresará al primer mundo, hacia el desenlace, para redundar en los prejuicios ya esgrimidos. Los niños y adultos aprenderán su lección, a fuerza de bombazos y golpes, con la obligación de redimirse y reencontrarse en el impostado “happy ending” de telenovela.
Las generaciones y los representantes enfrentados se reconcilian, en un final programado para tranquilizar a la audiencia y arrugarle el corazón a los señores conservadores de la meca. El éxito de taquilla y de crítica quedan garantizados.
Curiosa la magia de una película del tercer milenio. Te ofrece la ilusión del rescate del planeta en cuestión de dos horas, a base de recomendarte un consejo, el de Terrence Mallick en “El Árbol de la Vida”: cuida la raíz de tu familia. Agradece la dicha de vivir en ella. Lo demás es circunstancial.
¿No es una belleza?
Es una invitación al conformismo.